Los mejores escultores del reino trabajaban sin descanso en los talleres de Karnak. El «divino padre» Ay y el general Horemheb les habían dado orden de tallar estelas que anunciaran la coronación de Tutankamón. Estatuas representando al dios Amón junto al nuevo rey serían colocadas en los grandes santuarios de Egipto, dando testimonio del poder legítimo detentado por el nuevo rey. Maya, a quien sacerdotes y dignatarios tenían en gran estima, supervisaba el conjunto.
Tutankamón estaba sentado en una silla de madera de cedro con el respaldo adornado con el genio de la eternidad. Sobre su cabeza destacaba un disco solar alado. El rey pasó un nervioso dedo por uno de los clavos de oro que fijaban las piezas angulares de la silla. Como cada mañana desde hacía más de dos meses, aguardaba la visita del «divino padre» Ay, que le iniciaba progresivamente en los secretos de la corte y de Tebas. Akhesa asistía, silenciosa, a aquellas entrevistas. Sólo eran habladurías, cotilleos, descripciones críticas de uno u otro cortesano, confidencias de pasillo. Los ojos de la gran esposa real se posaban a veces en los costados de la silla, que representaban la unión del loto y el papiro, las plantas simbólicas del Bajo y el Alto Egipto. La grandeza del Doble País, su brillo… Ésas eran las primeras tareas que imaginaba para un faraón. En cambio, no se trataba más que de intrigas palaciegas. Aunque se sintiera indignada por tanta mediocridad, guardaba en la memoria las frases del «divino padre». Los cortesanos, en su mayoría, sólo pensaban en sus carreras. Habían tenido tanto miedo de la revolución iniciada por Akenatón que estaban dispuestos a todo para mejor apoyar a los sacerdotes de Amón, garantes de sus privilegios. Pese a su posición dominante, Akhesa debía mostrarse prudente. Había decidido, pues, no comenzar a actuar antes del nacimiento de su hijo, tanto más cuanto que los dolores que le laceraban el vientre se acentuaban.
No se preocupaba demasiado por ello, muy feliz de ofrecer a Tutankamón el fruto de su amor.
El joven rey se impacientaba.
—Ay se retrasa esta mañana. ¿Qué le habrá sucedido?
—No te inquietes —le consoló ella—. Escucha a tu hijo… Se mueve.
Tutankamón lo estaba haciendo alegremente, cuando un escanciador que traía copas de leche fresca anunció a Ay.
El «divino padre» caminaba penosamente con aspecto preocupado.
—Llego con retraso, Majestad. Perdonad a un anciano que sufre de sus articulaciones. Ya sólo puedo desplazarme con la ayuda de un bastón.
—Sentaos, divino padre —propuso Akhesa, acercando una confortable silla provista de almohadones.
Ay se instaló gimiendo frente al rey.
—¿De quién hablaremos hoy? —preguntó el rey, que estaba aficionándose a las intrigas palaciegas—. ¿De la dama Mut, la esposa de Horemheb, y de su difícil carácter?
El tono festivo del rey no divirtió al «divino padre».
—Más bien del propio Horemheb, Majestad.
Akhesa aguzó el oído, olvidando el papiro mágico que estaba leyendo.
La mueca de Tutankamón reveló claramente que el tema le aburría. Hasta entonces, había vivido en la ignorancia de las dificultades. Se limitaba a amar a Akhesa y a gozar de las prerrogativas de su rango sin sufrir sus inconvenientes. Había olvidado incluso la existencia del poderoso general Horemheb, y agradecía al «divino padre» que no le hubiera importunado con ello.
—¿Desea verme el general?
—En efecto, Majestad. Desde vuestra coronación ha trabajado mucho. Ha velado personalmente por el alistamiento de nuevos reclutas para reforzar los cuerpos de ejército que controla. Proclama por todas partes su absoluta obediencia al faraón y no pronuncia ninguna palabra contra vos. Predica la calma y la paz, pero prepara la guerra.
Akhesa, inquieta, intervino con ardor.
—¿La guerra contra nosotros? ¿Contra los soberanos legítimos?
Ay vaciló antes de responder.
—Lo ignoro…
—¿Ya no os entrevistáis con el general?
—Conversaciones triviales y sin interés. Horemheb me evita. Supongo que persigue algún objetivo personal que no consigo determinar todavía.
—¿Un objetivo que os intriga?
—Sí, Majestad.
—Pero ¿por qué? ¿No es Horemheb, ante todo, un escriba respetuoso de las leyes, incapaz de cometer un acto que viole la regla de Maat?
—Es cierto —reconoció el «divino padre»—. Pero temo precisamente que utilice las leyes para reforzar su posición. Horemheb viaja mucho, visita a los jefes de las provincias, consulta con los altos dignatarios, ofrece banquetes a los oficiales superiores. Su popularidad no deja de crecer, mientras Sus Altezas permanecen encerrados en este palacio.
Akhesa puso sus manos sobre su dolorido vientre. Tras seis meses de embarazo, apenas si abultaba.
—¿Decíais que el general quería vernos?
—Ha organizado una gran ceremonia en el templo de Montu y desearía la presencia de la pareja real.
—¿Hay algún modo de librarnos de esta obligación? —preguntó Tutankamón, a quien el protocolo exasperaba.
—Temo que no, Majestad.
Akhesa experimentaba una desagradable impresión. El «divino padre» no parecía sincero. ¿No estaría sirviendo de emisario a Horemheb para sacar de palacio a la pareja real? ¿Se preparaba un atentado contra el faraón? Intentó expulsar de su pensamiento tan loca idea. Ni Horemheb ni Ay eran asesinos. Pero ¿no ocultaría la actitud ambigua del «divino padre» alguna inconfesable intención?
El templo de Montu, dios halcón encargado de proteger al faraón durante los combates y proporcionarle el poderío guerrero que llevaba a la victoria, se alzaba al norte del templo de Amón-Ra. En el centro de su imponente fachada se abría una gran puerta, cuyo umbral era de granito rosa. Dos obeliscos enmarcaban la entrada del santuario.
Horemheb en persona recibió a los soberanos cuando descendieron de su carro de oro y electro. Precedido por dos porta-abanicos, les condujo al interior del templo, a un vasto patio rodeado de pórticos con columnas en forma de papiros. Entre ellas se habían dispuesto algunas esfinges con cuerpo de león y el rostro del faraón Amenofis II, excepcional arquero, celebrado por su fuerza física.
Al fondo del patio, ante la escalera que llevaba al templo cubierto, había dos tronos. El mayor estaba destinado al faraón, el otro a la reina. Ambos jóvenes se instalaron en ellos. Horemheb se mantenía al lado del rey y algo retrasado. Ni Tutankamón ni Akhesa se atrevieron a hacer la menor pregunta al general, sonriente y afable. La gran esposa real se sintió oprimida. La serenidad del templo y el esplendor de su arquitectura no bastaban para tranquilizarla.
Un soldado provisto de una trompeta avanzó hasta el centro del patio, se arrodilló y husmeó el suelo ante Faraón. Luego, levantándose, empuñó su instrumento y tocó una melodía de carácter marcial.
Entró a paso ligero una tropa de infantes de gran colorido, que incluía egipcios y mercenarios de distintas regiones, libios, sirios, asiáticos y nubios. Unos llevaban un largo faldón plisado con un delantal, otros una túnica, y otros un vestido multicolor. Los egipcios iban tocados con una corta peluca, los asiáticos lucían barba y largos cabellos, recogidos detrás de la nuca y sujetos con una cinta, los libios preferían una gran pluma sujeta en lo alto del cráneo. Desfilaron ante la pareja real, mostrando la panoplia de armas que llevaban: arco sencillo de una sola pieza de madera flexible; arco doble, cuyas piezas, cubiertas de láminas de corteza, se unían en el centro; arco compuesto de varias piezas unidas; flechas de unos veinte centímetros de longitud, formadas por un tallo de caña endurecido, con una base de madera a la que se fijaba la punta de bronce; flechas de punta de madera destinadas a derribar al adversario; dagas y espadas de hojas de bronce, algunas de ellas en forma de hoz; y, por último, bastones arrojadizos.
El desfile, muy animado, se prolongó durante bastante tiempo. Los infantes rivalizaban en soberbia, entonando cantos guerreros a la gloria del dios halcón Montu. Corrían cadenciosamente, con un ritmo perfecto. El joven Tutankamón estaba encantado. Aquellas demostraciones bélicas, sin matanzas ni combates, le parecían una fiesta muy divertida, casi un juego. Horemheb había pensado en procurarle una distracción excepcional.
No era ésta la opinión de Akhesa, a quien el general evitaba cuidadosamente mirar, con los ojos fijos en sus soldados, que ejecutaban una maniobra impecable. La gran esposa real se sentía cada vez más inquieta. Aquello era sólo el comienzo de la estrategia de Horemheb. Comenzaba deslumbrando al rey para obtener su confianza.
Los militares salieron del gran patio. Un nuevo toque de trompeta indicó la llegada de un interminable desfile de asiáticos, que ofrecieron al faraón caballos y una impresionante cantidad de tributos tan ricos como variados: copas de oro y de plata, preciosas vajillas, paños, bordados, aderezos.
—Toda Asia reconoce vuestra soberanía —indicó Horemheb—. Ha venido a postrarse a vuestros pies e implorar vuestra protección.
Pese a la magnificencia de la ceremonia, a Akhesa le sorprendió la delgadez y palidez de los asiáticos que participaban en ella. La mayoría de ellos parecían cansados, casi agotados; en los rostros y los miembros de algunos se veían huellas de heridas. Se fijó en un hombre de edad madura, de negro y fino bigote, al que le faltaba la mano derecha.
Cuando los tributos fueron depositados al pie de los tronos, un niño sirio se adelantó, solo, hacia Tutankamón. Ofreció al rey una caja de madera de ébano que contenía varias flechas con punta de marfil y una bolsa cubierta de oro, incrustada de piedras preciosas, cuyas extremidades representaban a unos prisioneros extranjeros atados.
Tutankamón, saltando de placer, dejó su trono para recibir el admirable presente, obra maestra de un joyero que había alcanzado la perfección en el arte del cincelado. Al volverse hacia Akhesa, se quedó sorprendido por su frialdad.
El silencio se hizo de nuevo en el gran patio del templo de Montu. Ya sólo quedaban allí el rey, la reina, Horemheb y una veintena de soldados armados, de pie ante las esfinges. Cada vez más tensa, Akhesa tomó la mano de Tutankamón, cuyos ojos revelaban una súbita angustia.
El general Horemheb se colocó ante sus soberanos.
—¿Vuestras Majestades están satisfechas de estos desfiles?
—Sí, claro —respondió Tutankamón con voz insegura—. Estoy cansado, general, deseo regresar a palacio.
—Hágase según vuestra voluntad, Majestad. Antes, sin embargo, me gustaría hablaros de las graves dificultades en las que se halla nuestro país. Su gobierno debe ser más firme. Yo lo intento con todo el ardor de que soy capaz, pero mis medios son demasiado limitados. Debo reforzar los efectivos del ejército, reorganizar la administración, devolver a los templos las riquezas que les arrebataron. Sería conveniente que Vuestra Majestad me nombrara diputado del faraón en todos los países extranjeros, regente de las Dos Tierras y jefe de los intendentes.
Akhesa protestó:
—¿No sois ya el elegido del rey, amado escriba del faraón, confidente privilegiado, poderoso entre los poderosos, grande entre los grandes? ¿No os comparan ya a los dos ojos del Señor de Egipto? ¿Por qué exigir otros títulos?
Horemheb, que seguía evitando la mirada de la gran esposa real, contempló al adolescente.
—No podemos seguir titubeando —anunció, severo y determinante—. No sólo me atribuiréis estas nuevas funciones, Majestad, sino que ordenaréis también grabar una estela que se colocará en el ángulo nordeste de la gran sala de columnas de Karnak, para que nuestra obra de restauración sea conocida. Se os representará haciendo una ofrenda al dios Amón y a su esposa Mut. Contaréis en ella cómo habéis suprimido el mal, combatido la herejía y restablecido la verdad, cómo habéis vendado las heridas infligidas a los templos y habéis hecho florecer de nuevo las ruinas de los santuarios devastados por la intolerancia, desde Elefantina hasta el Delta.
—¡Eso es falso! —exclamó Akhesa—. ¡Mi padre no provocó ninguna destrucción grave!
—No importa —repuso Horemheb—. Lo esencial es que el pueblo egipcio lo crea. El reinado de Tutankamón ha restablecido la prosperidad y la armonía. Explicaremos en esta estela que los lugares santos habían sido arrasados, que las malas hierbas crecían en ellos, que por ellos paseaban libremente los profanos. Plantas silvestres habían cubierto las desventradas naos de las divinidades, que, despreciadas, se habían alejado de nuestra tierra. Sus estatuas eran mutiladas. Tras consultar a su corazón, el nuevo rey, Tutankamón, decidió poner fin a tal desastre. Creó para su padre Amón una estatua de oro fino, incrustada de piedras preciosas y lapislázuli, más grande y más hermosa que las esculpidas antaño.
El joven rey, atónito, escuchaba con atención al general. No se sentía con fuerzas para resistirse.
—La estela —prosiguió Horemheb— será completada con una serie de nombramientos de sacerdotes que fueron condenados por Akenatón a ocupaciones profanas y que formarán parte otra vez del personal de los templos. Los notables y sus hijos recuperarán sus dignidades. La nobleza, que formaba la elite de nuestra sociedad, conocerá de nuevo días felices.
Akhesa, indignada y dolorida, contuvo la rabia que la habitaba. El desfile militar había servido para demostrar que el general controlaba las fuerzas armadas y que no dudaría en utilizarlas para conseguir sus fines. La pareja real sólo podía inclinarse.
—Para festejar la promulgación de unos decretos que harán que los dioses regresen a la tierra —concluyó Horemheb—, convocaremos en Karnak a las mejores cantoras y danzarinas de todo el país y concederemos varios días de descanso a la población. Volverá a nacer la alegría.
Tutankamón había pasado varias horas en un estado de completo abatimiento. Las autoritarias decisiones del general Horemheb le habían cogido desprevenido, mostrándole sus debilidades. Era sólo un niño enamorado de una mujer soberbia, incapaz de hacer frente a un hombre experimentado, a un veterano de las maniobras políticas, acostumbrado a los intrincados laberintos de la administración. Él, Tutankamón, no era más que un insignificante rey sin poder real.
¿Por qué no le ayudaba Akhesa? ¿Por qué no intentaba atenuar su contrariedad? ¿Por qué se había encerrado en sus aposentos en vez de permanecer a su lado, hablarle, prodigarle aquella ternura que tanto necesitaba?
Sintiéndose inútil y abandonado, Tutankamón se puso a jugar con su encendedor, produciendo una llama que no le calentó el corazón.
Atroces sufrimientos desgarraban las entrañas de la gran esposa real. Pero Akhesa no tenía tiempo de consultar al médico. Había concedido audiencia al comandante Nakhtmin, que acudió a su lado nada más recibir la llamada transmitida por la sirvienta nubia.
—Ocurre algo extraño, comandante. He observado bien a los asiáticos que nos han presentado los tributos bajo la responsabilidad del general Horemheb. Me han parecido agotados. Parecen más prisioneros que diplomáticos. Quisiera que me trajerais a uno de ellos para interrogarlo: un hombre con un bigote negro muy fino. Le falta la mano derecha.
Nakhtmin se envolvió en su dignidad de joven oficial superior.
—Lo que me pedís, Majestad, es muy delicado. No tengo poder para hacerlo.
—No os pido que detengáis a ese hombre, Nakhtmin, sino que dispongáis una entrevista con él.
Al comandante no le costó identificar al asiático, alojado en el barrio de los embajadores. Grande fue su sorpresa, cuando Nakhtmin lo llevó al jardín de una inmensa villa, lejos del palacio real.
En una glorieta le aguardaba la gran esposa real, ante la que se prosternó, asustado.
—¿Por qué tembláis? —preguntó Akhesa.
El asiático apretó los labios.
—¿De qué provincia venís?
—De Siria, Majestad.
—¿Cuándo perdisteis vuestra mano?
—Yo… era artesano y…
El extranjero masculló unas incomprensibles palabras.
—Decidme la verdad —ordenó Akhesa.
El comandante Nakhtmin palideció. La determinación de la muchacha le impresionaba. El asiático dirigió a la gran esposa real una mirada de perro apaleado.
—Estaba en mi pueblo cuando lo invadieron los hititas, devastando nuestras casas e incendiando nuestras cosechas. Huimos a las montañas y vivimos como cabras. Cuando llegaron los soldados egipcios, corrimos hacia ellos implorando su ayuda. Me enrolé en el ejército con la seguridad de que el faraón enviaría su espada victoriosa para protegernos. Pero fuimos derrotados y perdí una mano en combate. No había bastantes soldados egipcios. Murieron. Yo y algunos otros, no sabiendo ya cómo subsistir, vinimos a solicitar refugio en tierra de Egipto. El general Horemheb nos pidió que rindiéramos pleitesía al faraón, como si fuéramos enviados extranjeros.
Akhesa se retiró sin hacer más preguntas. Horemheb había cometido su primer error.
Tras haberse lavado las manos y los pies, Horemheb fue introducido en la sala de audiencias del palacio real de Malqatta, en la ribera izquierda de Tebas. No le sorprendía el carácter protocolario de aquella convocatoria. Y en ese magnífico día de verano, cálido sin ser tórrido, la pareja real le concedería los plenos poderes.
El rey y la reina, coronados y con las vestiduras oficiales, permanecían sentados en sus tronos. Tutankamón llevaba los cetros, Akhesa una flor de loto. ¡Qué frágiles parecían! Horemheb cumplió las exigencias rituales. Inclinó la cabeza, dobló las rodillas, husmeó el suelo y aguardó a que el faraón le invitará a levantarse.
—¡Qué el dios Amón proteja a Faraón! —declaró con voz profunda—. ¡Qué le dé eterna vida, salud y fuerza!
Tenía que intervenir Tutankamón. Akhesa le había hecho repetir varias veces las palabras que debería pronunciar y que tendrían fuerza de ley. El adolescente tenía la garganta seca. Horemheb le aterrorizaba. Tutankamón tragó trabajosamente saliva.
—General Horemheb, hemos decidido concederos los nuevos títulos honoríficos que solicitabais y promulgarlos por decreto, a excepción del de regente del reino. Pese a nuestra juventud, pensamos ejercer plenamente nuestras prerrogativas y no ceder a nadie el gobierno de las Dos Tierras. En cambio, prestaremos mucha atención a los fieles consejeros que nos ofrecerán el fruto de su experiencia.
Horemheb necesitó el control de un escriba acostumbrado a dominar sus emociones para que su cólera no estallara. ¡Cómo se atrevía a resistírsele aquel niño! ¿Qué locura se había apoderado de él?
—Majestad —dijo, remachando cada palabra—, vos sois el señor de Egipto. Vuestras palabras se hacen realidad viva. Sólo vos, en efecto, sois digno de gobernar este país y mantenerlo en la ley de Maat. Pero nos amenazan tan graves peligros que me parece indispensable la institución de una regencia. Estoy dispuesto a asumir la responsabilidad durante tanto tiempo como Vuestra Majestad lo juzgue necesario.
Tutankamón vaciló. Los argumentos de Horemheb eran convincentes. ¿No era mejor descargar los deberes demasiado abrumadores en un hombre de tal talla? ¿No deberían los dioses permitirle vivir su juventud en vez de robársela?
Akhesa advirtió la vacilación de su esposo. Estaba dispuesto a traicionarla y a ceder ante Horemheb.
—Habéis mentido, general —dijo—. No controláis la situación en Asia. Tengo pruebas de ello. Este comportamiento es indigno de un alto funcionario del reino. En consecuencia, el faraón, con su gran clemencia, os confía la tarea de reorganizar el ejército del que sois responsable y garantizar la seguridad de las fronteras. Ésa será vuestra única preocupación.
Akhesa estaba segura de haber descubierto la maniobra de Horemheb: dejar que las relaciones internacionales se degradaran, imputar la falta al nuevo rey y tomar el poder en un necesario golpe de Estado militar. El general y la gran esposa real se desafiaron con la mirada. Por deferencia, él bajó los ojos.
A Tutankamón le hubiera gustado hallarse lejos de aquella sala, de aquel trono, llevar otros vestidos, no soportar el peso de la corona sobre su cabeza. La presencia de Akhesa le ofreció los recursos necesarios para concluir con voz frágil.
—Hemos expresado nuestra voluntad, general. La audiencia ha terminado.
Horemheb no podía ya emitir la menor protesta. Salió precipitadamente.
No vio a la gran esposa real caer desmayada en el enlosado.
El diagnóstico del jefe de los médicos fue rápidamente establecido: parto prematuro en el séptimo mes de embarazo. De inmediato, dos experimentadas comadronas llevaron a Akhesa, a la que habían reanimado haciéndole aspirar perfumes a base de lis y de aciano, a la estancia de palacio donde otras reinas, antes que ella, habían dado a luz a los hijos reales.
Akhesa sufría tal agotamiento que no opuso ninguna resistencia. Las comadronas la desnudaron. La primera la obligó a mantenerse de pie, sosteniéndola por las axilas. La segunda introdujo en su vagina una compresa de paño con serrín de abeto, a fin de hacer bajar el útero. Para calmar el dolor, depositó un ibis de cera sobre unos carbones. Colocó a la muchacha sobre los vapores anestesiantes que se desprendían, para que penetraran así en su vientre. En las esquinas de la alcoba de nacimiento se habían dibujado figuras de mujeres desnudas, cargadas de magia benéfica.
Akhesa no lloraba, no gritaba. Guardaba el sufrimiento en lo más hondo de su ser, deseando a toda costa comportarse con la dignidad de una reina, aunque de pronto la prueba le parecía superior a sus fuerzas. El niño al que esperaba confiada, aquel pequeño ser al que deseaba ver vivir como la misma imagen de la felicidad, la estaba matando.
Mientras la mantenían de pie, le vendaron el bajo vientre con un emplasto de sal, trigo y juncos. Luego, la comadrona de más edad tomó la decisión de adelantar el parto. Untó la vagina con un ungüento caliente, compuesto de vino de palma, sal y aceite, e inyectó luego un líquido a base de aceite y fragmentos de alfarería pulverizados.
Las contracciones se aceleraron unos minutos más tarde. Entonces, la joven no pudo contener un grito de dolor. Las comadronas la llevaron hasta una estera y la obligaron a agacharse. Una de ellas la ciñó con sus brazos, pidiéndole que se apoyara en ella con todas sus fuerzas para facilitar la expulsión.
La otra esperó la salida del niño, que tras media hora de trabajo, salió del vientre de la joven madre.
La gran esposa real durmió dos días y dos noches. Cuando despertó, sintió que un fuego insoportable le abrasaba el vientre. Retorciéndose de dolor, se tendió sobre el costado izquierdo y descubrió en la penumbra de la alcoba, cuyas ventanas habían sido cubiertas por cortinas, a un hombre sentado al pie de su lecho.
—Tutankamón… Ven junto a mí, rey mío…
En cuanto el hombre se levantó, Akhesa advirtió su error. Era Ay, el «divino padre», que le tomó las manos con respeto.
—¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está mi marido?
—El rey está ligeramente indispuesto, Majestad. La noche está terminando, duerme.
—¿Y mi hijo? —insistió, con la voz entrecortada por el llanto.
Ay la contempló con la ternura de un padre.
—Salió de mí, lo vi… ¿Por qué no está aquí, en su cuna?
—Era un muchacho —dijo el «divino padre» con la voz rota—. Nació muerto.