El palacio principal de Akenatón se erigía sobre una eminencia, en el centro de la ciudad del sol. Para acceder a las estancias privadas del soberano, era necesario cruzar unos jardines dispuestos en tres terrazas que ascendían hacia la luz. El inmenso edificio, que estaba construido en ladrillo, presentaba un aspecto aéreo, casi irreal. Numerosas salas estaban decoradas con pinturas: ocas salvajes que se debatían en un estanque, un joven ternero retozando, peces deslizándose entre flores de loto y mariposas revoloteando. Alrededor de las columnas se enroscaban plantas trepadoras y pámpanos de viña. Las maravillas de la naturaleza, regeneradas cada mañana por el divino Atón, cubrían techos, paredes y suelos.
Desde la terraza superior del palacio, se veía un vasto jardín que se extendía, en dirección al Nilo, hasta el embarcadero privado de la familia real. En las orillas, los jardineros cuidaban los arriates de flores.
Mahú había dejado a la princesa Akhesa en manos de un mayordomo que, tras haberse inclinado ante ella, la había conducido a las salas de invierno, provistas de un hogar redondo excavado en el suelo. Allí crepitaban algunas hogueras que caldeaban la atmósfera. El humo escapaba por pequeñas ventanas abiertas en el techo.
Akhesa fue introducida en un cuarto de baño donde la aguardaban dos jóvenes sirvientas desnudas, que despojaron a la princesa de la túnica mancillada. Luego la ayudaron a tenderse sobre una larga hilera de piedras calientes, en las cuales se había practicado unas regatas por donde corría el agua. La princesa la sentía deslizarse voluptuosamente por su cuerpo, mientras las sirvientas la lavaban con cuidado, borrando las injurias que la arena y el polvo habían infligido a su piel dorada. Akhesa disfrutó el infinito placer de ser bella y estar limpia. Se estremeció de satisfacción bajo el rocío de esencias perfumadas.
Levantada con delicadeza, la princesa se contempló en el espejo que le tendía una de las sirvientas, mientras su compañera disponía el peinado de Akhesa, retorciendo los mechones castaños antes de cubrirlos con una peluca de largas trenzas. La hija del rey fue vestida con una toga de lino transparente que dejaba adivinar los pezones rosados de su pecho y el oscuro vello de su sexo. Después le aplicaron una línea de maquillaje verde para subrayar la perfecta curva de sus cejas.
La puerta se abrió ante el mayordomo de palacio.
—Su Majestad os espera, princesa.
Akhesa siguió al servidor a través de un largo pasillo, bañado por una luz que se filtraba por innumerables aberturas. En el palacio del rey, como en toda la capital, los rayos del divino sol debían tener libre acceso. El mayordomo se detuvo ante la entrada del gabinete privado de Akenatón, donde nadie, salvo los miembros de la familia real, tenía derecho a penetrar.
Akhesa se recogió, inquieta. Desde hacía más de dos meses veía a su padre en contadas ocasiones. ¿Qué había sido de aquellos momentos de felicidad en los que la princesa, acompañada de sus hermanas, degustaba copiosas comidas servidas por sus propios padres, despreciando toda etiqueta, y circulaba libremente por el palacio, llenándolo de alegres gritos e inventando mil juegos? Akenatón y Nefertiti, desnudos, la tomaban en sus rodillas y le contaban divertidas historias. Sus padres habían suprimido el protocolo para llevar, en compañía de sus hijas, la más sencilla y apacible de las existencias familiares.
Y, de repente, todo había cambiado sin que le dieran la menor explicación. El faraón se había vuelto distante e inaccesible incluso para sus íntimos. Nefertiti se había encerrado en el silencio de su propio palacio, lejos de su esposo. La dulce y tranquila felicidad se había roto brutalmente. Ahora, todos vivían aislados. La riqueza y el bienestar habían perdido su gusto afrutado.
El mayordomo empujó la puerta de cedro del Líbano. Akhesa entró en el gabinete particular del faraón, una estancia casi vacía. Ninguna decoración en las paredes. Tan sólo una mesa de trabajo y una silla de ébano, que Akenatón había colocado ante una amplia ventana desde donde contemplaba los jardines inundados de sol.
El omnipotente soberano del Doble País era un hombre alto, muy delgado, de cráneo alargado y rostro demacrado. Unos salientes pómulos y unos ojos profundamente hundidos en las cuencas subrayaban el aspecto enfermizo de un ser que, años atrás, demostraba una soberbia que imponía respeto a todos.
Akhesa cerró silenciosamente la puerta a sus espaldas. Su padre ni siquiera parecía haber advertido su presencia. En la mesa había un rollo de papiro en el que, con su fina escritura, el rey había dibujado varias columnas de jeroglíficos. El comienzo de un himno al dios solar, al ser divino que ocupaba todos sus pensamientos.
La princesa dio algunos pasos, dividida entre el temor a interrumpir la meditación de su padre y el deseo de verle interesarse por ella. Luego se quedó inmóvil. Por fin, él volvió la cabeza y la descubrió. Akhesa se arrodilló y olisqueó el suelo ante el faraón, su señor, como correspondía a todo súbdito fiel a Su Majestad.
Akenatón levantó a su hija.
—No, tú no. Eres carne de mi carne. Mi sangre corre por tus venas.
—Padre, te ofrezco el respeto debido a un dios —objetó Akhesa con voz tierna, manteniendo la cabeza inclinada.
Akenatón sonrió.
—Para ser una niña, conoces bien la teología…
—Ya no soy una niña —protestó la muchacha—. Hace dos días que soy una mujer.
—¿Y por eso has huido sumiéndome en una horrible angustia? Querías demostrar que ya no necesitabas a nadie, ¿verdad? Ven a mi lado.
Akenatón se sentó de nuevo. Parecía agotado. Akhesa se acurrucó a sus pies. Su padre le fascinaba. Gracias a la llama brillante de su mirada, había conseguido imponer al país una nueva religión y una nueva capital, amordazar las ambiciones materiales de los sacerdotes tebanos y crear otra civilización. Por fatigada que estuviera su envoltura carnal, servía todavía de receptáculo a un formidable poder creador que Akhesa no había encontrado nunca en ningún otro ser. Y no había que olvidar su voz, con aquella dulce gravedad casi cantarina que sonaba como una melopea, encantando las almas y hechizándolas. Nadie resistía por mucho tiempo a la seducción de Akenatón.
No era un bello y hábil orador; a menudo tenía que buscar las palabras, adoptaba actitudes casi ajenas, vacilaba. Carecía de presencia, hacía mal papel comparado con la mayoría de sus leales. Y, sin embargo, de su persona emanaba un fluido mágico y tal capacidad de convicción, que convertía a los más reticentes a la espiritualidad solar, que él vivía con comunicativa intensidad.
Akenatón era un jefe de Estado. Gobernaba con sus propias armas, que eran las del espíritu, pero gobernaba efectivamente y con una mano cuya firmeza había asombrado a algunos cortesanos. Akhesa se sentía orgullosa de ser su hija. Daba gracias a Atón por haberle concedido tan extraordinario padre, el más fabuloso de los hombres que nunca hubieran pisado la tierra de Egipto.
—En realidad no he huido, padre. Tenía que abandonar las estancias de los hijos reales.
—Porque te has convertido en mujer…
Adivinaba sus pensamientos. La comprendía a la primera palabra. Leía en su alma.
—Mis ojos se han abierto. Sólo soy la tercera de tus hijas, pero, a mi modo, continuaré tu obra. Estoy segura de que mis hermanas mayores no han captado tu mensaje. Ignoran que nos encontramos en el umbral de un nuevo mundo, de un mundo que deberemos construir sin mirar al pasado.
El faraón no ocultó su asombro.
—Ésas son graves palabras en la boca de una joven de catorce años.
—¿Acaso no fue a esa edad cuando comenzaste a transformar tu entorno y a querer imponer tu voluntad?
—¿Te has vuelto impertinente?
Una sonrisa de Akhesa, levantando con falso temor los ojos hacia su padre, acabó con la naciente reprimenda.
—¿Por qué eres tan solitario, padre? ¡Necesito tanto tu presencia!
—Mi tarea es abrumadora, Akhesa. Hace ya más de doce años que, en mi reinado, me esfuerzo por la felicidad de mi pueblo. Hoy, Atón ilumina Egipto y esparce su luz por doquier. Pero las fuerzas de las tinieblas no han sido aniquiladas. En Tebas conspiran contra mí. Los sacerdotes de Amón no se dan por vencidos, sueñan con su pasado esplendor.
—Tebas… Nunca me has llevado allí. Algunos dicen que es la ciudad más hermosa del mundo.
—Tebas está entregada al comercio, a la riqueza, a la materialidad. La luz del espíritu está aquí, en nuestra ciudad del sol. De él depende la existencia de cada uno de los habitantes de este país, ya sea piedra, flor o ser humano. Tebas vive en el lujo y la opulencia, es el vientre de Egipto. En cambio, aquí vibra su conciencia. Nunca más volveremos a Tebas.
—Padre mío, quisiera pedirte un favor.
Akenatón frunció las cejas.
—Inquietante súplica, hija. ¿Seré capaz de satisfacerte?
—Toda palabra emitida por el faraón se convierte en realidad, porque el Verbo está en su boca.
La mirada del faraón expresó admiración.
—Decididamente has aprendido mucho, princesita.
—He aprendido, sobre todo, a no revolotear de flor en flor como una mariposa. De ese modo se pierden las ideas propias y se toman mil caminos sin seguir ninguno. ¡Me gustaría tanto formular mi petición!
Akhesa era la más testaruda de las hijas de Akenatón. No es que fuera caprichosa, pues sabía renunciar a los proyectos insensatos, pero estaba dotada de una firme voluntad para alcanzar los objetivos que se fijaba, y de los que nada ni nadie conseguía apartarla. Akenatón tenía en la cabeza las palabras y las imágenes que plasmaría en su papiro para cantar la gloria de Atón. Aquel imperioso trabajo le ocuparía muchos días, pero sabía que Akhesa no le dejaría en paz hasta que le hubiera escuchado. Empezaba a preguntarse si el verdadero motivo de su fuga no habría sido obtener esta entrevista.
Akhesa levantó hacia su padre unos ojos implorantes.
—Antaño —dijo—, te gustaba pasear por las calles de nuestra ciudad en tu gran carro dorado. La gente te veía pasar. Besabas a mamá en pleno mediodía, cuando Atón os envolvía con su luz.
Conmovido por el recuerdo de aquella escena, tan viva en él, Akenatón contempló cara a cara a su dios, Atón. Sus rayos no le abrasaban los ojos. Le regeneraban, le daban fuerzas para seguir viviendo y reinando. Nefertiti… La amaba como el primer día, a pesar de que ahora las obligaciones de su cargo le obligaban a actuar en solitario. ¡Cómo apreciaba aquellos paseos en carro! ¡Qué orgulloso se sentía mostrando a su entusiasta pueblo la tez clara de su joven reina, tan hermosa que hubiera podido dar celos al propio Atón!
—Puesto que soy mujer —prosiguió Akhesa—, quisiera que me llevaras en tu carro y que recorriéramos juntos la vía real.
Akenatón enmudeció. Akhesa, que percibió enseguida su turbación, se levantó, se apartó de su padre y esbozó uno de los pasos de danza que su madre le había enseñado.
—¿No soy acaso lo bastante bella, padre mío? ¿Es un deshonor para ti llevarme a tu lado? ¿Puede Atón reprochar a un rey que ame a su hija?
—No, pero es imposible…
Desde las villas de los nobles hasta los barrios obreros, la nueva se extendió con la velocidad del relámpago. Unos aprendices de carpintero fueron los primeros en ver a los policías que se habían instalado en sus atalayas, jalonando la vía real, para vigilar los movimientos de la muchedumbre. Era el indicio de que iba a producirse un acontecimiento excepcional, sin duda el paso de una alta personalidad dirigiéndose al palacio o al templo, tal vez la reina madre procedente de Tebas o un príncipe extranjero que traía tributos al faraón. Pero, en tal caso, los bateleros y los hombres encargados de descargar las mercancías en el muelle habrían avisado a los aguadores y a lo vendedores ambulantes.
Cuando Atón estuvo en lo más alto del cielo, toda la población de la ciudad del sol se había reunido a uno y otro lado de la vía real. Nobles, dignatarios y altos funcionarios habían abandonado villas y despachos para instalarse en los jardines colgantes, a la sombra de los árboles o las pérgolas. En las obras, el trabajo se había interrumpido. Las tiendas estaban vacías.
Cuando Nakhtmin, comandante de los carros, llevó a la entrada del gran palacio el carro de Estado chapado de electro, una aleación de oro y plata, un murmullo de asombro recorrió la muchedumbre. ¿Significaba aquello que Akenatón iba a reaparecer por fin, a salir del aislamiento y el silencio? Todos callaron, en espera de un milagro. No faltaba ni una sola personalidad importante. Horemheb, el poderoso general cuya inteligencia sólo era igualada por su refinamiento, permanecía en compañía de su esposa, dama Mut, en el centro de un grupo de oficiales; Ay, el «divino padre», considerado un sabio anciano, observaba la escena desde un balcón de piedra al lado de su esposa, la nodriza Ti.
Cuando Akhesa apareció en lo alto de la escalinata del palacio, su corazón se llenó de orgullo. La ciudad entera estaba a sus pies. Salía de las tinieblas para nacer al esplendor de Atón. En adelante, nadie dudaría de que la princesa Akhesa gozaba del favor del faraón.
El gozo de la joven duró poco. En cuanto apareció Akenatón, las miradas convergieron hacia él.
El faraón, tocado con la corona azul que casi se amoldaba a la forma de su cráneo, lucía una túnica de lino y calzaba sandalias blancas. Tomó a su hija de la mano, bajó rápidamente la escalinata y trepó con Akhesa a la plataforma del carro.
—Está lívido —dijo dama Mut a su esposo, el general Horemheb—. A mi entender, se encuentra gravemente enfermo.
Horemheb no respondió. Se limitó a mirar atentamente a Akenatón. Educado en la dura escuela de los escribas y colocado luego a la cabeza del ejército, cuyo comandante en jefe no era nunca un militar, Horemheb era, para muchos, el personaje más influyente del reino. ¿Acaso no se decía que era capaz de tomar el poder?
—El rey hace el ridículo exhibiéndose así con esa niña —insistió Mut.
—No debe hablarse así del Señor de las Dos Tierras —indicó Horemheb, severo.
Mut se ruborizó, confusa.
Se elevó un clamor. Una veintena de soldados avanzaban a paso ligero para abrir camino al carro. Los infantes, cuyos taparrabos les golpeaban los muslos al caminar, cantaban. Gritos de júbilo saludaron su paso, y crecieron todavía más cuando los dos caballos soberbiamente enjaezados, con la cabeza coronada por un penacho de plumas multicolores, iniciaron el trote. La alegría había invadido de nuevo la ciudad del sol. El faraón había reaparecido.
Akenatón sostenía las riendas con mano tranquila. Los dos caballos, Belleza Matinal y Belleza Vespertina, habían reconocido el puño de su amo. Akhesa sonrió a su padre. En aquel maravilloso mediodía, era la más envidiada de las mujeres.
El faraón se dirigía hacia el norte; una sombra de tristeza velaba su mirada. Al sur se hallaba la mansión y el templo donde oficiaba Nefertiti. Akhesa comprendió que no quería infligirle aquel espectáculo. Se prometió encontrar el modo de reconquistar a su madre. Ahora que había roto el círculo de silencio que rodeaba a su padre, se sentía capaz de ganar las más difíciles batallas.
Los obreros y los artesanos manifestaban con energía su contento. «Atón es nuestro Dios —gritaban—, él nos da la vida», «Akenatón es nuestro rey», «Akenatón nos transmite la luz de Atón». Sabían que la salida real se celebraría con un día de reposo, aumentando así el período festivo que sumaba más de tres meses al año.
Akhesa veía revivir a su padre. Los colores animaban el cansado rostro, casi anémico. El soplo vivificante de aquel mediodía de invierno hacía brotar en él insospechadas fuerzas.
—En este mismo carro festejé la fundación de mi ciudad —confió a su hija—. El sol brillaba en lo más alto del cielo. Marqué los límites del horizonte de Atón. El propio dios me indicó el emplazamiento de su ciudad. Levanté la mano al sol y ordené erigir un gran altar donde se llevó a cabo un gran sacrificio en su honor. Desde entonces, el rostro de la humanidad ha cambiado. La misma luz brilla para todos lo países. Su fuente está aquí, en este lugar sagrado para siempre. Luego di nombre a los templos para que el Verbo guiara la mano de los constructores. Resucité así Heliópolis, la primera ciudad santa, la que surgió de las aguas al comienzo de los tiempos. ¿Comprendes, princesa? Y hoy, tú, mi hija Akhesa, estás aquí, a mi lado, como una reina…
Las palabras del faraón helaron la sangre de Akhesa. ¿Ella una reina? ¿Por qué hablaba así? La gran esposa real era Nefertiti; la segunda esposa, una siria casada diplomáticamente con el rey para sellar un tratado de paz y que vivía en una estancia del palacio de donde apenas salía. Akhesa se sentía tanto más turbada cuanto que conocía el título preferido de su padre, «el mayor de todos los videntes». Akenatón descubría los caminos de lo invisible. Pasado, presente y futuro eran en su pensamiento como un sólo instante. Creaba la realidad. Al hablarle así, ¿no estaría desvelándole su destino?
El carro pasaba ante el gran templo. El entusiasmo popular aumentaba sin descanso. A los soldados les costaba apartar a los curiosos para abrir paso al faraón y a su hija.
—Fue un acierto hacerme esta súplica, Akhesa. Este paseo es el acto de gobierno más importante que he llevado a cabo desde hace muchos meses. Servirá para ensanchar los corazones y orientarlos de nuevo hacia Atón.
Akhesa no había pensado en elaborar ninguna estrategia. Sin embargo, acababa de recibir su primera lección de adulto y advirtió, no sin gran placer, que su impulso había favorecido la causa del faraón. ¿Tal vez fuera eso signo de que su naturaleza se asemejaba a la del faraón y de que servir a las Dos Tierras pronto sería su único ideal? Aunque se tratara de algo imposible, no pudo evitar conservar esa visión en lo más hondo de sí misma. Reina… Su padre había pronunciado ese título terrorífico y sublime.
El carro estaba llegando al final del barrio norte. Más allá, se abría el terreno en obras donde los policías habían encontrado a Akhesa. El paseo pronto habría terminado. Era preciso dar media vuelta y regresar a palacio.
Akhesa se negó a ceñirse al protocolo. ¿Acaso no había obtenido el derecho a moldear su destino? Con gesto brusco, se apoderó de las riendas, hizo que se encabritaran ambos caballos y los lanzó al galope excitándolos con la voz, como se lo había visto hacer, tantas veces, a los oficiales de carros.
El faraón no perdió la calma. El carro dejó atrás la columna de infantes que lo precedía, y éstos se apartaron para no ser derribados.
—¡Los caballos se han desbocado! —gritó uno de ellos—. ¡Hay que detenerlos!
Pese a la confusión, los jinetes de Horemheb saltaron sobre sus monturas, al tiempo que algunos arqueros subían a los carros de guerra y se lanzaban tras el faraón y su hija. La inquietud sucedía a la alegría.
—¿Por qué actúas así? —preguntó Akenatón contemplando la cadena de montañas envuelta en una luz azulada.
—¡Para ir más lejos, padre! El mundo entero te pertenece.
—Las piedras del desierto son peligrosas para las ruedas de los carros, sobre todo a esta velocidad.
Aunque su padre no había levantado la voz, Akhesa tomó conciencia de su imprudencia. Intentó contener a los caballos, pero lo hizo con tanta torpeza que los excitó más aún. El carro penetró en el desierto, abandonando el camino trazado por los obreros.
Precisamente cuando el rey se hacía de nuevo con las riendas, chocó violentamente con un bloque calcáreo. El vehículo perdió el equilibrio, corrió inclinado durante unos segundos, y luego volcó en la arena y las rocas mientras ambos caballos, liberados, galopaban hacia la montaña.
Mahú, el jefe de la policía, y el comandante Nakhtmin fueron los primeros en llegar al lugar del drama. Algunos jinetes se lanzaron tras las huellas de Belleza Matinal y Belleza Vespertina para devolverlas a las caballerizas reales.
El carro de Estado había caído de lado. Akenatón estaba de pie, sano y salvo. Akhesa se encontraba tendida en el suelo, algo más lejos. Mahú se inclinó respetuosamente ante el faraón.
—¡Atón os ha protegido, Majestad!
—¿De qué te asombras, Mahú? Que se ocupen de mi hija.
—No es grave —anunció alegremente Nakhtmin, tomando a la joven princesa en sus brazos—. Ya vuelve en sí. Un simple arañazo en la frente.
Aunque la cabeza le daba vueltas, Akhesa logró levantarse. Se aproximó a su padre y se arrodilló en la fina arena del desierto.
—Perdonadme, padre. He actuado con ligereza.
—Atón te ha guiado —indicó el rey, hablando para los soldados y los policías que le rodeaban—. Has demostrado que su servidor y su profeta, el faraón, está protegido de todo peligro.