Una vez la pesada puerta se hubo cerrado tras ellos, Tutankatón y Akhesa penetraron en el inmenso templo, guiados por un maestro de ceremonias.
Akhesa descubría con estupor los dominios de Amón-Ra, señor de los dioses, dispensador de dones y de poder. Había oído hablar cien veces de aquella sagrada obra inaugurada varios siglos antes y a la que cada faraón consagraba inmensos esfuerzos para embellecerla. Tutmosis III el Conquistador, Tutmosis IV, el protegido de la esfinge, y Amenofis III el Magnífico habían construido columnatas y pilones, abierto pasajes y erigido colosos, desarrollando sin cesar el inmenso cuerpo de piedra donde se celebraban cotidianamente los ritos que aseguraban la prosperidad del Imperio. Karnak llegaba, en efecto, a la altura del cielo, como afirmaban los teólogos. Akhesa se sintió transportada, como arrebatada de la tierra. Los porches recubiertos de oro la deslumbraron. La viva mirada de las estatuas la atravesó hasta el alma. Por doquier, el oro, la turquesa, el lapislázuli y toda clase de piedras preciosas realzaban el esplendor de los numerosos edificios que componían aquella ciudad santa a imagen del universo.
Ambos jóvenes se detuvieron ante una gran puerta doble recubierta de oro. El umbral era de plata. Varias docenas de sacerdotes, formados en dos hileras, rodeaban a Tutankatón y a Akhesa, tan conmovido el uno como la otra, y ambos un tanto asustados por la gravedad de la ceremonia. El adolescente había olvidado de pronto su ingenua felicidad, comenzando a percibir que su futura función amenazaba con resultar mucho más pesada de lo que había imaginado.
El Primer Profeta apareció, llevando un largo bastón dorado en la mano derecha, y un brazalete de oro en la muñeca izquierda. Su altura y su natural autoridad impusieron un silencio absoluto.
Un sacerdote que empuñaba un cuchillo bien afilado cuya hoja brillaba, se colocó detrás de Tutankatón. Con un gesto brusco y preciso, asió el mechón de cabellos que el adolescente llevaba a un lado y lo cortó. Le liberaba así de la infancia. El mechón fue colocado en un cofre, que sería cuidadosamente conservado en el tesoro real.
Tutankatón se estremeció. No había sentido el menor dolor, pero un terrible sufrimiento que invadió su mente estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento. Un mundo de lujo, de fiestas y placer se derrumbaba, dando paso a la austeridad del templo que exigía de él un compromiso sobrehumano.
—Atón es quien da la realeza —declaró el Primer Profeta—, quien mantiene intacto el trono de los vivos donde el faraón se sienta. Dios es quien guía el pensamiento de su hijo para darle la victoria sobre sus enemigos visibles e invisibles. Amón convierte al faraón en el pastor de su pueblo, el buen pastor que no extravía ninguna de sus ovejas. Amón enseña a su hijo el camino de Maat, de la verdad que los hombres no pueden apagar. ¿Quién eres tú, que así te presentas ante la puerta del templo cubierto?
—Soy el hijo del Señor —respondió Tutankatón, repitiendo las palabras que le habían enseñado la víspera—. Actuaré según sus directrices y llevaré a cabo lo que agrada a su corazón. Gracias a su fuerza uniré las Dos Tierras. Gracias a su poder ejerceré la función con la que me ha investido.
—Puesto que eres el fiel hijo de Amón, recibe hoy tu nombre visible —proclamó el Primer Profeta, con voz tan grave y profunda que todos los participantes contuvieron el aliento.
Akhesa rogó por su joven esposo, sintiendo que estaba a punto de desfallecer. Intentó comunicarle la energía que la habitaba. Era necesario que lograra superar las pruebas de la investidura faraónica que le convertiría en un rey-dios.
El malestar del adolescente no había escapado al Primer Profeta. Habría podido poner fin a su frágil existencia arrojando sobre él la cólera de los dioses. Pero el destino del Imperio pasaba por el reinado de aquel ser inconsistente, tan poco preparado para el ejercicio del poder.
El sacerdote extendió ante él los brazos, abrió las manos y magnetizó al muchacho hasta que fue capaz de nuevo de soportar su rango.
—En adelante, te llamarás Tutankamón —anunció el Primer Profeta—. Él contiene el secreto de tu ser, que será inscrito en los Anales y seguirá viviendo más allá de la muerte.
Todos comprendieron que Egipto vivía un cambio en su historia. Akhesa se mordió los labios para no gritar de despecho. Pero, aunque el combate pareciera perdido de antemano, aunque pareciera abrumada por la eternidad de Karnak, no se consideraba vencida todavía.
Haciendo una señal con la cabeza, el Primer Profeta ordenó a los sacerdotes que abrieran la doble gran puerta del templo cubierto.
Allí sólo penetraba una luz difusa, filtrada por ventanas en forma de rejas de piedra. En el centro de una antecámara con estatuas del faraón Amenofis III, vieron una mesa de piedra donde se habían depositado ofrendas de alimentos. A uno y otro lado permanecían el general Horemheb y el «divino padre» Ay, vestidos con una piel de leopardo cubierta de estrellas. Eran los encargados de atribuir al futuro rey años sin fin y un inagotable alimento celeste.
El maestro de ceremonias introdujo en la antecámara a la joven pareja. El acceso al templo cubierto fue cerrado de nuevo. Acostumbrándose a la penumbra, Akhesa distinguió, en una esquina de la estancia, una estela donde se veía a Tutankamón adorando a Amón-Ra, señor de Tebas. Los sacerdotes no habían perdido un solo instante. Los escultores trabajaban sin descanso tras el anuncio de la muerte de Akenatón.
—Ha llegado la hora de purificaros —indicó el Primer Profeta.
El «divino padre» abrió camino a Tutankamón, Horemheb y Akhesa. Les condujeron hasta una habitación minúscula, casi por completo a oscuras. Les pidieron que se desnudaran, se sentaran en un bloque de granito y aguardaran hasta que vinieran a buscarles tras un silencioso ayuno de un día y una noche.
Aquel forzado descanso permitió al adolescente recuperar el aliento, y aceptar mejor la implacable sucesión de acontecimientos que orientaban su existencia en una dirección que no había deseado ni elegido. ¿No era mejor abandonarse, renunciar, dejarse arrastrar por la corriente del destino como si nadara en el Nilo? Agotado y sumiso, Tutankamón se durmió.
Akhesa no lograba conciliar el sueño, tan turbada se había sentido por los pocos instantes pasados en compañía de Horemheb. Por el modo en que él le había dado la mano, por la forma en que sus ojos habían hablado en un lenguaje mudo, ella había percibido en su carne que aquel hombre la deseaba y que nunca renunciaría a poseerla. Se reprochaba aquella atracción, cuando debía todo su afecto a un marido frágil que pronto tendría a su cargo el mayor reino del mundo. Pero Akhesa se negaba a mentirse a sí misma. Sentía una ternura sin límites por Tutankamón. Amaba a Horemheb.
Otro amor más intenso, más vasto, llenaba su corazón: el del Egipto que su padre había deseado, el de un país de luz donde los rayos de Atón no habrían encontrado muralla alguna y donde la maldad de los sacerdotes habría desaparecido por fin. Se había ofrecido a aquel amor y nada le haría cambiar su decisión. Para permanecer fiel a él y llevar a buen término la misión que Akenatón le había confiado, no tenía otro medio que ayudar a Tutankamón a convertirse en un auténtico faraón. Ella debería convencerle de que actuara contra el Primer Profeta y se liberara de la tutela de los sacerdotes de Karnak.
Durante aquella noche de meditación, Akhesa se forjó un alma de reina. Prisionera de Karnak, tomó la energía sagrada que emanaba de aquellos muros, donde las ilustres mujeres que la habían precedido habían sufrido la misma prueba antes de acceder al trono. Se impregnó de aquel glorioso pasado, de los invisibles rastros de las personalidades femeninas que habían generado la gloria de Tebas. Akhesa sintió crecer en ella una nueva fuerza. Unía dos naturalezas irreconciliables en apariencia, la de hija de Akenatón, heredera de la ciudad de la luz, y la de una reina tebana que se había vuelto fiel a Amón. A ella le correspondía asumir lo imposible, vivir aquella conciliación de contrarios para que su país no perdiera la luz revelada por Atón y no sufriera atroces trastornos interiores, cuyas primeras víctimas serían los humildes. No tenía ya el menor deseo de convertirse en reina, de satisfacer un sueño de niña ambiciosa que se creía superior al resto de la humanidad. Horemheb, Ay, el Primer Profeta, Maya, Hanis, Huy, aquellos hombres valían más que ella por su talento, su inteligencia o su experiencia. Tenía que observarles, comprenderles, averiguar los secretos de su influencia. Sólo entonces sería capaz de vivir su destino real.
Cuando un sacerdote fue a buscarla, la joven, pese a no haber dormido, tenía el rostro reposado y sereno. El hombre, un viejo calvo y casi desdentado, le tendió un paño blanco que ella se ciñó a la cintura. Era el vestido tradicional de los soberanos desde la edad de las pirámides.
En el templo cubierto, el tiempo ya no existía. Tal vez fuera el alba, pero a Akhesa no le preocupaba. Siguió al sacerdote por un estrecho pasillo iluminado por antorchas y llegó a una sala inundada de vapores cálidos y húmedos donde le aguardaba Tutankamón, vestido también con el paño tradicional. El anciano los colocó hombro contra hombro, y les pidió que permanecieran inmóviles y guardaran silencio.
Entre la cortina de vapor surgieron dos sacerdotes. Uno de ellos llevaba la máscara de Horus, el dios halcón, y el otro la del chacal Anubis. El primero se colocó junto a Tutankamón, y el segundo al lado de Akhesa. Levantaron por encima de sus cabezas dos aguamaniles de plata de los que fluyó el agua de la regeneración, preparada por los magos de la Casa de la Vida. El agua cayó sobre el occipucio de ambos jóvenes, y resbaló por sus mejillas, su cuello, su pecho y su espalda. De aquel modo eran purificados por el dios Horus, protector de la realeza, y Anubis, guardián de los caminos del otro mundo.
Akhesa sonrió a Tutankamón, cuya inquietud percibía. Los ojos del joven, transidos de amor, leyeron tal confianza en los de su esposa que se sintió tranquilizado. Puesto que ella permanecía a su lado, sería capaz de llegar hasta el fin del camino ritual que le imponían.
Dos nuevos sacerdotes, llevando esta vez las máscaras de Toht, el ibis, y de Seth, el cánido de grueso hocico y grandes orejas, se acercaron a la pareja real. El primero se situó tras ellos, y el segundo delante, derramando sobre su cabeza el contenido de un aguamanil de oro. Con los otros dos dioses, simbolizaban los cuatro puntos cardinales, hitos del universo en el que reinaban el faraón y la gran esposa real.
—Por el agua de la vida —dijo el anciano con voz firme—, la naturaleza humana se transforma en naturaleza divina.
Akhesa experimentó una extraña sensación en lo más profundo de su ser. Un fuego suave despertaba en ella, como un sol de ocaso que doraba la piel sin abrasarla. El agua perfumada que había corrido por todo su cuerpo la recubría de inmaterial claridad, de una especie de oro líquido que divinizaba la carne. La mirada del propio Tutankamón se había modificado. Las virtudes del líquido mágico de la purificación, practicada con cada faraón desde el alba de la historia egipcia, le comunicaban una forma de vida de origen celestial.
Los celebrantes de máscaras divinas depositaron los aguamaniles en las cuatro esquinas de la estancia. Horus y Seth tomaron por las manos a Tutankamón, introduciéndole en una sala cuyo centro era iluminado por intensos rayos de luz que entraban por unas pequeñas aberturas practicadas en el techo. Akhesa se unió a él, acompañada por Anubis y Toht.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la deslumbradora claridad concentrada en el altar, advirtieron la presencia de una barca, el arca sagrada de Amón, cuyos extremos se alzaban, adornados con una cabeza de carnero. La cabina de la barca, oculta por un velo blanco, contenía la estatua del dios. En la proa, una figurita representaba al faraón manejando el gobernalle.
El Primer Profeta salió de la penumbra.
—Amón está siempre oculto —dijo—. Él es el padre y la madre de los seres. Que él abra la vía hacia la mansión del rey.
El Primer Profeta se puso a la cabeza de la procesión, formada por los cuatro dioses, la pareja real y el viejo sacerdote que cerraba la marcha. Atravesaron un patio donde habían sido erigidos dos gigantescos obeliscos. Akhesa quedó deslumbrada por la increíble magnificencia del lugar, la hermosa piedra blanca de gres, el granito rojo y negro, el sol de oro y de plata, las puertas de oro fino de las capillas, y sus batientes de madera de cedro y cobre de Asia.
—Hemos llegado a la morada de la luz donde el faraón será coronado —indicó el Primer Profeta—. Este templo es semejante al universo. Aquí se halla el lugar de beatitud del Señor de los Dioses.
Se inició una larga peregrinación de varias horas. Seguido de Akhesa, Tutankamón penetró en una sucesión de capillas en cuyo interior se habían situado sacerdotes y sacerdotisas con los rostros ocultos tras máscaras de dioses y diosas. Cada poder creador le revelaba su mensaje, moldeando progresivamente el ser sobrenatural del faraón.
Gracias al agua de la purificación, Tutankamón no sentía la fatiga. Cuando salió de la morada de la llama donde le había sido transmitido el alimento primordial de la realeza, se encontró frente a frente con el Primer Profeta.
—Amón te ofrece la vida, la estabilidad y la fuerza —declaró, poniendo sobre su cabeza la corona roja y la corona blanca, que simbolizaban el Bajo y el Alto Egipto.
«Las dos poderosas» formaban una entidad viviente que protegería al faraón de las influencias nocivas. Su peso estuvo a punto de arrancar un gemido al adolescente. El Primer Profeta lo magnetizó de nuevo, aliviando enseguida el dolor infligido a su nuca. Luego, anudó una cinta alrededor de su frente, significando así que, en adelante, su pensamiento se confundiría con el de los dioses.
El Primer Profeta se arrodilló ante el faraón y calzó sus pies con unas sandalias blancas, en cuyas suelas aparecía la imagen de los enemigos atados y sometidos para siempre a la autoridad del rey de Egipto. Luego, el jefe de los sacerdotes de Karnak se levantó y sujetó al cinturón de la túnica una cola de toro, en la que se incorporaba el poder inalterable del ka, que sobreviviría a la desaparición de la envoltura carnal.
El nuevo rey ya estaba equipado para llevar a cabo el ascenso hacia una capilla sumida en las tinieblas. El Primer Profeta no entró en ella. Akhesa permaneció en el umbral. Una gran naos de granito rosa llenaba casi la estancia. Una luz mineral parecía brotar del monumento. El adolescente avanzó, deteniéndose ante una estatua de Amón tocada con la corona de dos grandes plumas. Con la espalda vuelta a la efigie del dios, el nuevo rey se arrodilló espontáneamente.
De pronto, una mano fría, una mano de piedra se posó en su nuca. El brazo de Amón se había movido, el propio dios confirmaba la coronación de Tutankamón.
Éste creyó que iba a morir de arrobo. Precisó un valor sobrehumano para no levantarse y salir huyendo. Sin embargo, sintió la benevolente mirada de Akhesa y logró dominar su miedo. Poco a poco, la mano de piedra se hizo más suave y la frialdad desapareció. El adolescente sintió el mismo calor maravilloso que cuando el Primer Profeta lo magnetizaba.
El brazo de Amón se retiró, y la estatua regresó a su aparente inmovilidad. Tutankamón se levantó. Se había convertido en rey-dios, en imagen viva de Amón en la tierra, señor de las incesantes transformaciones de la vida. Cuando salió de la capilla, el Primer Profeta le entregó dos cetros, que cruzó sobre su pecho, y lo condujo hasta el fondo del templo. Allí, en el santuario de oriente, el nuevo faraón vio abrirse ante sí las puertas del cielo y contempló la faz del dios. Recitó por primera vez las formas rituales del culto, tras haber recibido el rollo del libro divino.
Luego, Tutankamón y Akhesa volvieron hacia atrás, al eje del gran templo. Tras ellos se formó la corte de las divinidades, manifestadas por los sacerdotes enmascarados. Se les unieron sus colegas de cráneo rasurado. En la sala de las fiestas se habían reunido los grandes dignatarios, impacientes por saber si el adolescente había superado las pruebas.
Cuando lo vieron, vacilando bajo la doble corona pero sujetando firmemente los cetros, le aclamaron, gritando su nombre. Así era definitivamente reconocido como rey. Los gritos de alegría que se escucharon en el exterior del edificio, anunciaron el nacimiento ritual del monarca. La buena nueva corrió de boca en boca de los sacerdotes y pronto atrajo a la inmensa muchedumbre reunida en el atrio, dando la señal para un festejo popular que duraría varios días. Egipto tenía un rey, Egipto estaba salvado.
El Primer Profeta se volvió hacia Akhesa, que se mantenía algo retirada con respecto a su esposo. Por indicación del pontífice, dio un paso hacia adelante, colocándose a la altura del faraón.
El señor de Karnak rodeó su cuello con un collar de varias hileras de perlas y le ciñó la frente con la diadema del uraeus, la cobra hembra cuya cabeza se erguía para arrojar fuego contra obstáculos y enemigos.
—Eres la gran hechicera —declaró el Primer Profeta—, la que goza de todos los favores y guarda la legitimidad del trono, la más encantadora de las mujeres, dulce de amor, la soberana del Alto y el Bajo Egipto, la gran esposa real.
Le entregó una vasija de plata en forma de granada, cuya panza estaba decorada con acianos y lises cincelados con extrema finura.
—Recibe esta vasija sagrada que contiene el agua de la resurrección. La conservarás como tu más preciado bien. Tu nombre de reina será «La que vive por Amón», y ayudarás al soberano del Doble País a pasar su vida creando las imágenes de los dioses.
Nuevas aclamaciones saludaron esta declaración. Tutankamón y Akhesa, graves, se cogieron de la mano. El adolescente estaba aturdido por el torbellino que acababa de atravesar. Sentía confusamente que su infancia había muerto y que le obligaban a renunciar a toda libertad.
Cuando la pareja real, de pie en su carro laminado de oro y electro, recorrió el centro de Tebas saludada por miles de voces entusiastas, Tutankamón comenzó a sonreír. La veneración que le mostraban le colmaba de satisfacción. ¡Rey de Egipto! Era rey de Egipto, el hombre más poderoso de la tierra. Recibió los homenajes demostrando su contento. A su lado, la gran esposa real permanecía extrañamente tranquila.