18

El luto nacional se decretó el mismo día del fallecimiento del faraón. Unos velos oscurecieron las ventanas de palacio. Los templos fueron cerrados y se interrumpió la celebración de los cultos. Los altos dignatarios se dejaron crecer la barba. En las ricas mansiones, al igual que en las más pobres, hombres y mujeres se mantuvieron postrados, con la cabeza entre las rodillas.

Con la muerte de un rey, se abría un período terrorífico durante el que las fuerzas del mal podían invadir Egipto y destruirlo. Mientras un nuevo faraón no hubiera sido coronado, el país corría el más grave de los peligros. Por ello, la capital se había encerrado en un temeroso silencio, a la espera de las decisiones que determinarían el destino del imperio.

El cadáver de Akenatón sólo había sufrido una sumaria momificación. Lo único importante era la iluminación de su alma por los rayos de Atón, que, con mano fraterna, se la había llevado al centro del disco solar.

Akhesa, reconocida como guardiana de la legitimidad, presidió, al día siguiente del óbito, un consejo al que asistieron altos dignatarios de la ciudad del sol. Se decidió enviar mensajeros a todas las capitales regionales. Jefes de provincia, administradores, escribas, sacerdotes eran los encargados de anunciar a la población la noticia de la muerte de Akenatón. La princesa se comprometió a consultar, en muy breve plazo, a las personalidades influyentes del Estado y a proclamar con tanta rapidez como fuera posible el nombre del nuevo rey.

Agotada por largas horas de entrevista con ministros sarcásticos, fieles a la causa de Horemheb, Akhesa descansaba un poco en la terraza donde había visto morir a su padre. Se dejaba acariciar por el sol poniente, con las manos crispadas sobre su vientre. Sin duda hubiera debido mostrarse más razonable, gastar menos energía, preocuparse más por su salud de futura madre… Pero los acontecimientos habían decidido lo contrario. Aquello en lo que tanto había soñado, ser la responsable de la suerte de Egipto, se había producido de un modo brutal y no le causaba la alegría que había esperado. La carga era pesada, y no podía contar con la ayuda de Tutankatón, pues el muchacho sólo pensaba en el amor. Las horas pasadas en brazos de Akhesa y el futuro nacimiento de su hijo le colmaban de perfecta felicidad. Había intentado hablar con él de los asuntos del reino, pero se había negado obstinadamente, prefiriendo acariciarla o divertirse con los juguetes que regalaría a su hijo.

Akhesa tenía que aceptar la soledad y desconfiar tanto de los aliados como de sus adversarios. Ninguna muralla la protegía ahora. Desaparecidos su padre y su madre, errando todavía su marido por los maravillosos senderos de la infancia, no disponía de un confidente que pudiera aconsejarla o ilustrarla. Sólo debía confiar en su intuición, sin poder permitirse el menor error. Su primer paso en falso sería inmediatamente aprovechado por los chacales que merodeaban alrededor del trono.

La sirvienta nubia le anunció la visita del «divino padre» Ay. Oponerse a la voluntad del cortesano más astuto e influyente no le asustaba. Pero era necesario conocerla de modo preciso y saber en qué campo estaba hoy.

El «divino padre» no estaba solo. A su lado se hallaba su hijo, el comandante Nakhtmin.

Akhesa les ofreció leche fresca y pasteles de miel. Nakhtmin lo rechazó. El «divino padre», goloso, aceptó. Mientras los degustaba, la nubia le daba masajes en los pies, arrancándole algunos suspiros de satisfacción. Tras haber encendido varias lámparas, que difundían una luz suave, la sirvienta salió de la estancia.

—Habéis escuchado ya a muchos dignatarios —comenzó el «divino padre»— y habéis tenido tiempo de formaros una opinión.

Nakhtmin, molesto en su equipo de soldado, con la espada al cinto, no apartaba los ojos de la princesa Akhesa, elegantemente apoyada en el alféizar de piedra de una ventana. Su vestido plisado, anudado bajo los pechos, ponía de relieve las admirables curvas de su cuerpo. Cuanto más mujer se hacía, más se parecía a su madre Nefertiti.

—Todos son partidarios del general Horemheb —dijo sin animosidad—. Lo demás carece de importancia.

—Todos… Exageráis, Majestad. Yo no estoy entre ellos.

—Tampoco yo —afirmó orgullosamente Nakhtmin—. Como mi padre, apoyo a Tutankatón. Él es quien debe reinar.

Akhesa les sonrió.

—Gracias por vuestra ayuda. Tampoco yo renunciaré. Pero ¿cómo puede Tutankatón imponerse a Horemheb?

—Evitando una guerra civil —opinó Ay—. Vos tomaréis las decisiones y él aparecerá en público. Tutankatón es sólo un niño, pero es el candidato de los sacerdotes de Tebas… y el vuestro. Si le consideráis digno de reinar, será el rey legítimo. Mi hijo os proporcionará el apoyo de una parte del ejército. Horemheb no se atreverá a intentar un golpe de fuerza. No está en su naturaleza. Siente un respeto innato por la ley y el orden. Tomad plena conciencia de vuestro papel, Majestad. Ningún faraón podrá ser coronado sin vuestro consentimiento.

Akhesa no se engañaba. Ay deseaba seguir gobernando en la sombra y manipulando a una pareja de jóvenes sin experiencia. Su hijo Nakhtmin esperaba obtener la jefatura del ejército en lugar de Horemheb. Poco importaba que fueran o no sinceros con ella. Sus ambiciones le servirían. Más tarde, sin duda, tendría que hacerles frente. Ella debería prever el conflicto para salir victoriosa de él.

Akhesa paseaba sola por el jardín donde Akenatón había pasado horas meditando, estrechando a Nefertiti en sus brazos, jugando con sus hijas en las avenidas cuidadosamente trazadas entre los arriates de flores. Su vientre seguía dolorido. No había tenido tiempo de consultar al ginecólogo. Su último visitante había sido el embajador Hanis. Se había mostrado mucho menos tranquilizador que el «divino padre» Ay sobre el porvenir del príncipe Tutankatón. La posición de Horemheb le parecía lo bastante fuerte como para no aceptar compromiso alguno y obligar a la princesa a doblegarse ante sus puntos de vista. Ella misma se sentía, ahora, mucho más vacilante. Mañana debería pronunciar ante el gran consejo el nombre del futuro faraón. Elegir a Horemheb era devolver a Egipto todo su esplendor, instalar en el trono a un verdadero jefe de Estado. Era también condenar a Tutankatón a la reclusión, al exilio o a algo peor todavía. Pero ¿acaso la primera exigencia no era evitar un conflicto entre egipcios? Cansada, sintiendo un zumbido en las sienes, Akhesa se sentó al pie de una acacia, deseando gozar del frescor de su sombra.

—No os mováis y no os deis la vuelta —ordenó a su espalda una voz grave—. Tengo que hablaros.

—¿Por qué no habéis solicitado audiencia? —se extrañó.

—No me habríais recibido.

Aquella voz… Akhesa la conocía. Sólo su cansancio le impedía reunir sus recuerdos e identificarla.

—Hablo en nombre de los obreros y los artesanos, en nombre de los humildes a quienes tan poco frecuentáis y que tan mal conocéis.

—Os prohíbo que…

—No me interrumpáis, princesa. Tengo prisa. He burlado la vigilancia de los guardas para entrar en este jardín y puedo ser detenido en cualquier momento.

—Si yo lo ordeno.

—No tengo confianza alguna en vos. Sois ambiciosa y orgullosa. Pero la suerte de nuestro país está ahora en vuestras manos. La gente humilde ha sufrido bajo el reinado de vuestro padre. Elegid al príncipe Tutankatón como faraón. Deseamos que sea él quien reine.

Por fin le había reconocido… Era la voz del escultor Maya, de aquel hombre rugoso, de impresionante potencia, que tan mal le había recibido en su taller y que seguía detestándola. Maya, que tenía el oído del pueblo.

—¿Por qué apoyáis a mi esposo?

—Porque me dio de comer cuando tenía hambre. El dueño de mi taller me había despedido porque no nos entendíamos. Mi mujer estaba enferma. Yo tenía que alimentar a mis hijos. Me vi obligado a mendigar pan, a tender la mano. El pequeño príncipe Tutankatón pasó en su silla de mano. Me vio, a mí, un infeliz al borde del camino, y se detuvo. Era sólo un niño de cinco años, pero su mirada era la bondad personificada. Me preguntó si tenía un oficio. Le respondí la verdad. Entonces, llamó a uno de sus servidores para que me condujeran a los talleres del palacio de la reina madre. Encontré allí a los mayores escultores. Trabajé noche y día para aprender el oficio. Desde entonces, nunca he vuelto a pasar hambre. Tengo una deuda con Tutankatón y estoy decidido a pagarla. Quien intente perjudicarle me encontrará en su camino.

—No cederé ante ninguna amenaza —repuso Akhesa—. Pero os agradezco vuestras confidencias.

—Me voy, princesa. Tened muy en cuenta mis advertencias.

El hombre se levantó, abandonando el refugio del árbol. La voz de Akhesa le detuvo.

—Seguiré los dictados de mi corazón —dijo Akhesa sin volverse—. Así lo quieren los sabios.

Al salir del cerrado jardín, sin ser visto por los guardas, el escultor, dividido entre el temor y la admiración, veía fortalecida su certidumbre. Egipto debía temer a aquella muchacha en exceso inteligente.

Al pie del trono vacío se había instalado un sitial de alto respaldo en el que se sentaría la princesa Akhesa, asumiendo las funciones de primogénita del faraón y guardiana de la legitimidad.

Los cortesanos habían llenado la gran sala donde, en vida, Akenatón había reunido a sus consejeros y recibido a los embajadores extranjeros. Los rostros eran graves. A algunos dignatarios les costaba disimular su hostilidad hacia aquella adolescente con cuerpo de mujer, cuyas palabras tenían la fuerza de la decisión.

El «divino padre» Ay y su esposa permanecían casi invisibles, tapados por una columna. Horemheb estaba en primera fila, delante de los ministros. Su esposa Mut se hallaba a la cabeza de las damas de la corte, vestidas de blanco y tocadas con pesadas pelucas trenzadas. Junto a la entrada, el comandante Nakhtmin y el intendente Huy destacaban entre los oficiales superiores. El embajador Hanis estaba cerca del trono, como jefe provisional de la diplomacia egipcia. El príncipe Tutankatón se hallaba junto a los más altos dignatarios religiosos de la ciudad del sol. Ni Semenkh ni su ex esposa Meritatón habían sido autorizados a salir del recinto de los distintos santuarios donde vivían recluidos.

Los murmullos recorrían la concurrencia. Se especulaba con el nombre del futuro faraón. Todos intentaban leer en el enigmático rostro del general Horemheb, que parecía casi indiferente.

Un absoluto silencio reinó cuando la princesa, precedida por un maestro de ceremonias que golpeaba rítmicamente el embaldosado con la punta de su largo bastón, hizo su entrada en la sala del trono.

Su extraordinaria belleza conmovió los corazones más endurecidos. Delicadamente maquillada, con las cejas subrayadas de verde y los pómulos ligeramente enrojecidos, avanzaba a mesurados pasos con el innato porte de una reina. Durante su recorrido hacia el sitial que le estaba reservado, incluso sus más encarnizados adversarios se sintieron subyugados, cayendo bajo el encanto de una mujer que utilizaba su juventud como un hechizo mágico.

Cuando se sentó con un gesto de suprema elegancia, los cortesanos inclinaron la cabeza.

Un ritualista calvo se adelantó, desenrollando un papiro a la altura de su rostro. Era un hombre de edad avanzada, pero su poderosa voz llenó todo el espacio, pensado por el arquitecto para amplificar las vibraciones sonoras.

—En nombre del dios Atón y por la gracia de la luz divina que hace vivir a los seres, la princesa Akhesa, guardiana del trono, ha reunido a la corte del faraón. Recogeos e inclinaos ante la potencia creadora.

Akhesa levantó las manos sobre su cabeza, formando el gesto del ka, que atraía hacia la tierra la inagotable energía del cielo. Se sintió investida de pronto por un poder fulgurante. Prolongó aquel momento, experimentando una nueva embriaguez, una exaltación cuya intensidad le sorprendió. Por fin, bajó los brazos. El ritualista prosiguió su lectura.

—¡Qué Atón sea benevolente e inspire el pensamiento de la princesa Akhesa! ¡Qué…!

Se interrumpió. Al fondo de la sala del trono, junto a la puerta de entrada, se estaba produciendo un inquietante tumulto. Un arquero de la guardia personal de Nakhtmin salió de entre la muchedumbre de cortesanos y corrió hacia Akhesa.

—Majestad —declaró—, una delegación de sacerdotes venidos de Tebas desea ser recibida y asistir a la audiencia.

Se elevaron algunas protestas. Nunca, desde la creación de la ciudad del sol, los adoradores de Amón, el dios odiado, se habían atrevido a aventurarse en ella. Akenatón reposaba apenas en su tumba, y ellos venían a insultar ya sus despojos.

Las miradas convergieron en la joven. ¿Qué iba a decidir? ¿Cómo se comportaría frente a un acontecimiento tan grave como inesperado?

—Que entren —dijo con voz azorada.

Las puertas se abrieron.

Diez sacerdotes de edad madura, avanzando en procesión, se colocaron junto a sus colegas que servían los santuarios de Atón. Entre ellos no figuraba ninguno de los grandes profetas de Karnak. El clero había enviado sólo a una delegación de subalternos.

—Ha traicionado a su padre —dijo un cortesano.

—En absoluto —respondió otro—. Doblegará Tebas y a los sacerdotes de Amón.

Akhesa se levantó. Todos contuvieron la respiración. Iba a revelar el nombre del futuro soberano.

—En nombre de Atón —proclamó— reconozco como soberano legítimo, reinando en las Dos Tierras y en el circuito del universo recorrido por el sol, al príncipe Tutankatón.

—Debierais adelantar el peón blanco —recomendó Horemheb a Akhesa.

—No lo creo, general. Tened cuidado con vuestro peón negro. Está en peligro.

A Horemheb le costaba un poco concentrarse en la partida de senet[14] que estaba jugando contra Akhesa. Presumía de ser un táctico de primera fila, pero la princesa se revelaba como una notable jugadora acostumbrada a las más complejas estrategias.

La mesa de juego, de ébano y marfil, comprendía un tablero plegable dividido en treinta compartimentos y colocado en un soporte de ébano cuyas cuatro patas imitaban las del león. Una caja de accesorios contenía peones, bastoncillos y pequeños huesos, que permitían practicar distintas clases de juegos.

—Vuestra decisión es especialmente audaz —apreció Horemheb—. Tutankatón no es capaz de reinar. Su porvenir no está en vuestras manos, sino en las mías. Puedo destrozarle… ¡así!

El general tomó un bastoncillo, lo rompió en su puño y arrojó los restos al suelo. Akhesa adelantó un peón negro.

—Habéis perdido la partida, general.

Horemheb se vio obligado a aceptar su derrota.

—Era sólo una distracción, princesa. No confundáis el juego con la realidad.

—Me guardaré mucho de ello. Vos reináis sobre las fuerzas armadas, soy consciente de ello. Podéis utilizarlas en cualquier momento. Pero…

—Pero ¿qué?

—No lo haréis.

—¿Por qué?

—Porque vuestra estrategia os lo impide.

—Os sentís muy segura de vos misma. ¿En qué consiste esa estrategia?

—El divino padre Ay me ha pedido que compareciera ante los sacerdotes de Amón para ratificar la elección de Tutankatón. Supongo que, esta vez, no encontraré sólo subalternos.

El rostro de Horemheb se endureció.

—Fuisteis vos, general, quien hicisteis venir de Tebas a aquellos sacerdotes. No hubieran podido entrar en la ciudad sin vuestro consentimiento. Por lo tanto, estoy segura de que aprobáis, de buen o mal grado, la elección de Tutankatón como faraón. Claro, que no será sin contrapartidas.

Horemheb la contempló admirado.

—Vuestro ingenio es excepcional, Majestad.

Akhesa había elegido el gran patio del templo principal de la ciudad del sol para recibir al Primer Profeta de Amón, que se había instalado en la villa de Horemheb desde hacía varios días. Anciano, pero robusto todavía, el Primer Profeta de Amón en Karnak era un hombre de considerable estatura y despectivo rostro, surcado por las arrugas. Había combatido a Akenatón desde el comienzo de su reinado, pero se había visto obligado a inclinarse. Hoy, obtendría una brillante revancha en aquellos lugares que él detestaba.

Desde la muerte de Akenatón, nadie había subido los peldaños que llevaban al altar central para depositar las ofrendas y celebrar el sacrificio del alba en honor a Atón. El corazón de Akhesa se oprimía ante la idea de que las puertas de aquel templo sin techo, pronto se cerrarían tras el silencio y la frialdad de la nada. Pero ése era el precio de la salvaguarda de Egipto.

El «divino padre» Ay, sentado en la base de una columna decorada con flores, se había cubierto la cabeza con una tela, temiendo los ardores del sol. El Primer Profeta de Amón, con la cabeza descubierta, caminaba de un lado a otro delante de Akhesa, que, sentada en una silla plegable, agitaba cadenciosamente un abanico.

—El Primer Profeta se alegra de vuestra precoz sabiduría, Majestad —dijo el «divino padre»—. La elección del príncipe Tutankatón complacerá a los dioses.

—Os olvidáis de Atón.

—Será necesario hacerlo —aseguró el Primer Profeta con una voz profunda que heló la sangre de Akhesa—. Akenatón era el único profeta de su dios. No formó a ningún discípulo.

—Eso es falso —dijo la muchacha—. Me transmitió a mí sus enseñanzas.

—¿Vais a levantaros contra todo el clero de Amón? —preguntó imperioso el Primer Profeta.

Akhesa miró el sol, el inmenso patio que se abría ante ella, las losas de inmaculada blancura. Oía todavía la voz de su madre Nefertiti, cantando la belleza de Atón. Veía a las danzarinas del templo esbozar graciosos pasos mientras sonaban flautas y tamboriles. Su juventud, aquel deslumbramiento de claridades y felicidades cotidianas, pertenecía ya a un mundo pasado.

—No, no me creo capaz de ello —reconoció a disgusto.

—Gran lucidez para un alma joven —reconoció el Primer Profeta—. Vuestra Majestad ha sabido inclinarse ante la auténtica tradición.

Akhesa se mordió los labios para no protestar con vehemencia. Se había jurado hacer frente a aquel anciano temible por su sola dignidad, demostrarle que sus ataques más violentos no la desequilibrarían.

—¿Qué esperáis de mí? —preguntó tensa.

Ay habló en un tono que pretendía ser tranquilizador.

—Mientras vuestro padre gobernó en Egipto, era reconocido por todos como la suprema autoridad. Ninguna de sus directrices fue discutida. La palabra del faraón, como es norma desde los orígenes, siguió siendo omnipotente. Egipto evitó graves trastornos internos gracias a la sabiduría de los sacerdotes de Amón y a la prudencia de su jefe, el Primer Profeta. Hoy, la situación es muy distinta. Si bien por un lado la designación de vuestro esposo, Tutankatón, parece juiciosa, por otro lado sabemos que es incapaz de reinar. Es sólo un niño. Sería peligroso y perjudicial proseguir la experiencia iniciada por vuestro padre.

—Debéis regresar a Tebas —intervino secamente el Primer Profeta, sin mirar a Akhesa—. Allí es donde debe celebrarse la coronación del nuevo faraón.

—Lo que significa…

—Que la ciudad del sol debe ser abandonada y Tebas debe recuperar su estatuto de capital de Egipto.

—Será también necesario, Majestad, que vuestro esposo cambie de nombre. Tut-ank-Atón, «símbolo viviente de Atón», se convertirá en Tut-ank-Amón, «símbolo viviente de Amón». Así, por la magia del verbo, la herejía de Atón será olvidada. Por su nuevo nombre, que será proclamado en todo Egipto e inscrito en las estelas erigidas en cada templo, Tutankamón manifestará el triunfo de Tebas y el regreso a la verdad.

Akhesa lloraba interiormente. Consiguió, pese a la inmensa pena que la desgarraba, mantener su rostro impasible. El Primer Profeta, arrogante, demostraba un cruel júbilo. «Los sacerdotes —había dicho Akenatón—, los hombre más viles…».

—Naturalmente —añadió el Primer Profeta—, estas condiciones no son negociables. Cuento con el apoyo de Horemheb y del ejército.

Akhesa lanzó una mirada interrogante al «divino padre». Éste asintió con una inclinación de cabeza a las contundentes declaraciones del Primer Profeta.

Un dolor fulgurante atravesó el vientre de Akhesa, obligándola a inclinarse hacia adelante como si fuera a vomitar. El Primer Profeta avanzó.

—¿Qué tenéis, Majestad?

—Atrás —gritó la muchacha, petrificada por el sufrimiento—. ¡No os acerquéis!

El anciano, impresionado por la violencia de aquella reacción, obedeció.

—Os equivocáis considerándome como un enemigo, Majestad. Vuestro padre era un hereje, un demente sin duda. Llevaba a Egipto a su perdición. Amón hizo de nuestro país la luz del mundo. Ahora hará renacer la felicidad perdida a causa del fanatismo y la intolerancia.

Akhesa sufría demasiado para gritar su odio al hipócrita, afirmar el amor que sentía por su padre, exigir del sol divino que la nutriera con su poder y le permitiera aplastar bajo sus sandalias a los malvados que mancillaban la memoria de Akenatón. Se sabía prisionera. Ay, Horemheb y el Primer Profeta de Amón habían firmado un pacto que les convertía, a ella y a su joven esposo, en dóciles esclavos. Al menos eso creían, pues la muchacha pensaba ya en una respuesta que ellos eran incapaces de imaginar. De momento, era necesario salvaguardar lo esencial.

—No carezco de fuerzas —dijo tranquilamente, desafiando a la vez al «divino padre» y al Primer Profeta, cuya conclusión le indignaba—. No son bastantes para vencer, pero me permitirían combatiros.

Una arruga de ansiedad cruzó la frente del Primer Profeta. Su brillante carrera reposaba en una gran cualidad: nunca había subestimado a sus adversarios. Había juzgado a aquella muchacha, la futura reina de Egipto, y no tomaba a la ligera ninguna de sus palabras. Las pruebas que había superado la habían hecho madurar de un modo sorprendente. Unía el encanto de una resplandeciente juventud a la belleza soberana de una mujer de inflexible carácter. ¿Cómo evolucionaría? ¿Se obstinaría en defender la herejía, en perpetuar el recuerdo de un reinado absurdo, o se uniría a la causa de los tebanos? ¿Atendería a sus sentimientos o a la razón de Estado?

—Provocar una guerra civil, dividir a los egipcios, empujarlos a enfrentarse… ¿Son éstos vuestros proyectos de futuro, Majestad?

Akhesa imploró a Atón que la iluminara con su claridad. Pero no aguardaba milagro alguno. Sabía que sólo debía contar con su capacidad de resistir la adversidad y a sus enemigos.

—No tengo intención de ser origen de semejantes horrores, pero tengo una exigencia que hacer.

La mirada del Primer Profeta se preñó de amenazas.

—¿Estáis en situación de formularla?

La muchacha ignoró la advertencia.

—La ciudad del sol no debe ser destruida. Cuando sus habitantes la hayan abandonado, permanecerá intacta, entregada al sol y al viento.

El Primer Profeta reflexionó largo rato. Le había parecido necesario arrasar la ciudad maldita. Así habría aplicado un castigo que permanecería en los Anales como ejemplar y disuadiría a cualquier otro soberano de alejarse de Amón.

Sin embargo, reconsideró su posición. Puesto que la antigua capital sería abandonada, la arena bastaría para cubrirla por toda la eternidad con un manto de nada.

—Acepto la exigencia, Majestad.

—Hay otra —dijo Akhesa, aliviada.

Ay se quitó el velo que le protegía de los ardores del sol.

—Podríamos dejarlo así.

Akhesa no le hizo caso.

—El templo de mi padre en Karnak no tiene que ser destruido tampoco. Cuando viva en Tebas, será mi lugar preferido, el lugar donde rezaré a Dios.

El Primer Profeta esbozó una sonrisa cruel.

—No temáis. Hemos velado por la conservación de ese pequeño edificio e incluso lo hemos restaurado. Seréis feliz en Tebas, Majestad.

El sacerdote abandonó su obsesivo vaivén. Por fin iba a salir de aquel lugar maldito que había visto celebrar cultos heréticos. La corte volvería a Karnak. Amón sería de nuevo dios del imperio. Su victoria era completa, a excepción de un último detalle. Se acercó a la muchacha para poder hablarle en voz baja.

—Os transmitiré pronto una lista de grandes dignatarios tebanos que, gracias a un decreto del nuevo rey, recuperarán sus privilegios, perdidos a causa de Akenatón. Os lo agradecerán. Y eso es indispensable para la estabilidad del trono.

Tutankatón estaba loco de alegría ante la idea de regresar a Tebas y vivir allí con Akhesa. La muchacha había evocado su futura función de faraón, y él le había respondido hablándole de amor, tomándola entre sus brazos, acariciándola, desnudándola con ardor. Akhesa no le había rechazado. Había aceptado el peso ligero de su cuerpo de adolescente, olvidando en los juegos del placer la negra sombra que velaba su sol.

Luego, llegó la mañana postrera, la de la partida.

No lloraba ni pensaba en el insoportable sufrimiento que le torturaba el alma. Consagraba todos sus cuidados a su joven esposo, sentado en una silla de curvado respaldo, en una sala de palacio cuyas columnas lucían ornamentos y motivos florales. Con los pies en un taburete, vestido con una túnica larga y plisada, sujeta al talle con un cinturón multicolor, el adolescente no apartaba los ojos de Akhesa. De pie ante él, daba los últimos toques a su atavío. La joven estaba magnífica con su vestido de lino, su cinturón de flotantes extremos, su amplio collar, su rizado tocado. Ajustó el pectoral y los brazaletes de Tutankatón, vertiendo luego sobre la cabeza de su cónyuge el contenido de un frasco de perfume. Cuando hubo terminado, dirigió una última mirada al pequeño disco de oro colgado en la pared. Del globo divino brotaban unos rayos terminados en manos. Aquel símbolo había obsesionado el espíritu de Akenatón, que lo había hecho grabar en las estelas y en los muros de los templos de la ciudad del sol. ¿Estaría condenado al olvido?

La joven pareja, con sus vestidos de gala, salió del palacio y subió a un carro que se puso a la cabeza de una larga hilera de vehículos que se dirigió hacia el sur, hacia Tebas.

Los nobles habían cerrado para siempre las puertas de sus suntuosas villas, los jardineros habían regado por última vez los floridos arriates. Unos carpinteros habían desmontado las columnas de madera que volverían a utilizarse en las mansiones tebanas, los funcionarios habían enrollado los papiros administrativos, guardados en grandes cofres colocados en carros tirados por bueyes. Las tablillas que habían sido consideradas caducadas fueron enterradas, las momias sacadas de sus tumbas para ser transportadas a la orilla este, donde gozarían del eterno reposo en una nueva sepultura. Sólo la familia real residiría en el desértico paraje elegido por Akenatón. Ningún sacerdote celebraría la memoria del rey.

Akhesa pensó en las bandas de desvalijadores beduinos que, desierta la capital de Atón de sus ocupantes, se instalarían en ella y la mancillarían.

Ninguna guardia fronteriza, ningún policía les impediría el acceso a los palacios y las villas. Los abrirían y saquearían, permitiendo que el viento y la arena degradaran las delicadas pinturas.

El alba ligera enrojecía las montañas y disipaba las brumas que velaban todavía los campos. La brisa del norte hinchaba las velas de los barcos que componían la imponente flotilla que partía hacia el sur. Los estibadores los habían cargado con una considerable cantidad de muebles. En la barca real se habían depositado los cofres que contenían objetos de aseo y preciosas telas.

En pocos días, la ciudad de luz creada por Akenatón quedaría vacía. Los más pobres partirían en barcazas de transporte fletadas por el Estado y regresarían a los poblados de donde habían salido, con la alegría en el corazón, para fundar una capital.

Tutankatón y Akhesa se habían instalado bajo una tienda que se levantaba en el centro de la barca real. Les protegería del sol durante el viaje. Les servirían bebidas frescas y frutas.

El adolescente disponía de un tablero de juegos, feliz de poder jugar con aquella a la que amaba cada vez más apasionadamente. El porvenir le parecía risueño. Los dioses le colmaban de todas las felicidades.

Akhesa le hizo esperar. De pie en el puente, contemplaba la ciudad del sol, que iba desapareciendo a medida que el barco se alejaba. Un recodo del río le ocultó para siempre la ciudad de Akenatón, el profeta de la luz.

Unas lágrimas corrieron por las mejillas de la hija del faraón maldito.