17

Sentado en su trono, el faraón Akenatón vivía el silencio y la soledad. Nunca le habían gustado los consejos, donde demasiados cortesanos intentaban adularle, olvidando sus deberes: Egipto, el esplendor de Atón, el nacimiento de una nueva civilización… ¿Seguía teniendo sentido todo eso ahora que se hallaba solo, junto al trono vacío de la gran esposa real, ahora que Nefertiti había muerto, regresando a la luz de los orígenes?

¿En quién confiar en estos difíciles momentos? ¿Con quién compartir temores y esperanzas? Nefertiti había sido la esposa, la amante y la amiga. Le había sostenido en las pruebas, iluminando el camino cuando las tinieblas le amenazaban y apartando los destinos nefastos. Sin ella, ya no le quedaban fuerzas para proseguir. Desde que ella le había abandonado, a causa de su ceguera, la situación no había dejado de degradarse. El poder resbalaba entre sus dedos como un hilillo de agua. Semenkh, el sucesor que había deseado, prefería una existencia de recluso, demostrándole que carecía de lucidez.

Recuerdos deslumbradores como el sol de la mañana atravesaban su espíritu. Volvió a verse, acompañado por Nefertiti, apareciendo en la ventana principal de palacio, bajo las aclamaciones de la muchedumbre reunida para verle recompensar a un dignatario que recibía los collares de oro. Recordó las comidas en las terrazas, bajo los rayos del sol, en compañía de sus hijas.

Sólo una pareja podía reinar en Egipto. Sólo una pareja atraería sobre ella los benefactores rayos de Atón. Separado de Nefertiti, Akenatón se extinguía. Él, que debía ser el profeta de la luz, ¿encontraría el valor para continuar cumpliendo su función? ¿Quién desearía apoyar sus actos? ¿Sería capaz todavía de gobernar? Nefertiti había desaparecido, su primogénita no era digna de crédito, Horemheb se mostraba hostil.

Había llegado el momento de renunciar.

Pero un faraón no tenía la posibilidad de dimitir de su cargo. No tenía más salida que la muerte. Una muerte que Akenatón recibiría con alivio.

Una silueta se perfiló en la entrada de la sala del trono.

Una vaga angustia anudó la garganta de Akenatón. ¿Habría decidido Horemheb asesinarle? ¿Habría enviado a uno de sus soldados para abreviar sus días? No resistiría. Sin duda, Atón había elegido para él este modo de aliviarle de su carga.

La silueta apareció a la luz: Akhesa, la futura reina de Egipto.

La joven cruzó la sala bañada por la luz y ascendió los peldaños del trono. Los ojos de su padre permanecían clavados en ella. Cuando llegó al estrado, se arrodilló y se prosternó ante el rey.

—Eres mujer —declaró él, conmovido—. Me has abandonado, Akhesa, has entrado en la casa de tu marido.

—Sí, soy mujer, pero soy carne de tu carne —protestó ella con dulzura.

—Levántate, hija mía, y ven junto a mí.

Akhesa obedeció y se acurrucó junto a la pierna izquierda de su padre, apoyando la cabeza en las rodillas del faraón.

—¿Eres feliz?

—Eso creo, padre.

—¿Por qué esa vacilación?

—El amor de un hombre no me basta.

—Deseas también el de Egipto, ¿no es cierto? Ése sólo depende de Dios, Akhesa. Tienes que escucharme. Ya no tengo discípulo. Toma un cálamo y un papiro. Tú escribirás el final del gran himno a Atón.

La princesa lo hizo, escribiendo las palabras que su padre le dictaba.

—Tú, Atón —declamó con voz entrecortada—, creaste millones de formas a partir de ti mismo cuando estabas solo. Las ciudades, los campos, los ríos, los caminos. Todos los ojos te ven, pero resides en mi corazón. Allí, sólo yo te conozco. Yo, tu hijo, al que has hecho consciente de tus planes y tu poder.

Akenatón calló, sumido en un brusco éxtasis. Sus ojos se extraviaron y sus labios se entreabrieron. Asustada, Akhesa creyó que había muerto. Le tocó la mano. Él reaccionó enseguida.

—No temas, Akhesa. No es Atón quien me atormenta así, sino un mal que me devora desde hace muchos meses. Cuando tu madre estaba a mi lado conseguía soportarlo, dominarlo. Solo, estoy vencido… ¿Sabes que no fui yo el primero en hablar de Atón?

Un sentimiento de sorpresa se plasmó en el rostro inquieto de la joven.

—Fue Hatshepsut, la reina-faraón, quien grabó este pensamiento en los muros de Karnak: «Soy Atón, el que creó a todos los seres, el que dio fuerza a la tierra, el que concluyó su creación». Fue mi antepasada, y espero haber sido digno de ella. No olvides nunca, Akhesa, que los sacerdotes son los más viles de los hombres. Te traicionarán como me han traicionado a mí. Desnaturalizan lo divino, se rebajan. No escuches sus consejos, rechaza su compañía. Sé reina, respeta la ley de Maat, la precisión y el orden del mundo, que existía antes que los humanos y perdurará después de ellos. Ella inspira la realeza, le da el aliento de vida más allá del tiempo. El faraón es su hijo y su servidor. Tengo que enseñarte Maat, Akhesa. Tengo que prepararte para tu oficio de reina.

Akenatón habló. Akhesa escuchó. Transcurrieron las horas mientras el faraón evocaba los principios espirituales que habían guiado su vida. Reveló a su hija las enseñanzas de Atón. Le transmitió la luz interior que le animaba, privándose así de sus últimas fuerzas para que se cumpliera el destino de su amada hija.

El general Horemheb admiraba las aves de su aviario: tórtolas, palomas torcaces, abubillas, paros… Aunque estuvieran enjaulados, se llevaban bien. Le gustaba contemplar sus revoloteos, convenciéndose de que preferían la seguridad a la libertad. ¿Tenía razón o no? ¿Cómo se comportaría él, el poderoso Horemheb, si se viera obligado a vivir en una jaula?

—¿Por qué te encierras en tu mansión? —le apostrofó su esposa, la dama Mut—. Te pasas todo el tiempo mirando a esos estúpidos pájaros, paseando por los jardines, leyendo viejos textos. ¡Te desprecias a ti mismo, querido esposo!

Cuando montaba en cólera, a dama Mut no le faltaba convicción. No había perdido nada de sus aires altivos de rica y noble tebana.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Horemheb, acariciando la cabeza de una tórtola que se había acercado a picotearle.

—Lo sabes muy bien. Eres el hombre más influyente de este país. La reina madre Teje y la gran esposa real Nefertiti han muerto. Akenatón es ya sólo un enfermo encerrado en su soledad, incapaz de reinar, ¡nadie queda ya entre tú y el poder supremo!

—Olvidas a la futura pareja real.

—¿Akhesa y Tutankatón? ¡No te burles de mí, Horemheb! Son unos niños. Desconocen el arte de gobernar. Obedecerán al hombre que tome en sus manos los destinos de este país antes de convertirse, él mismo, en faraón.

—Olvidas también al divino padre Ay.

El furor de dama Mut subió de tono.

—¿Cómo podrá resistir ese anciano? Si manifiestas tu autoridad, doblará el espinazo. Ay es un cortesano que busca los favores del más fuerte.

Horemheb no podía sino reconocer lo acertado de los análisis de su esposa. Ambiciosa y testaruda, no carecía de perspicacia. Había pronunciado las palabras que él temía escuchar.

—Olvidas, querida esposa, que mi deber es servir fielmente al faraón, mi señor. Sólo tengo una palabra y se la he dado.

Dama Mut se acercó al aviario, donde una pareja de torcaces había iniciado un ruidoso diálogo.

—Me gusta tu lealtad, esposo mío. Es tu fuerza y no debes prescindir de ella. ¡Pero el hombre a quien habías dado tu palabra ha cambiado! ¡Ha cambiado mucho! Lleva todavía la corona real, es cierto, pero ya no se comporta como un faraón. Si no intervienes, Egipto se derrumbará. El camino de la invasión se abrirá a los hititas. Miles de hombres, mujeres y niños morirán o serán hechos esclavos. Pueblos enteros serán arrasados. La propia Tebas corre el riesgo de ser destruida.

Horemheb puso grano en los comederos de los pájaros.

—¿Qué deseas, pues?

—Recluta numerosas tropas —recomendó la noble dama—. Ve hacia el norte, haz una campaña en Asia y regresa victorioso. Tu fama será tal que reconocerán en ti a un verdadero hijo de Horus. Luego…

—Luego, ¿qué?

Mut guardó silencio, de espaldas al aviario donde crecía la agitación. Los pájaros se atropellaban para picotear.

—Espero, mi tierna y respetable esposa, que ni por un momento habrás imaginado acelerar el fallecimiento del faraón ni habrás alentado conspiración alguna en este sentido. De lo contrario, tendrías en mí al más implacable de los jueces.

—Quédate tranquilo —dijo ella con voz apagada—. Respeto al faraón tanto como tú. Pero estoy segura de que Akenatón es un mal rey. Si renuncias a defender tu país y a tu pueblo, serás tan culpable como él.

Dama Mut se alejó con paso presuroso. Horemheb continuó alimentando a sus pájaros. Su margen de maniobra era estrecho, casi inexistente. Decidió, sin embargo, llevar a cabo una gestión cuyo carácter peligroso no desestimaba. Una gestión de la que no podía hablar a su esposa.

¿Amaba a Tutankatón o al rey que iba a ser? Akhesa no veía con claridad en ella misma. Se dejaba arrastrar por un torbellino sensual en el que su cuerpo descubría mil placeres renovados sin cesar. Tutankatón era insaciable. Tenía hambre y sed de su joven esposa, compartía el lecho con ella todas las noches, con idéntico ardor. El adolescente estaba viviendo un sueño, consagrándose por entero al amor que compartía con la más hermosa de las criaturas de Atón.

El sol primaveral era cada vez más cálido. A mediodía, una violenta luz blanca inundaba el cielo y la tierra. Los animales se refugiaban entre el follaje. Los campesinos dormían en los palmerales o en chozas de ramas construidas en el lindero de los campos.

Akhesa, sin embargo, había elegido el mediodía para un paseo en barca. No temía las quemaduras del sol. Vestida con una simple redecilla que se amoldaba a las curvas de su cuerpo, caminó hasta el muelle del lago artificial donde estaba amarrada una ligera barca de papiro. Por lo general, dos sirvientas manejaban los remos. Esta vez, prefirió ir sola y dirigirse al pabellón construido en la isla central para meditar, buscar un nuevo equilibrio.

La princesa soltó la amarra y saltó ágilmente al esquife. Cuando quiso tomar un remo, una poderosa mano se posó en su antebrazo.

—Dejadme a mí —solicitó el general Horemheb.

Akhesa, conservando su sangre fría, se instaló en la proa de la barca. Horemheb hizo que se deslizara suavemente por el lago, en dirección a la isla.

—Tenía necesidad de veros, princesa. Vuestra belleza es deslumbradora.

Akhesa zambulló su mano izquierda en el agua, trazando una estela a medida que la embarcación avanzaba.

—Vuestra boda ha sido un grave error —afirmó Horemheb—. Tutankatón tardará mucho en tener edad para gobernar. Sólo os reservará crueles decepciones.

La muchacha sonreía, pensando en sus noches de amor.

—Este príncipe viene de Tebas —prosiguió—, y no es apreciado en la nueva capital. Además…

—Además, ¿qué? —preguntó ella en tono sarcástico.

Horemheb soltó el remo. La barca siguió avanzando.

—Vos y yo, princesa, debiéramos cambiar de visión sobre nuestra propia existencia. Dios le dio al hombre el conocimiento para modificar el curso de su destino.

Nunca Horemheb se había mostrado tan seductor. A Akhesa le gustaba su amplia frente, la cicatriz que adornaba su mejilla izquierda, su innata elegancia.

—Soy el más fiel de los servidores del faraón, pero…

—Pero mi padre ya no tiene ganas de vivir. Mañana abandonará esta tierra. Puesto que Semenkh se ha retirado al templo, ya no hay nadie asociado al trono.

—Es cruel pensar en la desaparición de un rey.

—De un rey al que no amáis, general.

Horemheb no lo negó.

—Es cierto, princesa, no le amo. Estoy en profundo desacuerdo con su modo de gobernar. Estoy convencido de que lleva a Egipto a la ruina. Pero no le he traicionado ni le traicionaré.

El sol doraba la bronceada piel de Akhesa. No dudaba de la sinceridad de Horemheb.

Ambos sabían que tenía capacidad para reinar, que era portador del poder de los faraones pasados. ¿No gozaba acaso de la más mágica de las protecciones, la del dios Horus? Cuando el halcón celestial, cuyos ojos eran el sol y la luna, emprendiera el vuelo, ¿no ascendería su hijo Horemheb al trono de Egipto como una nueva luz?

—Admiro vuestra lealtad, general. Estoy dispuesta a ayudaros.

La barca se había inmovilizado en el lago, a media distancia entre la ribera y la isla. Un martín pescador cayó del cielo como una piedra, se zambulló y salió del agua con un pez en el pico. Unos patos, con la cabeza bajo el ala, dormitaban derivando.

—Este lugar es de una belleza divina —apreció Horemheb—. Como la vuestra, princesa.

Ella sintió su mirada en la piel, en los labios, en los pechos. No se apartó. No tenía ganas de huir ni de ocultarse.

—Ayudarme… Eso no basta, princesa. Habéis advertido los peligros que nuestro país corre. Sé que el afecto que sentís por vuestro padre no os ciega. Conocéis la gravedad de su enfermedad. Habéis pensado en su próxima desaparición. Mañana, seréis reina. Y no actuaréis como una devota de Atón.

Tal vez Akhesa considerara aquellas palabras unas considerables injurias, pero no reaccionó con violencia. Pensativa, se tendió en la barca y estiró sus torneadas piernas.

—Vos estáis casada con el príncipe Tutankatón, y yo desposé a dama Mut. Así lo decidieron los dioses. Pero ¿por qué nuestro destino debe estar sellado para siempre?

—¿Llegaríais… a repudiar a vuestra esposa?

—Claro que no. Pero vos podríais convertiros en gran esposa real.

Horemheb había hablado en un soplo.

La princesa, atónita, se irguió. Ahora conocía el plan de Horemheb: aguardar la muerte de Akenatón, apartar a los candidatos al trono, hacerse designar por ella, Akhesa, como el faraón legítimo y desposarla. Él, el nuevo rey, y ella, la gran esposa real, gobernarían las Dos Tierras. Dama Mut se convertiría en la esposa secundaria, y el joven príncipe Tutankatón llevaría en la corte una existencia apacible.

Akhesa contemplaba a Horemheb con los ojos brillantes de exaltación. Compartir la vida de aquel hombre, reinar a su lado, restaurar la grandeza del país. Sí, era un sueño magnífico. Un sueño que ella podía convertir en realidad.

—Olvidad a Atón —imploró Horemheb, sintiendo que Akhesa estaba a punto de ceder—. Olvidad esta capital, el desprecio de nuestras tradiciones, los años pasados celebrando inútiles cultos. Pensad sólo en el porvenir, en nuestro porvenir común.

El general tendió la mano derecha hacia la joven. Bastaba con responder a su invitación, abandonarse en sus brazos, conocer la felicidad total.

Akhesa se levantó. Horemheb se quedó estupefacto. Cada día se hacía más mujer, más deslumbradora. Sería la más resplandeciente de las reinas de Egipto.

—No renunciaré a Atón, general —declaró—. Es la más preciosa herencia que me ha legado mi padre. Él me ha enseñado la verdad de la luz, me ha iniciado en sus misterios. No abandonaré a Tutankatón. Me ha ofrecido su amor y su confianza; su alma vive en mí.

Akhesa se incorporó al frágil borde de la barca de papiro, su cuerpo nimbado por el sol perdió por un instante el equilibrio y, luego, de un sólo movimiento, se zambulló en el agua del lago de recreo y nadó hacia la isla.

Horemheb permaneció postrado largo tiempo. Amaba apasionadamente a Akhesa, pero sabía que iba a convertirse en su más temible adversario en el camino del poder.

La princesa Akhesa no permaneció en la isla para meditar como había sido su intención. Había evaluado la importancia de la negativa que había dado al hombre más influyente del reino. Para que Tutankatón accediera al trono y Horemheb lo reconociese como faraón, debía rodear al joven con una eficaz red protectora. El general no permaneció inactivo. Ella tampoco. Tenía incluso la obligación de ser más rápida que él.

Desde hacía varios días, todas las tropas acuarteladas en la ciudad del sol se hallaban sometidas a ejercicios intensivos. Los aspirantes eran entrenados sin descanso en el manejo de las armas, los arcos y las espadas. Los carros eran examinados atentamente por los equipos de mantenimiento. Se murmuraba que los emisarios de Horemheb reclutaban voluntarios en las provincias para reforzar los cuerpos de ejército permanentes. La moral de los soldados, afectada por la inacción y la incertidumbre a las que les condenaba la política de espera de Akenatón, mejoraba.

Horemheb consagraba largas horas a hablar con los jefes de división y los instructores. Escuchaba las quejas de los soldados veteranos, que contaban sus expediciones por Asia. Con la espalda dolorida a causa de su atavío, estaban condenados a comer pan seco, a beber agua salada, a dormir en suelos pedregosos. Agotados, caminaban con los miembros doloridos hasta el lugar del combate, donde la muerte, si no las heridas, les aguardaban. Pero se sentirían felices de partir. Sabrían motivar a los jóvenes para mayor gloria de Egipto.

La popularidad de Horemheb no dejaba de crecer. Procuraba circular en carro varias veces al día por las principales arterias de la ciudad del sol y responder con gesto amistoso a las salutaciones de la muchedumbre. Consultaba a los ministros, estudiaba sus informes, tomaba nota de las recriminaciones de los escribas y los altos funcionarios. Colmaba, poco a poco, los vacíos dejados por la ausencia de Akenatón, que ya no salía de su gabinete privado y rechazaba consultar a los médicos.

Derrengado, Horemheb entró en el edificio de los oficiales superiores, donde su estado mayor trabajaba estableciendo un plan de campaña, estudiando los mapas de Asia confeccionados por los diplomáticos y los geógrafos del ejército. A excepción de los guardas, el lugar estaba desierto. Los estrategas habían regresado a sus villas para comer y descansar un poco. Horemheb se dirigió a su despacho, donde leería algunos informes.

Se detuvo en el umbral.

El «divino padre» Ay, el embajador Hanis y el intendente Huy se habían instalado en la habitación. Sus rostros eran huraños.

—Os saludo —dijo Horemheb en tono desdeñoso—. No creo haberos concedido audiencia.

—Perdonad esta intrusión —se excusó Ay—, pero queríamos veros con la mayor rapidez posible y sabíamos que os encontraríamos aquí.

—¿Tan urgente es? —se asombró el general.

—Eso creemos —indicó hosco el «divino padre»—. Ya no mantenemos contacto alguno con el faraón.

—Tampoco yo.

—Pero actuáis como si hubierais tomado el poder, y sin consultarnos.

El tono del anciano cortesano se hacía severo.

—Cumplo simplemente con mi función —afirmó Horemheb—. Nadie puede pretender lo contrario.

—Debemos examinar las cosas —exigió Ay.

El embajador y el intendente miraban acusadores a Horemheb.

—Sabéis tanto como yo —respondió sereno el general—. Akenatón reina solo, sin corregente. No consulta a ningún ministro, no toma decisión alguna. El ejército debe estar dispuesto a combatir si los hititas intentan invadir Egipto.

—¿Por qué desdeñar el matrimonio de Akhesa y de Tutankatón? —se inquietó el «divino padre».

—Porque es un episodio sin importancia —respondió secamente Horemheb—. Ese niño no reinará nunca.

El intendente Huy se acercó al general.

—Si impedís que reine Tutankatón —declaró con su voz tosca—, el Sur se revelará contra vos. Las tropas de Nubia sólo obedecen mis órdenes. Intentad recordarlo.

Huy salió. Horemheb no contuvo su cólera.

—¿Qué busca ese campesino? ¿Cree que unos negros bastarán para darme miedo? Le destrozaré.

—Tened cuidado —recomendó el embajador Hanis—, Huy es un hombre sencillo y directo. Combatirá por Tutankatón si la situación lo exige.

Hanis salió a su vez. El «divino padre» Ay, inmóvil, parecía inquieto. Horemheb se cruzó de brazos.

—Sois vos quien los levanta contra mí, ¿verdad?

El viejo cortesano inclinó la cabeza.

—Actúo en interés de Egipto. Ayudadme a instalar firmemente a Tutankatón y a Akhesa en el trono. Son unos niños. Les mostraremos el camino a seguir. Y trabajad menos, general. No malgastéis vuestras fuerzas. Egipto os necesita.

Una vez solo, Horemheb fue incapaz de concentrarse en los papiros redactados por sus subordinados. No tomaba a la ligera las advertencias que acababa de recibir. Pero no cedería.

Akhesa y Tutankatón vivían en el palacio norte desde hacía más de dos meses. Disfrutaban de una tranquila felicidad, pese a la constante actividad de la joven. Tutankatón quería el placer; todo se convertía para él en fuente de diversión y distracción. Akhesa le hablaba del Estado, de deberes, de política exterior. Él escuchaba con distraído oído, fascinado por su belleza.

Tutankatón estaba lleno de inquietud. La víspera, Akhesa se había acostado. Pese a lo tardío de la hora, no había despertado todavía. El joven no se atrevía a entrar en la alcoba. Privado de su presencia, se comportaba como un león enjaulado, yendo y viniendo, incapaz de encontrar reposo. Sin poder soportarlo más, empujó la puerta de cedro cubierta de láminas de oro y descubrió un extraño espectáculo.

Akhesa tenía a su alrededor numerosos objetos, un cofrecillo de madera maciza en cuyo interior había cajones que se deslizaban los unos en los otros, un tablero de pequeño tamaño, una honda en miniatura, botes de pintura y un pato articulado.

—Pero… ¡si son juguetes! ¿Has vuelto a la infancia, amor mío?

Akhesa sonrió levantándose. Atón, desde su matrimonio, la colmaba de felicidad. Tutankatón era un compañero maravilloso. Ella había conseguido convencer al embajador Hanis para que defendiera la causa del muchacho ante los miembros más influyentes de la corte. El diplomático, fortalecido por el apoyo del intendente Huy, del «divino padre» Ay y de su hijo, el comandante Nakhtmin, había sido muy bien escuchado. Aunque Horemheb seguía siendo el omnipotente dueño del ejército, no se atrevería a intentar acción ilegal alguna. Tendría que ponerse de acuerdo con los partidarios de Tutankatón. Cuanto más tiempo pasaba, más fuerte se hacía la posición de éste. A la última hija del faraón le quedaba la tarea de convencer a su padre de que adoptara a Tutankatón como corregente.

El muchacho tomó un encendedor formado por un bastoncillo introducido en un agujero redondo, practicado en un trozo de madera muy dura y untada de resina. Si se hacía girar deprisa el bastoncillo, se provocaba el calentamiento y, luego, la combustión. Tutankatón se divirtió produciendo una minúscula llama.

—¡Mira Akhesa! ¡Mira, lo he conseguido! ¡Este encendedor está mejor hecho que el que yo tenía en Tebas!

Su entusiasmo la enternecía. La bondad animaba su corazón.

Tutankatón arrojó el encendedor. La actitud de Akhesa, más distante, más reflexiva que de ordinario, le turbaba.

—No me has contestado. ¿Qué significan estos juguetes?

—Pronto serán útiles —dijo ella conmovida—. Espero un hijo.

El viento del desierto soplaba con fuerza. A una veintena de kilómetros al sur de la ciudad del sol, en un paraje solitario al pie de una colina, la tienda del general Horemheb había sido plantada. Sus soldados vigilaban un vasto perímetro.

Cuando Horemheb comenzaba a impacientarse, le avisaron de que su visitante llegaba.

En la tienda entró un sacerdote de cráneo rapado, que vestía de blanco y llevaba al cuello un amuleto representando a la diosa Mut, esposa de Amón, divino dueño de Tebas.

El sacerdote se inclinó ante Horemheb. Ambos hombres se sentaron en unas esteras. Fuera, el viento se hacía más violento. Oleadas de arena se levantaban, azotaban las rocas, borraban el relieve de las pistas.

—¡Qué Amón nos proteja y guíe nuestros pensamientos! —exclamó el sacerdote untuoso.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Horemheb.

—Poco importa, general. Estoy al servicio del sumo sacerdote de Amón en Karnak. Sólo mi misión importa.

—¿Cuál es, pues, esa misión que nos obliga a entrevistarnos en pleno desierto, como conspiradores?

—Seguimos de cerca los acontecimientos que se producen en la execrable ciudad del sol, esa falsa capital que los dioses han condenado ya a la destrucción. Sabemos que Nefertiti ha fallecido y que Akenatón está muriéndose. El sucesor que había adoptado, Semenkh, ha elegido la reclusión. La guardiana de la legitimidad es hoy la tercera hija de la pareja real, Akhesa.

—Si me habéis hecho venir aquí para contarme lo que ya sé —interrumpió Horemheb— lo lamentaréis.

El sacerdote de Tebas, servil, agachó la cabeza.

—Lejos de mí semejante intención, general. El objetivo de los sacerdotes de Amón, como el vuestro, es la grandeza de Egipto. Debemos preparar juntos la sucesión de Akenatón.

Era lo que Horemheb había supuesto. El clero tradicional había elegido al futuro faraón.

—Necesitamos un hombre que asegure un vínculo mágico entre Tebas y la ciudad del sol. Un hombre que escuche nuestros consejos y devuelva a los templos la prosperidad perdida. Nosotros y vos le ayudaremos a conseguirlo.

—Basta de cháchara —exigió el general—. ¿A quién deseáis ver en el trono?

—A un niño fácil de manipular: Tutankatón.

Una hora antes del alba, la sirvienta despertó a Akhesa. La nubia le comunicó que el mayordomo de Akenatón le rogaba que acudiera enseguida junto a su padre. Olvidando el maquillaje y el atavío, Akhesa se cubrió los hombros con un manto y partió apresuradamente.

El médico jefe, el escanciador, la camarera y un gran número de servidores se apiñaban ante la puerta del gabinete particular del faraón, murmurando frases inquietas. Se apartaron para dejar paso a la princesa.

Akenatón reposaba con los ojos cerrados, tendido en una estrecha cama, con los brazos a lo largo del cuerpo. Una sábana de lino le cubría hasta el pecho.

Akhesa se arrodilló y besó la mano derecha del rey.

—¡Padre mío, padre mío! Sigue luchando, te lo suplico. No estamos todavía preparados para vivir sin ti. No abandones todavía tu país ni a tu pueblo, no me abandones…

Un ligero estremecimiento recorrió el descarnado cuerpo del soberano. Abrió los ojos.

—Ha llegado la hora, Akhesa… Atón me llama… Mi espíritu está ya en él, inmerso en su luz. Tienes fuerza para continuar mi obra. Cada noche, me apareceré a ti en forma de estrella y te daré una energía procedente del cielo. Nunca nos separaremos, Akhesa. Tú, y sólo tú, organizarás mis funerales. Quiero reposar en la tumba que yo preparé, en aquel valle aislado, en medio de roquedales solitarios, lejos de mi capital, en compañía de mi esposa Nefertiti y de mis hijas. Nadie se aventura por aquellos lugares, tan terroríficos y hostiles son. El lecho de los ríos está casi siempre seco. Por la noche, se oye el aullido de las hienas y los chacales, y el ulular de las lechuzas. No hay verdor, ni flores, ni pájaros… La muerte será allí silenciosa, Akhesa.

La voz de Akenatón era tan débil que Akhesa apenas la oía.

—Pronto se levantará el alba —prosiguió—. Llévame a la terraza, querida hija, para contemplar el primer sol, el único sol.

Ayudado por Akhesa, Akenatón, a costa de un inmenso esfuerzo que consumió sus últimas fuerzas, consiguió caminar hasta la terraza superior de palacio. Se sentó en un sitial de alto respaldo colocado ante una pérgola por la que trepaba una parra que, en verano, producía grandes racimos negros.

Estrechando la mano de su hija hasta hacerle daño, Akenatón se extinguió cuando los primeros rayos del sol brotaban de la montaña de oriente, formando una corona de luz.