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Desde la instalación oficial del príncipe Tutankatón en el palacio norte de la ciudad del sol, donde residía ahora Nefertiti, todos conocían la elección de la gran esposa real con respecto al porvenir del reino. Deseaba, como sucesor de Akenatón, a un príncipe cuya infancia y adolescencia se hubieran repartido entre la antigua y la nueva capital de Egipto, entre Tebas y la ciudad del sol.

Incapaz de gobernar a causa de su juventud, sería sin embargo el símbolo, respetado e intocable, de la unión de las Dos Tierras, satisfaciendo tanto a los partidarios de Atón como a los defensores de la religión tradicional. Frágil equilibrio, es cierto, pero el «divino padre» Ay y el general Horemheb lo podrían asegurar.

Ésos eran, pues, los deseos de Nefertiti sobre los que Akenatón meditaba día y noche, sin conseguir ya conciliar el sueño. Él no había asociado al trono a Tutankatón sino a Semenkh, un verdadero adorador de Atón en quien tenía plena confianza.

Durante los deplorables acontecimientos cuya única responsable había sido su primogénita, Meritatón había revelado su verdadera naturaleza: la de una intrigante de cortos alcances.

Semenkh se veía obligado a repudiarla. Akenatón le entregaría como esposa a Akhesa, que sería elevada al rango de primogénita y futura reina de Egipto. Así se reconstituiría una pareja análoga a la formada por Akenatón y Nefertiti.

El faraón había meditado tal decisión. Amaba a Meritatón, había esperado que se convirtiera en reina y sufría al infligirle tan gran pena.

Debía conceder a su primogénita una última oportunidad. Por ello, la había convocado en compañía de Semenkh. Si se rebelaba, si lograba convencerle de que cometía un error, tal vez aceptara pensarlo de nuevo. Inmerso en la luz de Atón, corrigiendo y volviendo a corregir cada uno de los versos del himno que estaba componiendo a la gloria de Dios, Akenatón había perdido la noción del tiempo. Las tareas cotidianas ya no le interesaban. No sentía deseos de reunir su consejo, de consultar a sus ministros, de dar directrices para la conducción de los asuntos de Estado. Dejaba actuar a Ay y a Horemheb.

Una dolorosa languidez se había apoderado de él y le privaba de la huraña voluntad que le había animado desde que, niño todavía, había tomado conciencia de su misión religiosa. Moría lentamente, como Nefertiti. Ella se encerraba en la nada de su ceguera, pero seguía actuando mágicamente. Esta vez, para desgracia de ambos, no estaban de acuerdo. Aquel desgarrón contribuía en gran modo a su debilitamiento. Así pues, era preciso determinar definitivamente su sucesión. Tras haberla proclamado por decreto, solicitaría reunirse con su esposa y pasar sus últimos instantes terrenos en su compañía. Eso, al menos, no podría negárselo.

Semenkh y Meritatón, uno junto a otro, se prosternaron ante el faraón. Akenatón, desnudo, en postura de escriba, escribía. Su mano temblaba. Los jeroglíficos estaban mal dibujados. A costa de un esfuerzo considerable, continuaba sujetando su cálamo y trazando en el papiro las palabras de vida que alababan la omnipotencia de Atón.

—Ésta será nuestra última entrevista —anunció con voz débil—. Me queda muy poco tiempo y debo consagrarlo a Atón. Tú, mi primogénita, has sembrado la discordia y la mentira en la ciudad del sol. Te convertirás en una de las superioras de las cantoras del templo y te instalarás en una casa construida en el interior del recinto. En adelante, te consagrarás a loar a Atón y no participarás en ninguna ceremonia oficial. Tu nombre desaparecerá de los Anales. Pasarás el resto de tus días consagrada a la plegaria y al recogimiento.

Meritatón permaneció postrada, con la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos unidas ante sí.

Akenatón aguardó una reacción. No se produjo. Meritatón había sellado su propio destino. Sin atreverse a mirar a su padre ni a Semenkh, salió del gabinete privado del faraón, destrozada para siempre.

El rey tomó a Semenkh de los hombros.

—Tú, mi sucesor…, te desposarás con mi hija Akhesa y…

Semenkh se soltó bruscamente.

—No, Majestad. No estoy destinado al matrimonio ni a la realeza. Renuncio al poder que me ofrecéis. No me interesa. Quiero dedicar mi existencia a Atón, vivir en el templo. Permitid que me convierta en sacerdote y no regrese al mundo exterior. Que otro tome a su cargo los asuntos del Estado.

La impresión provocada por aquellas palabras fue tan fuerte que Akenatón desfalleció. Las paredes de la estancia bailaron ante sus ojos.

Semenkh percibió el trastorno del rey.

—Perdonad que os inflija ese tormento, Majestad… Pero debo ser sincero conmigo mismo. No acepto mentirme ni mentiros.

Semenkh se arrodilló ante Akenatón.

—Vos sois el único profeta de Atón —dijo— y mi maestro espiritual. Vos me habéis enseñado el camino que lleva a Dios. Permitid que me consagre por entero a él.

—Así sea, Semenkh.

Cuando Akhesa llegó al palacio norte, donde residían Nefertiti y Tutankatón, era presa de la más viva angustia, temiendo verse enfrentada a una realidad horrible.

El mayordomo que había ido a buscarla no le había dado explicación alguna. ¿Y si su madre…?

En cuanto penetró en el vestíbulo, sus temores se confirmaron. Casi todas las antorchas habían sido apagadas. Sólo subsistía una débil luz en la inmensa mansión silenciosa. Akhesa levantó una mirada interrogadora hacia el mayordomo, que se limitaba a guiarla en silencio a través de un laberinto de estancias, corredores y patios donde algunos servidores permanecían postrados con la cabeza gacha.

El signo del luto.

No tenía derecho a llorar. Akhesa debía mostrarse dueña de sí misma, afrontar la muerte de su madre con la dignidad que ella le había inculcado.

El mayordomo introdujo a la princesa en la alcoba de la gran esposa real, contigua a un cuarto de baño y una sala de unciones. Cerró tras ella las puertas de cedro.

Reinaba una oscuridad total. Cuando las lágrimas corrían ya por las mejillas de Akhesa, una voz casi imperceptible inició una melopea de suavísimas inflexiones.

La voz clara de Nefertiti, de absoluta pureza.

Akhesa se precipitó hacia el lecho donde su madre yacía inmóvil, con los ojos muertos.

—¡Madre, estás viva!

Akhesa estrechó con pasión la mano izquierda de Nefertiti, que colgaba de la cama.

—Es mi última noche en esta tierra, hija bienamada… Me siento feliz de abandonar este mundo para conocer otra luz. Atón me ha concedido la gracia de respirar hasta este momento para revelarte por fin tu destino.

La muchacha advirtió una sonrisa en las palabras de Nefertiti, una esperanza que vencía a la muerte.

—Tu padre ha venido hace unas horas. Quería hablarle por última vez. Lo que me ha dicho, Akhesa, me ha dado fuerzas para luchar hasta ahora.

La voz de la gran esposa real se debilitaba, apenas era ya audible.

—Ahora, hija mía, tú eres la guardiana de la legitimidad y la futura reina de Egipto… Tienes todas las prerrogativas de la primogénita. Despósate con el príncipe Tutankatón en este palacio, esta misma noche…, y vela por la felicidad de Egipto.

Mientras la noche estrellada tendía su manto de lapislázuli sobre la ciudad del sol, la princesa Akhesa era perfumada por una sirvienta en una sala de abluciones cuyas piedras habían sido caldeadas largo rato. Akhesa, desnuda, se había sentado en un taburete plegable y bebía un jugo de frutas fresco, que aspiraba a pequeños tragos gracias a un sifón importado de Siria.

La princesa no pensaba en nada. Se dejaba frotar y ungir con delicia, pensando sólo en su bienestar, en los estremecimientos que le recorrían la espalda y los costados. La sirvienta, desnuda también, apenas tenía veinte años. Camarera de Nefertiti desde la infancia, había conocido Tebas antes de partir con su señora hacia la nueva capital.

—Sois muy hermosa —confió a la princesa—, tan hermosa como vuestra madre. La mía era una de sus sirvientas cuando Nefertiti se preparó para su primera noche de amor con el faraón. Esta noche, yo tengo el deber de hacer que la belleza de vuestro cuerpo resplandezca, de haceros más atractiva que una diosa.

Akhesa dejó de beber. Esa noche, en efecto, se convertiría en la esposa del príncipe Tutankatón. Su matrimonio se llevaría a cabo por el simple hecho de ir a vivir bajo el mismo techo que el joven y ofrecerse a él. Ningún acto legal, ninguna ceremonia religiosa o civil serían necesarias. Se convertían en marido y mujer dos seres que se declaraban su amor y comenzaban una existencia común, compartiendo penas y alegrías.

—¿Has vivido en Tebas? —preguntó Akhesa.

—Sí, princesa.

—¿Es una ciudad tan agradable como nuestra capital?

Akhesa no podía confesar que había estado en la orilla occidental, en el palacio de la reina madre, y que lamentaba no haber podido descubrir la lujuriante ciudad cuyos barrios se desplegaban a la otra orilla.

La sirvienta dejó escapar un suspiro.

—Agradable… La palabra es demasiado débil. Tebas es la más rica, la más alegre de las ciudades. Cada noche se celebraban grandes banquetes. Yo tocaba la lira y cantaba. Aquí, la existencia se ha vuelto gris y apagada. Casi está prohibido reír, divertirse. Merodea la muerte… ¡Pero no esta noche! El amor la expulsará, estoy segura. Vos la alejaréis.

Ni una sola pulgada del admirable cuerpo de Akhesa carecía de perfume. Ella no se movía, jamás había sentido tal felicidad. Una satisfacción sencilla, animal, que saboreaba sin contención alguna.

La sirvienta dio un ligero masaje en el cuello de la futura reina. No estaba todavía lo bastante relajada.

—No temáis nada, princesa. El amor es una palabra de Dios. Lo que ahora sentís no es nada comparado con el goce que va a ofreceros. Ascenderá por vuestro cuerpo como el agua por las orillas del Nilo.

Por primera vez, Akhesa pensó arrobada en el príncipe Tutankatón. Se iba a convertir en el guarda de su felicidad. Comenzaba a amarle, no con loca pasión, sino con un sentimiento muy tierno que, pronto, nutriría la comunión que uniría sus almas y sus cuerpos.

La sirvienta abrió una caja de oro que contenía perfume y reposaba sobre una peana de plata formada por dos cartuchos[13] unidos, coronados por dos plumas de avestruz que enmarcaban el disco solar. La preciosa substancia, depositada en cada uno de los cartuchos que servían de recipiente, había sido preparada en el laboratorio del templo por sacerdotes médicos que conocían los secretos de Sekhmet, la peligrosa leona que había regresado de las lejanas regiones del Sur portando las más raras substancias aromáticas.

La caja estaba adornada con representaciones de un rey niño, con una trenza a un lado que simbolizaba su juventud; la fina escultura de oro, labrada o repujada, llevaba incrustadas piedras de colores. Con el índice de su mano derecha, la sirvienta tomó un poco de la olorosa pasta, y la extendió lenta y delicadamente en la base de la nuca de la princesa.

Una increíble sensación de frescor invadió a Akhesa. Dejó escapar un débil grito de goce. Le pareció que la menor parcela de su ser se volvía sensible.

—Permaneced inmóvil, princesa. Estáis dispuesta para el amor. Lo viviréis en lo más profundo de vos misma. Ahora, voy a vestiros.

Con los cabellos sujetos por una diadema de oro y plata, luciendo un collar de perlas y una corta túnica transparente que le llegaba a medio muslo, y calzando unas sandalias blancas de finas tiras, Akhesa vio como se abrían ante ella las puertas de la alcoba del príncipe Tutankatón.

El camarlengo dejó la antorcha en una mesilla y salió de la estancia. Por una ventana que daba a los jardines, Akhesa admiró la luna llena del segundo mes de primavera. Los astrólogos de palacio la habían anunciado como especialmente favorable: las influencias divinas penetrarían en la tierra sin que ninguna fuerza negativa se opusiera a ello.

El lecho, de ébano macizo, ocupaba el centro de la alcoba. Construido con un marco de la misma madera al que se adaptaba un enrejado de cordeles entrecruzados y pintados de blanco, tenía las patas adornadas con marfil y oro. En cada uno de los tres paneles que lo compartimentaban, destacaba el alegre rostro burlón del dios Bes, encargado de velar por el sueño del durmiente, apartando de él las pesadillas y los demonios que merodeaban en las tinieblas. A lo largo del lecho, bastante amplio para dos personas de poca corpulencia, corría un friso de lotos y papiros que evocaba la marisma original donde se había organizado la vida. Al entrar en el sueño, el alma moría para el día transcurrido y se zambullía en las aguas primordiales para regenerarse en ellas.

Aquella noche, Akhesa no apagaría las cuatro antorchas que ardían en las esquinas de la alcoba. Cada una de ellas, hecha de bronce y oro, tenía la forma de una cruz egipcia con el pie fijo en un pedestal de madera. Las cruces estaban provistas de brazos, que sujetaban recipientes llenos de aceite en los que flotaba una mecha encendida que no producía humo. La dulce claridad que dispensaban, hacía que Akhesa pareciera una ligera y coloreada sombra.

A un extremo del lecho se distinguía una cabecera en forma semicircular sostenida por el dios Shu, que permanecía de rodillas. Enmarcado por dos leones, que simbolizaban el ayer y el mañana, ofrecía la luz celeste que iluminaría los sueños de los durmientes. Akhesa tomó el magnífico objeto de marfil y lo depositó en el suelo. Así mantendría a distancia las ensoñaciones y el sueño.

Cuando Tutankatón penetró en la alcoba, vestido con una sencilla túnica, Akhesa le hizo frente.

Un niño, todavía no era más que un niño, pero su mirada estaba loca de amor. Su frágil cuerpo se estremecía de pasión. La miraba como si descubriera el verdadero rostro de una diosa.

—Akhesa… —susurró—. Akhesa…, quisiera…

—Acércate —recomendó la muchacha, sonriendo.

—Quisiera…

—Calla, joven príncipe, y acércate.

Vacilante, él obedeció, tembloroso. Su rostro casi tocaba el de la princesa. Tenían la misma talla. Sus labios se rozaron.

—Akhesa, todavía no puedo creerlo…

—Olvida las palabras —suplicó ella—, olvídalas todas y desnúdame.

La muchacha había echado hacia atrás la cabeza, y sus cabellos perfumados caían sobre los hombros. Tutankatón acercó lentamente una mano a los tirantes que sujetaban la túnica de Akhesa. La transparente vestidura cayó a lo largo del cuerpo de la princesa, desvelando sus pechos de turgentes pezones, su plano vientre, su sexo con rizos de azabache, sus torneadas piernas.

Maravillado, Tutankatón no sabía qué hacer. Mirándolo con ternura, Akhesa abrió su túnica y se arrodilló para desatar sus sandalias.

El príncipe la imitó, inclinándose para besar los pies de la muchacha. Una oleada de placer la hizo vibrar. Tomando de las manos a Tutankatón, se levantó. Éste se dejó guiar por un instinto que le dictaba los gestos adecuados. Estrechando el cuerpo desnudo de Akhesa contra su pecho, la besó con ardor. Akhesa desanudó el taparrabos de Tutankatón y condujo al príncipe a la cama, donde se tendieron abrazados. Permanecieron inmóviles unos instantes, recuperando el aliento. Luego, el muchacho se abalanzó sobre ella con toda la violencia de su juventud.