15

Pached se echó a temblar de miedo cuando los dos lebreles, olfateando su presencia, comenzaron a tirar de la correa que los sujetaba para saltar hacia la esquina del muro tras la que se ocultaba. Por fortuna, la princesa logró arrastrarlos más lejos. ¡Hubiera sido muy mala suerte acabar degollado por aquellos monstruos cuando estaba logrando su objetivo! Tras largas tardes de investigación, interrogatorios y rastreos, durante las que había tenido que ausentarse del ministerio, había conseguido identificar por fin a la mujer que, con amenazas, se había introducido en las salas de los archivos: ¡la princesa Akhesa, hija del faraón! Los indicios concordaban: la admirable finura de los pies, sus brazaletes y, finalmente, los dos lebreles.

Akhesa estaba implicada en una conspiración que había provocado la desaparición del enviado del rey de Biblos y la del diplomático Tetu… Aquella información podía valerle a Pached una importante promoción si sabía utilizarla. Sólo tenía que encontrar a la persona que más odiara a Akhesa.

Meritatón, la hija primogénita del faraón, solicitó a sus portadores que apresuraran el paso. Acurrucada en la silla de madera dorada protegida por dos parasoles, había huido de palacio. Se había engalanado para seducir definitivamente a su marido, Semenkh, pero éste la había rechazado con violencia y desprecio, proclamando su odio hacia las mujeres.

El cortejo real cruzó una pequeña plaza llena de gente que hacía sus compras. A lo largo de las blancas viviendas, los vendedores habían depositado cestas y cestillos trenzados con hojas de palma y llenos de panes, pasteles, legumbres, pescado fresco o seco, carne de buey y de cordero, especias, paños de diversas calidades y perfumes.

Los compradores discutían el precio. Se hablaba fuerte y en voz alta; las discusiones parecían envenenarse, pero terminaban en un acuerdo amistoso. Un campesino que ofrecía cebollas de excepcional tamaño tenía un enorme éxito. Eran muchos quienes sabían que aquella planta mantenía alejados a los demonios nocturnos y las enfermedades infecciosas.

Ensimismada, con los ojos bañados de lágrimas, Meritatón no se interesaba por las escenas del mercado. Repasaba la penosa escena que la había separado para siempre del hombre que debía ser su marido. ¿Cómo olvidar las abyectas palabras que había pronunciado? ¿Cómo admitir que se felicitara por pasar noches enteras en compañía del rey y haber reemplazado a la esposa que moría lejos de él? Semenkh era un ser innoble.

A la salida del mercado, Meritatón ya había recuperado cierta fuerza y lucidez. Sólo el odio seguía infundiéndole deseos de vivir.

Un suave viento refrescaba el templo «abanico de la luz» donde residía Meritatón. La princesa estaba sola en su santuario privado; había despedido a todos sus servidores, a excepción del portero. Desde que había llegado a sus manos un mensaje, escrito en tinta negra sobre un fragmento de caliza, con la marca del ministerio de Países Extranjeros, su esperanza había renacido.

Su corresponsal, que permanecía anónimo, solicitaba una urgente entrevista para comunicarle una información confidencial.

Meritatón soñaba. ¿No estaría la suerte ofreciéndole un arma eficaz para satisfacer su venganza? Calculó la hora en la clepsidra: media tarde. Fuera debía de hacer calor. La primogénita de Akenatón rindió homenaje al arquitecto que había dispuesto los muros de un modo tan sabio que la menor brisa se transformaba en corriente de aire que circulaba por todo el edificio, orientado de norte a sur. Pese a que se hallaban en plena canícula, reinaba un agradable frescor en aquel «abanico» de piedra que captaba toda la luz bienhechora del sol y ni un ápice de su desecante ardor.

El hombre entró acompañado por el portero, que se retiró enseguida.

Pached, maravillado, miraba a su alrededor, levantaba sus ojos al techo, admiraba las pinturas que representaban el nacimiento de los pájaros, el vuelo de los patos salvajes, los multicolores amores de las mariposas. La delicadeza de aquellos encantadores lugares dulcificaba su alma. Casi lamentaba su gestión y sus deseos de hacer daño. Pero era demasiado tarde para retroceder.

Meritatón, muy envarada en su afán por parecer autoritaria, devolvió a su huésped a la realidad.

—¿Quién sois y qué queréis de mí?

Pached se prosternó ante la joven, inclinando su mirada hacia el suelo de baldosas adornadas con estilizadas plantas.

—Soy sólo un humilde funcionario del ministerio de Países Extranjeros, pero me gustaría ayudaros. Tengo la seguridad de que vuestra hermana Akhesa está complicada en una grave conspiración.

Meritatón contuvo a duras penas su júbilo.

—Levantaos y seguidme.

Le condujo a una salita en cuyo centro había una fuente; el agua que manaba, caía en inmateriales arcadas. Estaba rodeada de bancos de piedra, donde se sentaron Meritatón y Pached, separados por la cristalina pantalla.

—¿Qué tenéis que decirme? —preguntó impaciente.

—La princesa Akhesa me amenazó utilizando a sus dos lebreles. No tuve más remedio que dejarle paso franco hacia las copias de los archivos, que ella consultó. Ocultaba su rostro.

Ante el visible júbilo que brillaba en los ojos de Meritatón, Pached supo que no había fallado en sus cálculos. Los porteadores de la primogénita del faraón le habían comunicado el odio que ésta albergaba contra su hermana Akhesa. Cuando Meritatón le preguntó de qué modo podía agradecérselo, el funcionario se relajó. Estaba llevando a cabo con éxito la más fructífera gestión de su carrera.

El jefe de la policía, Mahú, bostezó varias veces. El bol de habas calientes que acababa de engullir le devolvía ciertas fuerzas, pero sus incesantes idas y venidas del cuartel central a los puestos fronterizos terminarían por dejarlo agotado. Sin embargo, se imponía aquel deber e intentaba mantener a sus hombres en permanente estado de alerta. Mahú tenía la certidumbre de que los hititas, aprovechando la momentánea debilidad del faraón, intentarían invadir Egipto. Solicitarían a sus viles aliados, los perros libios y los chacales beduinos[12], que llevaran a cabo un primer ataque.

Mejor hubiera sido una de aquellas expediciones preventivas que tan bien sabía organizar el gran Tutmosis III. Pero Akenatón era incapaz de ello, y Horemheb no actuaría sin órdenes. De este modo, Mahú tenía la sensación de ser, con sus fuerzas de policía, la primera muralla contra la invasión. Una muralla que debía aceptar ser sacrificada.

Tras haber inspeccionado la guarnición del puesto norte, Mahú volvió a subir al carro y lo lanzó a toda velocidad hacia un fortín aislado, situado a poca distancia de la estela más septentrional plantada por Akenatón para delimitar el territorio de Atón.

En la pista se había detenido un carro, sobre el que iban montados un arquero y, a su lado, una mujer vestida con una larga túnica blanca.

Extraño encuentro en aquel lugar habitualmente desierto. Mahú detuvo su propio vehículo y bajó. Había reconocido a Meritatón, la primogénita del rey. Aquella entrevista no le decía nada bueno.

—Os necesito —declaró nerviosa Meritatón.

—Estoy a vuestras órdenes —respondió prudente el jefe de la policía.

—Mañana por la noche estaréis ante la entrada de las estancias privadas del príncipe Semenkh. Se preparan graves acontecimientos. Vuestra presencia evitará una gran desgracia.

Sin aguardar respuesta, la princesa subió de nuevo al carro que conducía el arquero y desapareció entre una nube de polvo. Mahú permaneció largo rato inmóvil, presa de la indecisión. No estaba acostumbrado a recibir tales órdenes. ¿No intentarían implicarle en una conspiración? Las intrigas de la corte real no eran cosa suya. Pero si ofendía a Meritatón, desobedeciéndola, corría el riesgo de ser destituido.

Lo más prudente sería, sin duda, no mantener esa entrevista demasiado secreta. Dar a conocer su temor al general Horemheb sería una no desdeñable garantía.

Agotada por su paseo en compañía de Carnero y Toro, que ella misma había devuelto a las perreras, Akhesa se durmió nada más tenderse en la cama. Su sirvienta le dio un masaje en los pies y las piernas sin despertarla, luego esparció perfumes por la alcoba para mantener alejados a los insectos, y apagó, soplando, las mechas de las lámparas.

Aquella noche, el sueño de la princesa era tan profundo que hubiera sido necesario un gran ruido para despertarla. La pequeña sirvienta de doce años que entró por una de las ventanas y avanzó descalza por el enlosado, golpeó con el codo una silla baja. Tras comprobar que la respiración de la durmiente seguía siendo regular, llevó a cabo la misión que su señora, Meritatón, le había confiado: robar un espejo en forma de llave de la vida y un vestido plisado.

Akhesa se sentía maravillosamente bien. La primavera era su estación preferida. Su luz le proporcionaba nuevas energías, unas formidables ganas de vivir y de ser ella misma. Flotaba en el aire ligero un inefable deseo que los poetas sabían cantar muy bien, celebrando la unión de las dos orillas y el matrimonio del cielo con la tierra.

Sin embargo, no gozaba, como de costumbre, de la admirable vista que descubría desde los jardines colgantes del palacio. El extraño mensaje que le había transmitido su sirvienta nubia llenaba en exceso su espíritu como para que pudiera saborear el verde traslúcido de los campos, el brillante azul del cielo, el fulgor de las aguas del Nilo.

Un papiro sellado contenía algunas palabras casi ilegibles, escritas a toda prisa y firmadas por la mano del príncipe Semenkh, el esposo de Meritatón. Le rogaba que le visitara aquel mismo anochecer, cuando el sol se pusiera en el patio interior situado ante sus aposentos privados.

Irritada por la torpeza de la nubia, que había extraviado su espejo y un vestido plisado que le gustaba mucho, Akhesa experimentaba una vaga angustia. ¿Tenía que acudir a casa de Semenkh? ¿Qué peligro corría? Si el marido de su hermana deseaba tanto verla, era sin duda para hacerle confidencias. ¿Debía escucharle a fin de obtener inesperadas informaciones? Por otra parte, sentía curiosidad, ese goloso sentimiento insaciable que no la dejaría en paz hasta estar satisfecha.

Akhesa atravesó los jardines, trepando con agilidad por las más escarpadas pendientes. Se aseguró de que nadie la hubiera seguido antes de aventurarse por el patio interior, donde el príncipe Semenkh, como cada tarde a aquellas horas, dirigía una plegaria al sol poniente con las manos levantadas hacia el occidente del cielo.

Semenkh tenía el rostro sumamente delgado. Sus ojos estaban clavados en un punto lejano y no se apartaban de él. Permanecía tan inmóvil como una estatua. Su lúgubre tez le hacía parecer un genio del otro mundo, dispuesto a devorar a los viajeros que ignoraran la contraseña.

Akhesa pensó conmovida en su hermana. ¡Qué desgraciada debía de ser con semejante hombre!

Avanzó en la penumbra. Semenkh no reaccionó. Ella se aproximó. Él volvió lentamente la cabeza en su dirección.

—¡Cómo os atrevéis a interrumpir mi plegaria! —se indignó.

—Porque me lo habéis pedido —respondió Akhesa.

Semenkh, intrigado, frunció las cejas.

—¿Qué os lo he pedido? ¿Qué significa ese cuento? Detesto a las mujeres. Son frívolas y mentirosas. ¡No tengo deseo alguno de veros y menos aún de hablar con vos!

—¿Habéis olvidado acaso este mensaje, firmado por vuestra mano?

Semenkh consultó el papiro que la joven le enseñaba.

—Es falso, no es mi caligrafía.

—Demostradlo.

—De modo que no me creéis. Entonces, seguidme.

Akhesa penetró en los aposentos privados de Semenkh y Meritatón.

—¿Está ausente mi hermana? —se asombró.

—No vivimos juntos —reveló sardónico el príncipe—. Ya os he dicho que la compañía de las mujeres me disgusta.

Un gran desorden reinaba en la sala de columnas donde trabajaba Semenkh. Había rollos de papiro y tablillas esparcidos por el suelo. En los muebles bajos se veían vestiduras y material de escritura. El príncipe recogió un fragmento de caliza y lo mostró a la hija del faraón.

—He aquí mi caligrafía. Comparadla con la del mensaje que habéis recibido.

Akhesa lo comprobó enseguida. Su mirada se posó en un espejo y en un vestido plisado que estaba junto a un cofre de madera. Se los indicó a Semenkh.

—Eso me pertenece —declaró asombrada—. ¿Cómo habéis obtenido esos objetos?

Semenkh se arrodilló para recoger el espejo y el vestido.

—Pero… lo ignoro. Nunca los había visto.

La puerta de la sala de columnas se abrió con estruendo. En el umbral estaba Meritatón.

—De modo —afirmó rabiosa— que me engañas con mi propia hermana, en mi propio palacio. ¡Cometes adulterio, un crimen que merece el más severo de los castigos!

Semenkh, tembloroso, se levantó.

—Te equivocas, Meritatón… Te equivocas…

—He sido convocada aquí por un misterioso corresponsal que ha imitado la escritura de tu marido —explicó Akhesa.

—Y ese vestido que tiene en las manos, ¿acaso no es tuyo? ¿No te pertenece ese espejo?

—Los han robado y los han colocado aquí para acusarme, querida hermana. Esta grosera artimaña es de tu estilo.

—No debieras ironizar, Akhesa. Tu comportamiento es más reprensible aún de lo que imaginas. No sólo compartes el lecho de un hombre casado, sino que traicionas también a tu país.

Semenkh miró con asombro a su esposa.

—Te has vuelto loca, Meritatón.

—He traído a un testigo que hará que el tribunal te condene, Akhesa. Tú y Semenkh seréis desterrados, obligados a abandonar la ciudad del sol, tal vez encarcelados o algo peor todavía.

El maligno gozo de Meritatón oprimió el corazón de Akhesa. No podía creer que el odio degradara tanto a un ser. Su hermana ya no sentía por ella la menor brizna de afecto. Había decidido librar un combate sin merced para conservar su poder.

Un hombre apareció junto a Meritatón. Pached, el funcionario del ministerio de Países Extranjeros. Akhesa creyó desfallecer. Manipulado por Meritatón, podría causarle los mayores problemas. Con su testimonio, las acusaciones de su hermana no carecerían de peso.

El príncipe Semenkh había perdido toda su soberbia. Retorcía el plisado vestido de Akhesa como si fuera un trapo.

—Y el funcionario Pached no ha venido solo —dijo Meritatón triunfal—. Le acompaña el jefe de la policía, Mahú, y sus hombres.

—¿No pensaréis detenerme? —preguntó angustiado Semenkh, arrojando lejos el vestido arrugado—. ¡A mí no! ¡Soy tu marido y el confidente del rey!

—Me has engañado, Semenkh. Mereces ser castigado. Tu suerte ya no me concierne.

Meritatón se apartó para dejar paso al jefe de la policía. Sin embargo, se llevó una desagradable sorpresa. Mahú era un hombre demasiado prudente como para asumir el riesgo de interpelar a los miembros de la familia real. El hecho no era ilegal, pero habría sido necesario algo mucho más sólido que lo que Meritatón aducía.

No fue Mahú quien penetró en la sala de columnas, sino el general Horemheb.

Incrédula, Meritatón lanzó un grito de espanto. Retrocedió hasta que su espalda chocó contra el muro. Horemheb la miró con desdén, al igual que al aterrorizado Pached.

El faraón Akenatón hacía ya varias semanas que no concedía audiencias. La sala del trono permanecía desierta, habitada por el fantasma de un gran rey que había sabido crear una nueva capital. El general Horemheb había decidido entrevistarse con Akhesa tras los graves acontecimientos que habían perturbado la corte real. Le había rogado que se reuniera con él en una de las columnatas del palacio, animada antaño por el paso de los escribas.

El jefe de la policía, Mahú, y el comandante Nakhtmin se felicitaban por haber alertado a Horemheb. Este último había tomado en sus manos el asunto. Había librado a Akhesa de las falaces acusaciones hechas por Meritatón, desacreditada ya para siempre. Un informe con su actuación, firmado por el propio general, había sido entregado a Akenatón. El rey no había hecho declaración alguna, pero había prohibido el acceso a su gabinete privado al príncipe Semenkh. Pached había sido condenado a trabajos forzados en los oasis.

Horemheb estaba nervioso. Hasta entonces había actuado respetando el Maat. Se había jurado a sí mismo no traicionar nunca la ley de armonía revelada por los dioses.

Hoy, el amor que le inspiraba una muchacha, hija de su rey, le hacía vacilar. Se había convertido en el principal enemigo de sí mismo, un adversario implacable contra el que luchaba con la torpeza de un novicio.

La reputación de Akhesa había crecido de pronto en la ciudad del sol. El rumor afirmaba que se había convertido en la protegida del general Horemheb y que, por su mediación, se habían iniciado conversaciones con los sacerdotes de Tebas.

El rumor, una vez más, mentía. La única negociación que Horemheb pretendía llevar a buen puerto tenía a Akhesa como interlocutora privilegiada. Aquella entrevista no era secreta. La princesa llegó acompañada por una escolta de servidores. Sus cabellos estaban recogidos por una diadema de perlas finas. Llevaba los ojos maquillados de verde oscuro.

El general propuso a la princesa pasear por la columnata. Caminaron lentamente, uno junto a otra, dando vueltas en torno a la sala del trono con la puerta cerrada, como atraídos por el vacío de un poder que conducía a Egipto a su perdición.

—Sé cuánto os debo, general. Nunca lo olvidaré.

—He cumplido con mi deber, Alteza. Servir a la verdad es lo que nos da la vida.

—¿Qué será de Meritatón?

—No soy yo quien debe decidirlo. Nuestro destino está en manos del faraón. Sin embargo…

—¿Sin embargo…?

—Egipto necesita una gran reina.

—Meritatón es la primogénita. Detenta la legitimidad de la sangre.

Horemheb y Akhesa mantuvieron un largo silencio. Aquella realidad era incuestionable.

—Egipto necesita una gran reina —repitió Horemheb, apretando las mandíbulas—. Los dioses y yo mismo velaremos para que la tenga.

La muchacha se estremeció, fascinada por la determinación del general.

«Los dioses»… Se había atrevido a decir «los dioses», negando la omnipotencia de Atón.

—Quisiera compartir con vos una confidencia.

El corazón de Horemheb palpitó. No se atrevía a imaginar las palabras que ella iba a pronunciar y que trastornarían su vida.

—General, antes de morir, la reina madre Teje me reveló el nombre del futuro faraón que esperaba ver subir al trono: Tutankatón. Le prometí…

—¡No teníais que prometerle nada! —intervino con sequedad Horemheb—. El príncipe tebano es sólo un niño, y como tal será tratado.

Horemheb no reconoció que la revelación de Akhesa le turbaba.

Tutankatón… ¡Tutankatón había sido también designado por Nefertiti! ¿Iba un niño a interponerse entre Akhesa y él? Se reprochó enseguida tan insensata reacción.

—Os engañáis con respecto a Tutankatón, general. Evoluciona rápidamente. Frecuentar la corte le ha hecho madurar.

—Se afirma que está enamorado de vos… ¡Es absurdo!

—No lo creo. Un sentimiento profundo le anima, en efecto.

Sonreía, tensa. Aquella sonrisa torturó a Horemheb.

—Y vos…

No logró hacer la pregunta que le abrasaba los labios. Akhesa no le obligó a ello.

—Akhesa… Alejaos de Tutankatón. Se hallará en el centro de un grave conflicto.

La muchacha desafió al general, aguantando su mirada.

—Tutankatón es un futuro faraón y he prometido estar a su lado. Soy la única que puede ayudarle.

Una intensa decepción se pintó en el rostro de Horemheb.

—No os mezcléis en la lucha por el poder, princesa. Será cruel, implacable. Permitidme protegeros. Cuando la tormenta haya comenzado, será demasiado tarde.

Akhesa permaneció serena.

—No la temo. Haré cualquier cosa para evitarla. Tal vez la paz civil pase por mi boda con el príncipe Tutankatón.

Horemheb estaba viviendo una pesadilla. Sin embargo, lo que leía en los ojos de la princesa no se parecía a la indiferencia. Aquella muchacha le amaba, estaba seguro de ello. Pero le anunciaba, con increíble calma, que se entregaría a otro hombre.

—Si os desposáis con Tutankatón, princesa, seremos enemigos irreconciliables.

—Hágase según la voluntad de Atón, general.