Las tropas de elite conducidas por el general Horemheb llegaron al puesto fronterizo septentrional de la ciudad del sol cuando Atón brillaba en la cima de su carrera celeste. El jefe del ejército egipcio fue recibido por Mahú, el jefe de la policía. Este último había doblado la guardia y no dejaba de inspeccionar los fortines, donde sus hombres ejercían una constante vigilancia tanto de día como de noche.
La desaparición del general había causado el mayor trastorno en la capital. Había sido necesaria toda la autoridad del «divino padre» Ay para apaciguar la inquietud de los cortesanos, decididos a solicitar una audiencia extraordinaria al rey. Ay les había disuadido, afirmando que Horemheb había partido en misión secreta hacia el norte.
Mahú informó a Horemheb de que una sucesión de desgracias habían caído sobre la dinastía reinante: la muerte de la segunda hija, la grave enfermedad de la gran esposa real Nefertiti, el fallecimiento de la reina madre Teje, la locura mística en la que Akenatón se sumía cada vez más… Horemheb escuchó sin decir palabra el informe del jefe de la policía y le ordenó que mantuviera las medidas de seguridad. En adelante, ningún extranjero debía penetrar en la ciudad del sol, cuyas fronteras permanecerían cerradas hasta nueva orden.
Nunca Mahú había visto tan preocupado a Horemheb. No se atrevió a hacerle la menor pregunta, convencido de que el general no le respondería. Éste no había dado a sus soldados descanso alguno, como si deseara mantener la tensión y no desmovilizarse, como si se preparara una intervención en el interior mismo de la ciudad del sol.
Era la primera vez que Horemheb imponía una decisión que, era evidente, no emanaba del faraón. ¿Acaso el poder estaba cambiando de manos? ¿A quién debía, en adelante, obedecer Mahú? En la incertidumbre, no eligió. Ejecutaría las órdenes dadas por Horemheb y posteriormente avisaría al rey.
Cuando Horemheb bajó de su carro, ante el palacio real, la ciudad estaba dormida. Los nobles hacían la siesta en los floridos jardines de sus suntuosas villas. El general subió de cuatro en cuatro los peldaños que conducían a la primera terraza, donde los guardas se apartaron para dejarle pasar. Incluso debiendo afrontar un asunto de Estado de excepcional gravedad, Horemheb no podía apartar de sus pensamientos a la princesa Akhesa. Su rostro, su cuerpo de diosa, su orgullosa y conquistadora personalidad le habían hechizado.
Diez, cien veces había intentado expulsarla de su espíritu, negándose a nombrar el sentimiento que se había apoderado de su corazón y que le obligaba a librar la más difícil de todas sus batallas.
¿Cómo habría vivido Akhesa los dramáticos acontecimientos de las últimas semanas? La desaparición de su hermana le ofrecía una nueva posición en la corte. ¿Habría descubierto el faraón la verdadera naturaleza de su hija? ¿Sería consciente de su ambición y de sus excepcionales aptitudes? Horemheb ignoraba que la muchacha que ocupaba sus pensamientos no había dejado de observarlo desde que su carro entrara en la vía real.
Desde sus aposentos, Akhesa había asistido con inquietud al regreso del general. En ciertos momentos, había esperado su muerte. Durante una entrevista que había concedido al príncipe Tutankatón, éste, desbordante de júbilo y de confianza en la que amaba, le había contado con detalle los pequeños y grandes momentos que habían marcado su infancia. Con una desarmadora ingenuidad y sin la menor doble intención, había evocado a su hermano Semenkh, con quien no tenía ningún punto en común, a su protector Huy, cuya rectitud halagó, al comandante Nakhtmin, el instructor al que veneraba.
Ella le había comunicado la muerte de Teje, que las autoridades de Tebas conseguían mantener en secreto. Akhesa había creído que el joven príncipe estallaría en sollozos. Pero había dado pruebas de una sorprendente dignidad, interrumpiendo su cháchara y cerrando los ojos para contener mejor su tristeza. Akhesa y él se habían recogido largo rato en los jardines inundados de sol.
En pocas horas, Tutankatón había abandonado la infancia. Ya sólo le quedaba su condición de príncipe. Y no cesaba de interrogarse. ¿Cuál sería su porvenir? ¿Qué papel desempeñaría en la corte? ¿Qué funciones le atribuiría Akenatón?
Aquella toma de conciencia, por dolorosa que fuera, causó una inmensa felicidad a la hija del faraón. Pronto podría compartir con Tutankatón sus preocupaciones sobre Egipto.
A pesar de que ahora miraba al príncipe de un modo distinto, no le reveló las últimas palabras que Teje había pronunciado ni la misión que le había confiado.
—Solicito una audiencia inmediata —declaró Horemheb al comandante Nakhtmin, ascendido a jefe de la guardia real—. Debo entrevistarme enseguida con Su Majestad.
—¿Motivo de vuestra demanda? —pregunto Nakhtmin, ceremonioso.
A Horemheb le divirtió esa actitud.
—No os lo toméis tan en serio, comandante… Avisad a Su Majestad de mi presencia. No debéis conocer la razón.
El rostro de Nakhtmin se contrajo. Estuvo a punto de reaccionar con violencia, pero recordó a tiempo que estaba ante un superior y prefirió desaparecer.
Regresó poco después, con una sonrisa desafiante en los labios.
—Nadie puede molestar al rey. Está trabajando en su gran himno.
Horemheb, estupefacto, creyó que Nakhtmin le estaba gastando una broma pesada.
—Conducidme inmediatamente junto a Su Majestad —exigió.
—Imposible, general. Si tuvierais la deplorable idea de entrar a la fuerza, me vería obligado a proteger a Su Majestad, tal como me ha exigido.
—Os felicito por vuestro sentido del deber, comandante. Lo recordaré.
Cuando el general se disponía a salir del palacio real, preguntándose qué conducta debía adoptar, el «divino padre» Ay salió a su encuentro. Tomándole del brazo, le llevó hasta un laboratorio que albergaba numerosos botes de ungüentos. Allí se almacenaban también las jarras que contenían las decocciones de plantas para uso medicinal.
—Aquí podremos hablar tranquilos, general. ¿Habéis intentado ver al rey?
—No me ha recibido.
Ay no ocultó su decepción.
—Había esperado que vuestro regreso le arrancara de su sueño. Se niega a tomar decisiones. Sólo le interesa su papel de maestro espiritual.
—¿Cuándo os consultó por última vez?
—Hace tres días —respondió el «divino padre»—. Pero ya no me pide consejo. Me anunció una boda de corte con su hija Akhesa.
Horemheb se sulfuró, indignado.
—¿Con Akhesa? ¿Qué significa esta nueva locura?
Ay advirtió con cierta sorpresa la violenta reacción del general.
—Tras la muerte de su segunda hija —observó el «divino padre»—, Akhesa adquiere una posición mucho más importante. Tendrá un servicio más numeroso y llevará una existencia mucho más fastuosa. Pero creo que debemos tratar temas más serios. ¿Cuáles son los resultados de vuestra misión?
Los rasgos del general se endurecieron.
—La situación es catastrófica. Todos los puertos fenicios han caído en manos de los hititas y de sus aliados, los sirios.
—No me diréis que Biblos…
—Su rey, Ribaddi, resistió durante meses. Murió durante el asedio de su ciudad.
—Si los sirios actúan contra nosotros, eso significa que…
—Que Aziru es un traidor y que es preciso impedir, actuando de inmediato, que siga perjudicándonos. Escapamos a una emboscada tendida por unos beduinos que obedecían órdenes de uno de sus espías. Detuvimos a muchos más, mandados por hititas, y les hicimos hablar. Si nuestro ejército no interviene en los próximos meses, nuestras provincias de Asia estarán perdidas para siempre. Peor aún, si el reino del Hatti llega a considerar que Egipto es lo bastante débil, no vacilará en invadirnos.
Ay estaba aterrado. No había imaginado semejante desastre. La propia civilización faraónica corría el riesgo de desaparecer bajo los golpes de los hititas.
—Lo que solicitáis, general, es muy prudente. Pero sólo el faraón puede concedéroslo.
Ambos hombres se interrogaron mutuamente con la mirada. Uno de ellos debía tomar una decisión para salvar Egipto.
—No —dijo Horemheb atormentado—. Ni vos ni yo tenemos derecho a sustituir al rey. Sería un crimen contra Maat, la ley divina. Somos servidores del faraón. Actuar contra su voluntad nos convertiría en traidores.
El «divino padre» tomó un bote de ungüento a base de cinamomo y aplicó un poco en su brazo.
—Es un producto excelente. Al penetrar en las carnes, las relaja. Junto a un buen masaje, posee propiedades rejuvenecedoras. Este lugar es maravilloso. Nuestros sabios han reunido aquí numerosas substancias eficaces contra casi todos los males… No tenemos derecho a taparnos los ojos, general. Si permanecemos inactivos, colaboramos con el enemigo. No se trata, naturalmente, de dar órdenes en lugar del rey. Enviar tropas a Asia es su responsabilidad exclusiva. Pero podríamos ayudarle…
—¿De qué modo?
—Interviniendo de modo puntual y trayéndole a Aziru. Con las pruebas que poseéis, el faraón se verá obligado a condenarle.
—Eso provocaría una revuelta siria…
—No lo creo, general. Si Egipto afirma su grandeza, evitaremos la guerra. Si sigue mostrándose tan débil, la desgracia se abatirá sobre nuestra patria y sobre los países que protege. ¿Osáis, acaso, pretender lo contrario?
Horemheb comprendió que había juzgado mal al «divino padre». No era un hombre brillante, pues el vigor de la juventud le había abandonado; pero, bajo las apariencias de un viejo cortesano discreto, Ay gobernaba en la sombra. ¿No era cierto que durante sus entrevistas con Akenatón ejercía una gran influencia sobre el soberano? ¿No era cierto que le había dictado una prudente conducta hasta el día en que el monarca había preferido, definitivamente, las exigencias de Atón a las necesidades de los humanos?
Sin embargo, pese a su habilidad, el «divino padre» parecía haber perdido toda prerrogativa. Para conservar sus privilegios, se veía obligado a pactar una alianza con Horemheb, fuera cual fuese la desconfianza que por él sentía.
—De modo que soy yo quien debe correr todos los riesgos —estimó este último—. Si provoco un grave incidente diplomático actuando sin la autorización del faraón, podría ser acusado de insubordinación.
—O convertiros en un héroe de inmenso prestigio. Vos elegís, general.
Desde su último altercado con Akhesa, la primogénita del faraón, Meritatón, no lograba hallar la paz espiritual. La muerte de su hermana elevaba a Akhesa a un rango superior en la jerarquía de la corte. Sin embargo, sus honores serían irrisorios. Desde que Akenatón había anunciado a su primogénita que se desposaría con Semenkh, el príncipe que él asociaba al trono para convertirle en su sucesor, Meritatón gozaba de la más absoluta de las certidumbres: sería reina de Egipto.
Sin embargo, la existencia misma de Akhesa seguía atormentándola, como si aquella hermana demasiado turbulenta pudiera impedirle todavía acceder a la más alta función. Necesitaba hallar un medio de desprestigiar a Akhesa, de hacer que su indignidad se revelara a todo el mundo. ¿Cuántas noches había pasado en vela sin conseguirlo?
—El príncipe Semenkh ha llegado —anunció el intendente de Meritatón.
—Hacedle pasar a la sala de unciones.
Meritatón había elegido adrede aquella estancia cerrada, sin ventanas, una de las más pequeñas de su «abanico». Quería hechizar al hombre que sería, al mismo tiempo, el faraón y su marido. La primogénita de Akenatón temía el instante en que, entre los brazos de Semenkh, se convertiría en una auténtica mujer.
La sala de unciones estaba embaldosada. Tendidos y desnudos, los cuerpos recibían allí masajes aplicados con ungüentos olorosos. Pero no había llegado todavía el momento de ofrecer a su prometido semejante intimidad. Sin embargo, al recibirle allí, daba testimonio del consentimiento personal que añadía a las órdenes de su padre. La propia Meritatón había dispuesto, en una mesita, dos copas de cerámica en forma de cáliz y decoradas con flores de loto, y, a su lado, un jarro de panza oval provisto de un pico vertedor y dos apéndices horizontales que le daban el aspecto del signo jeroglífico que significaba «vida». Contenía un licor de dátiles elaborado por el mejor especialista de las cocinas reales, un líquido suave y fuerte al mismo tiempo, que embriagaba dulcemente.
A Meritatón le costó resistir la tentación de beber, para darse valor, un vaso de aquel licor. Lamentó, de pronto, no haber recibido a Semenkh en la galería, situada en el vestíbulo de entrada, en presencia de varios servidores.
Cuando Semenkh fue introducido en la sala de unciones, Meritatón se sobresaltó. Era la primera vez que lo veía de cerca. No le imaginaba tan feo, flaco y repelente. Su piel estaba teñida de moretones, iba mal afeitado y llevaba sucios los cabellos. Aquella horrible visión le impidió pronunciar la menor palabra.
Semenkh tomó el jarro que contenía el licor de dátiles y lo derramó.
—Detesto este lujo, este palacio y este recibimiento digno de una cortesana —dijo con desdén—. Atón lo detesta. Atón y su profeta Akenatón son mis únicos señores. Nunca tendré otros, ni siquiera vos. No quiero mantener relación alguna con vos. Permaneceréis aquí hasta la coronación.
Con el reverso de la mano, Semenkh barrió las dos copas de cerámica, que cayeron al suelo y se rompieron. Acto seguido, salió de la sala de unciones sin volverse.
Meritatón temblaba de rabia. ¿De modo que eso era convertirse en reina en la ciudad del sol? ¿Por qué la abrumaba así su padre? ¿Por qué la obligaba a compartir el lecho de semejante degenerado? Ninguna política, ni siquiera la de una alianza con Tebas para preservar el poder del faraón, justificaba sacrificar así a una mujer. Dejando que su odio aumentara, divisó de pronto una inesperada posibilidad de satisfacerlo.
—Es preciso salir inmediatamente de la capital —anunció el diplomático Tetu al rey de Siria, Aziru, que disfrutaba de las delicias de la ciudad del sol.
Tranquilamente tendido en un estrado cubierto de alfombras, el sirio comía un muslo de oca asada y bebía vino blanco del Delta, de una frescura ideal. Aziru había sido honrado como un soberano extranjero que había jurado fidelidad al faraón. Una decena de sirvientas nubias, fenicias y sirias se ocupaban de todas sus necesidades. Su mesa era constantemente provista de pasteles, redondos panes, costillas de buey y jarras de vino.
Perfumado y con el cuello adornado por guirnaldas de flores de loto, el sirio sólo salía de la magnífica villa que le había sido atribuida para pasear en barca por uno de los lagos de recreo, visitar el jardín botánico o escuchar los conciertos que ofrecían, al aire libre, las intérpretes de la corte.
Saciado de felicidad egipcia, Aziru olvidaba que la había obtenido gracias a la mentira y la prevaricación.
—Me niego a partir —dijo a Tetu—. Instalaos a mi lado y compartid mi comida. Esta ciudad es un paraíso.
—Para vos ya no. Horemheb acaba de regresar del extranjero sano y salvo.
Descompuesto, Aziru asió a su cómplice de los hombros.
—¿Ha decidido…?
—Lo ignoro, pero no deben vernos juntos. Vuelvo a mi despacho del ministerio. Tomad un carro y huid por el norte.
Tetu sabía que enviaba al sirio a la muerte. Aquella ruta era la mejor custodiada. Un general del temple de Horemheb, sin duda habría doblado la guardia del puesto fronterizo.
Aziru, que no poseía gran coraje físico, estaba aterrorizado. Impulsado por el miedo, consiguió sin embargo conducir su carro hasta la primera línea de arqueros egipcios.
Éstos no parecían amenazadores. Sin duda no albergaban ningún sentimiento hostil para con él. Aziru lanzó su caballo al galope.
Los soldados, bonachones, se apartaron.
Aliviado, el fugitivo creyó por un instante haber escapado de los egipcios y recobrado la libertad.
Entonces, descubrió con espanto una segunda línea de arqueros.
Éstos tendieron sus arcos.
—¡Soy el rey de Siria! —gritó Aziru.
Tirando de las riendas, inmovilizó su carro. El caballo relinchó. Para mostrar sus pacíficas intenciones, Aziru bajó del vehículo y avanzó hacia los militares.
El jefe del destacamento, creyendo que sus hombres sufrían un ataque por parte del enemigo, dio orden de disparar.
Varias flechas partieron juntas. Se clavaron en la garganta y el pecho del rey de Siria, que con ojos asombrados se desplomó.
Utilizando un mazo de tallador de piedra, el diplomático Tetu rompía una a una las tablillas de arcilla donde se habían grabado los mensajes de los soberanos extranjeros que no había transmitido al faraón. Al destruir esos archivos, hacía desaparecer los rastros de su traición. Aunque Horemheb terminara sospechando de él, ¿de qué podría acusarle?
Tetu juraría que él mismo había sido víctima de subordinados incompetentes o, mejor todavía, de las trapacerías del embajador Hanis, un hombre al que detestaba desde su nombramiento. Si tenía tiempo para falsificar algunos documentos, su montaje resultaría creíble.
Horemheb no hubiera debido regresar nunca de su expedición. La emboscada organizada por Aziru, con la complicidad de una tribu beduina, parecía perfecta. El dios Horus, presente en el nombre del general[11], le había protegido una vez más.
Tetu trabajaba deprisa. Estaba empapado en sudor. Expurgada de tablillas comprometedoras la primera sala de archivos, pasó a la segunda. Allí se conservaban las llamadas de socorro de Ribaddi, rey de Biblos. El mazo golpeó de nuevo.
El diplomático sintió cierto malestar y suspendió su gesto. Percibía una presencia. Sólo había un escondrijo posible, un rincón tras una pila de tablillas vírgenes. Asiendo con fuerza su instrumento, avanzó en aquella dirección.
—No cometas otro crimen —dijo el embajador Hanis surgiendo de las sombras—. Hace ya varios días que te espero aquí… Pero han debido de tardar mucho en informarte del regreso de Horemheb. Supongo que el general ha hecho detener a la mayoría de tus cómplices sirios y no recibes mucha información.
Tetu, con el corazón palpitante, intentó recuperar su calma. Las deducciones de Hanis eran exactas. Los espías que trabajaban al servicio del diplomático mantenían un inquietante silencio cuya razón comprendía ahora. Les harían hablar. Sólo citarían el nombre de su jefe directo: Aziru, a quien los arqueros del faraón habían debido de abatir.
—¿Cómo has sospechado de mí, Hanis?
El embajador reunió los fragmentos de una tablilla con uno de los numerosos mensajes del infeliz rey de Biblos, que había sido fiel hasta la muerte.
—He hecho una discreta investigación entre los funcionaros encargados de recibir y seleccionar la correspondencia diplomática. Tienen un notable sentido de la jerarquía, que tú debiste de inculcarles: desde hacía un año, aproximadamente, todo pasaba por tus manos. Te imponías un aumento considerable del trabajo. Supuse que ocultabas muchas tablillas que el faraón ni siquiera había visto. Eras lo bastante hábil como para ocultarlas aquí y allá, entre los demás archivos. Registrar yo mismo habría requerido un tiempo considerable y habría llamado tu atención. He preferido esperar a que cometieras la primera falta. También conté con el testimonio del jefe de la policía. El hombre que mataste no era un espía sirio. ¿Por qué has traicionado a Egipto?
Tetu esbozaba un plan. Hanis era un hombre de letras, que detestaba la violencia, un hábil negociador acostumbrado a los compromisos. ¿Por qué no proponerle un trato?
—¡Por oro, Hanis, por oro! Los hititas son muy generosos. A causa del loco de Akenatón, Egipto está condenado a morir. Mañana, el rey del Hatti gobernará las Dos Tierras. Sabrá ser agradecido con quienes le hayan ayudado a tomar el poder.
—De modo que sólo existe el oro —advirtió Hanis—. Ya no amas a tu país ni crees en él. No podías cometer falta más grave.
—Sé lúcido, Hanis. Esta corte está llena de cobardes y de mentirosos. El rey es un enfermo, y Horemheb un timorato que detesta al faraón pero sigue sirviéndole. El ejército egipcio no resistirá un ataque hitita. Hay que saber prever el porvenir.
Hanis hizo girar el brazalete de plata que llevaba en la muñeca izquierda. Akenatón se lo había ofrecido para testimoniarle su confianza. La joya había sellado entre ambos un pacto mágico que ni siquiera la muerte rompería.
—Si la civilización de los faraones es aniquilada —dijo Hanis—, en esta tierra sólo quedará odio, guerra y envidia. Los hombres se matarán entre sí para tener más. Olvidarán lo sagrado. ¿Deseas colaborar en esa obra de infortunio ayudando a los hititas?
—Olvida la civilización —recomendó Tetu— y piensa en ti mismo.
Si Hanis no aceptaba su proposición, Tetu se vería obligado a matarle. Apretó con más fuerza el mango del mazo. No sería una mala solución. Había hecho desaparecer el cuerpo del enviado del rey de Biblos arrojándolo a los cocodrilos, creyendo que así evitaría cualquier investigación. El cadáver de Hanis permanecería aquí, en una de las salas de los archivos, con las tablillas rotas a su alrededor. Sería la prueba de la traición del embajador. Tetu, al sorprenderle destruyendo aquella correspondencia, se había visto obligado a suprimirlo para salvar la propia vida.
El embajador Hanis advirtió el cambio de actitud del traidor. Instintivamente, retrocedió. Apoyado en la pared, no tenía ya posibilidad alguna de huir.
Tetu, amenazador, se le acercó. Hanis no sabía combatir. El miedo le paralizaba. Un rictus de satisfacción deformó la abúlica boca del agresor cuando levantó su mazo para golpear.
—¡Ya basta! —gritó la voz grave del general Horemheb, irrumpiendo en la sala de archivos en compañía de varios soldados—. ¡Suelta ese mazo!
El embajador, prudente, se ocultó tras la pila de tablillas vírgenes ante el asombro de Tetu. El felón se quedó petrificado, circunstancia que los hombres del general aprovecharon para prenderlo. Hanis podía estar satisfecho de la estratagema que había ideado para desenmascarar a Tetu.
No lamentaba el peligro que había corrido, pese a la desaprobación de Horemheb.
Según la costumbre, el visir instruyó el proceso del diplomático Tetu. Al presentar una acusación de alta traición, el general Horemheb había obligado al faraón a convocar a un tribunal de justicia presidido por el rey en persona.
Akenatón ni aceptó ni rechazó. Cuando se enteró de la muerte accidental del rey de Siria, Aziru, deploró su carácter trágico. Que se hubiera derramado sangre en la ciudad del sol le causaba la más viva pesadumbre. Por lo que se refería a Tetu, deseaba que se tratara de un malentendido. ¿Cómo un alto funcionario de la corte habría podido cometer tan abyecta traición?
Al término de una larga entrevista con Akenatón, la primera desde hacía más de un año, Horemheb comprendió que el faraón no era tan ingenuo como quería aparentar. Sabía que la única salida de semejante proceso era una condena a muerte, y ver ejecutar la sentencia en la capital del sol divino le resultaba insoportable.
Prefería no tomar una decisión radical, dejar que pasara el tiempo y el felón se pudriera en la cárcel.
Sin embargo, el destino decidió otra cosa. Unos días después de su arresto, Tetu fue hallado muerto en su celda.
Cuando Horemheb intentó explicar al rey la gravedad de la situación en las provincias de Asia, Akenatón se negó a escucharle. Le pidió que resolviera lo antes posible aquellos problemas y que cumpliera sin debilidad sus tareas de jefe del ejército egipcio, es decir, defender las fronteras de Egipto.
El faraón prohibió formalmente a Horemheb organizar una expedición de castigo y declarar la guerra a los hititas. Atón deseaba la paz.
Horemheb, fiel servidor de su rey, le juró obediencia de nuevo.
Puesto que, a menudo, tras la comida de mediodía sentía deseos de adormecerse, el «divino padre» Ay sólo en contadas ocasiones sacrificaba su siesta a las tareas administrativas. Ahora sentía pasión por el silencio y el licor de dátiles. Le hubiera gustado retirarse y disfrutar, en compañía de su mujer, de los goces de la vejez. Pero la posición del rey se debilitaba y amenazaba con acarrear la decadencia de las Dos Tierras.
Akenatón…, ¡tan poderoso en sus convicciones religiosas y tan débil en su modo de gobernar! Según los médicos de palacio, su salud declinaba. Haber asociado al trono al príncipe Semenkh para convertirle en su sucesor, era un error grave. Puesto que la corregencia no había sido confirmada todavía por los ritos tradicionales de la coronación, tenía aún tiempo de intervenir buscando la mejor solución para el país. Pero Ay no podía actuar solo.
Por ello, cuando cayó la noche se dirigió a la cabecera de Nefertiti.
Cuando los médicos reconocieron al «divino padre», le permitieron entrar en la alcoba de la gran esposa real, que no había pronunciado una sola palabra desde que guardaba cama, negándose a recibir a su esposo o a sus hijos. Su legendaria belleza se marchitaba cada vez más.
Ay esperaba que, pese a la evolución de la enfermedad, Nefertiti conservara su lucidez. Tenía que obtener de ella una información esencial.
La reina estaba tendida en una cama de madera dorada, con los ojos cerrados, los brazos a lo largo del cuerpo y la cabeza descansando en un cojín rojo. Su rostro, de una inquietante palidez, revelaba un profundo sufrimiento.
El «divino padre» se sentó en un taburete, muy cerca de la soberana. Habló con voz tranquila, casi recogida.
—Egipto os necesita, Majestad. Debo consultaros. ¿Me oís y aceptáis responderme?
Nefertiti abrió los ojos. Esa irrupción de vida en un cuerpo presa ya de la inmovilidad de la muerte provocó un estremecimiento en el «divino padre».
—Majestad, el faraón se equivoca. Reinar se ha convertido en una tarea demasiado pesada para sus hombros. El hombre que ha elegido como sucesor, el príncipe Semenkh, es un místico sincero… Pero le creo desprovisto de cualquier capacidad para gobernar.
La gran esposa real parpadeó. Ay se sintió aliviado.
—Pienso, Majestad —prosiguió—, que presentisteis un corregente y que os hubiera gustado proponérselo a el faraón.
El viejo cortesano había ido en busca de un nombre. Pese a su reclusión, su enfermedad y su separación de la corte, Nefertiti seguía siendo una reina de inteligencia superior. No podía haber dejado de advertir la evolución de su esposo, cada vez más encerrado en su meditación. El porvenir de la religión de Atón dependía del futuro faraón.
La gran esposa real disponía de partidarios para impulsar su elección.
Sus sublimes labios se entreabrieron.
—Tutankatón —dijo en un débil soplo.
La princesa Akhesa tenía la impresión de estar presa en una tormenta. La muerte había asestado golpes a su alrededor y seguía merodeando, ávida de presas. Sin embargo, todo parecía tranquilo y luminoso en la ciudad del sol. En los jardines revoloteaban las golondrinas, y las tórtolas cantaban entre la espesura de los papiros. A orillas del Nilo, los jóvenes jugaban a la pelota, deteniéndose para admirar la caída libre y la zambullida del martín pescador.
Akenatón reinaba. La luz de Atón iluminaba el mundo. El rey se pasaba la mayor parte del tiempo mediando. Recibía regularmente a su sucesor designado, el príncipe Semenkh, a quien leía su gran himno a la luz divina. Éste habitaba ahora en un ala del palacio real, en compañía de la primogénita del rey, Meritatón. La simple cohabitación consagraba el matrimonio. Meritatón asumía en el templo las funciones de Nefertiti, cuya desaparición inminente anunciaban los médicos. La continuidad del poder estaba asegurada, el pueblo de Egipto vivía tranquilo.
Akhesa, oficialmente casada con el faraón y madre de una niña a quien nunca había portado en su cuerpo y a la que nunca vería, debía limitarse a la felicidad cotidiana que su condición le proporcionaba sin medida. Pero la rechazaba con todas sus fuerzas, sintiendo que la mentira y el artificio violaban la claridad del sol. La construcción edificada por su padre se apoyaba en la arena. No resistiría el soplo de Maat, la expresión de la verdad. Akenatón había cerrado los ojos al odio, la guerra y el sufrimiento, creyendo que ignorarlos bastaría para aniquilarlos. En lo más profundo de su ser, Akhesa estaba convencida de que Akenatón seguía siendo lúcido. Tenía conciencia de que Semenkh era sólo un confidente, incapaz de reinar, y Meritatón una pretenciosa sin nobleza. Pero ellos, al menos, le reverenciaban sin plantear cuestiones inoportunas. Se limitaban a adorar a Atón en su compañía y a felicitarle por su talento de poeta.
Akhesa rabiaba. Bajo el lujo y los honores estaban asfixiando su vida.
En aquella mañana de suave calidez, había sido convocada a la Casa de la Vida por una orden imperativa. El rollo de papiro que estaba releyendo por décima vez no ofrecía ambigüedad alguna. Un año antes, hubiera saltado de alegría. Hoy, tenía la impresión de estar encerrada en una cárcel del tamaño de toda una ciudad.
El acceso a la Casa de la Vida, un vasto edificio levantado en el recinto del gran templo, estaba reservado a algunos escasos iniciados. Allí, el faraón, sus íntimos y algunos sacerdotes recibían una severa educación. Aprendían a leer y a escribir, estudiaban los rollos que contenían los rituales y descubrían las ciencias sagradas. Allí se conservaban los textos religiosos y simbólicos esenciales para la supervivencia de Egipto. Arquitectos, médicos e ingenieros trabajaban allí desde hacía años, recogiendo las enseñanzas de prestigiosos maestros.
En el centro de la Casa de la Vida, que comprendía celdas de meditación, aulas, laboratorios y una biblioteca, había un pequeño patio cuadrado al aire libre. Los sabios celebraban allí el más misterioso de los ritos, que consistía en recrear la vida bajo la apariencia de una estatuilla de Osiris.
En el umbral de la Casa de la Vida había apostado un guarda con el cráneo rasurado. No contaba con más arma que una mirada feroz que disuadía al ignorante de dirigirse a él.
Akhesa dominó el temor que se apoderaba de ella y recordó las palabras que su padre le había enseñado.
—Solicito entrar en la Casa de la Vida —dijo.
—¿Conoces el nombre de la puerta? —interrogó el guarda del umbral.
—Su nombre es Guardiana de la Verdad —respondió Akhesa.
—Puesto que lo conoces, entra.
Otro sacerdote de cráneo rasurado recibió a Akhesa en el interior del edificio, en un vestíbulo débilmente iluminado por una antorcha. Sin dirigirle la palabra, la precedió por un corredor flanqueado por columnas en forma de papiro y la condujo hasta el escritorio, una sala que contenía archivos y material de escritura.
En el suelo se extendían las esteras donde se sentaban los escribas. Una extraña calma emanaba de aquel lugar, donde el silencio era regla. El sacerdote abandonó allí a la princesa sin ni siquiera saludarla. La Casa de la Vida no conocía más protocolo que el respeto a la sabiduría.
La muchacha caminó unos instantes, contemplando los rollos de papiro enrollados, sellados y colocados cuidadosamente en estanterías. Aquí se conservaba la ciencia que Egipto había acumulado durante milenios. Junto a cada gran templo se levantaba una Casa de la Vida unida a todas las demás. El estudiante que deseaba profundizar en su disciplina iba de una a otra, recorriendo el país entero y descubriendo las mil facetas de una inagotable enseñanza.
Akhesa se sintió minúscula ante aquella masa de saber que varias vidas no bastarían para dominar. Se sentó en la posición del escriba, saboreando la paz de aquella sala donde su padre había recibido la iniciación de los sabios antes de celebrar el primer ritual de Atón en el gran templo de la ciudad del sol.
El sacerdote de cráneo rasurado introdujo a un anciano de blancos cabellos, vestido con una túnica de mangas largas.
—¡Vos! —exclamó Akhesa sorprendida—. ¿Vos me habéis convocado aquí?
El «divino padre» Ay, doblando con dificultad las piernas, se sentó frente a la princesa.
—Muchos de los que aquí trabajan son mis amigos. Me han autorizado a organizar este encuentro en un lugar propicio a la reflexión.
Akhesa permanecía reservada. Ay era un personaje inquietante, retorcido, de impenetrables designios. Su instinto le aconsejaba desconfiar de él.
—No temáis nada —recomendó Ay, como si leyera su pensamiento—. No intento perjudicaros, sino ayudaros. Tened confianza en mí. A mi edad, no tengo ya la menor ambición personal. Mi única preocupación es Egipto. Estoy seguro de que la suerte de vuestro país no os es indiferente. Es imposible aceptar que la situación siga degradándose de este modo.
—¿Qué proponéis, pues?
Ay sonrió.
—Sois muy brutal, princesa. En una negociación, no es bueno hacer preguntas demasiado directas.
—En el caso presente, sí. ¿Tenéis intención de criticar al faraón?
El «divino padre» adoptó un aire envarado.
—Lejos de mí tal intención. Soy su servidor. Y a causa de mi fidelidad estoy obligado a…
—No os toméis tanto trabajo —intervino Akhesa— para ocultar vuestros objetivos en un chorro de palabras. ¿Qué esperáis de mí?
Ay se sentía un poco desamparado. La princesa rompía sus hábitos. Había imaginado que dirigiría el juego, pero era la muchacha quien tomaba la iniciativa.
—No me escabulliré —dijo con gravedad—. Vuestra madre, la gran esposa real Nefertiti, está muriéndose y me ha confiado su última voluntad. La elección de Semenkh como futuro faraón no le parece juiciosa.
Akhesa se estremeció. ¡Su madre le daba la razón! En este terreno, y sólo en éste, aceptaba oponerse a su padre, pues no era a él a quien se ponía en cuestión.
—La opinión de Nefertiti —prosiguió el «divino padre»— sigue siendo determinante. Bastará con hacerla conocer por mi voz para que su magia actúe. Nadie, ni siquiera el faraón, podrá prescindir de ella.
La magia de la gran esposa real. Todos los egipcios, desde el alba de los tiempos, habían conocido su poder.
—¿Ha indicado mi madre sus preferencias?
—Sí, princesa. Estima que el futuro faraón debiera ser Tutankatón.
El joven tebano… ¡El joven príncipe que estaba locamente enamorado de ella! Akhesa olvidó la serenidad de la Casa de la Vida, la austeridad de la ciencia y los estudios. El velo de su destino se desgarraba.
El «divino padre» Ay había organizado una recepción discreta. No uno de aquellos banquetes donde se servían innumerables manjares mientras las bailarinas deslumbraban los ojos de los comensales, sino una cena entre amigos con sencillos y sabrosos manjares. Se había servido vino rojo de Fayum, seco y afrutado, costillas de buey asadas, aves hervidas y un puré de lentejas aromatizado.
Cuando la velada se prolongó y las mujeres comenzaron a hacerse confidencias, el «divino padre» invitó al general Horemheb, al embajador Hanis, al comandante Nakhtmin y al intendente Huy a saborear un licor de palma de excepcional calidad. Los vasos eran servidos en un cenador en el jardín, a pocos pasos de allí.
Todos tuvieron el presentimiento de que aquel aparte era de la mayor importancia. Jamás aquellos hombres se habían reunido bajo el auspicio del dueño oculto de Egipto. El «divino padre» no se perdió en digresiones. Hacía tiempo que había estudiado el carácter de sus huéspedes y conocía su perspicacia. Horemheb tenía el rostro huraño.
Hanis parecía relajado; Huy, inquieto.
El comandante Nakhtmin era el más preocupado. Encargado por el general Horemheb de vigilar el ministerio de Países Extranjeros para descubrir la presencia de eventuales espías, había advertido las repetidas ausencias de un tal Pached, transferido del servicio nocturno al de día a petición propia. Nakhtmin se había prometido avisar al general.
Ay relató su entrevista con la gran esposa real Nefertiti. Insistió en el hecho de que el advenimiento del príncipe Semenkh constituía una locura. Un rey semejante pondría en peligro al país.
Ninguno de los cuatro invitados del «divino padre» manifestó el menor desacuerdo. Ay se sintió satisfecho. Había recorrido la mitad del camino. El resto sería más difícil.
—Si el príncipe Semenkh no fuera el faraón —interrogó Hanis—, ¿quién subiría al trono?
El «divino padre» no respondió inmediatamente. Deseaba captar la atención de sus interlocutores. Éstos, a duras penas ocultaban su impaciencia.
—El príncipe Tutankatón, pese a su juventud, sería un soberano ideal. El muchacho conoce los usos de Tebas al igual que los de la ciudad del sol, y posee un espíritu vivaz y una recta voluntad. Respetará la tradición. Su educación ha sido correctamente conducida. Si nos ponemos de acuerdo, podríamos persuadir a Akenatón de que le concediera su confianza. El destino del país habría cambiado.
Hanis no manifestó emoción alguna, pero una ligera sonrisa pareció adornar sus labios. Nakhtmin aprobó con una inclinación de cabeza. Ver a su amigo y alumno promovido a la dignidad real le produciría un ilimitada alegría.
Huy no ocultaba su satisfacción.
El general Horemheb reflexionaba. Tutankatón, casi un niño… Sería fácil influir en él.
—Vuestra proposición merece ser considerada —juzgó Hanis.
—El príncipe Tutankatón es digno de reinar —afirmó Nakhtmin.
—Tiene un corazón puro y le ayudaré —indicó Huy.
Ay estaba alcanzando su objetivo. Sin revolución y sin violencia, preparaba la transición entre la loca experiencia de Akenatón y el regreso al Egipto de las tradiciones. Próxima a la muerte, Nefertiti había abierto el camino a un porvenir risueño designando a Tutankatón. Hasta que éste llegara realmente a la edad de reinar, Egipto sería gobernado por Ay y Horemheb. Nefertiti conocía el amor que, más allá de sus ambiciones, ambos hombres sentían por su país. Sabía también que el general no emprendería nunca acción ilegal alguna contra el faraón reinante. Su sentido del orden y su respeto por la jerarquía se lo impedían.
Pero Horemheb no había dado todavía su asentimiento, del que dependía el del ejército. Aunque Nakhtmin, hijo del «divino padre» y partidario de Tutankatón, fuera capaz de atraer a su causa a algunos oficiales superiores, el general era quien dominaba el dispositivo militar que garantizaba la seguridad del país.
—Si deseamos que el joven príncipe Tutankatón se convierta en soberano de las Dos Tierras —dijo Horemheb—, debe desposar a Meritatón, la primogénita del soberano reinante. Ella le conferirá la legitimidad.
El «divino padre» rindió interiormente homenaje al general. Con la lucidez de un gran hombre de Estado, ponía de relieve el mayor obstáculo que podía cerrar a Tutankatón el acceso al trono.
—Es difícilmente concebible —indicó Ay—. Meritatón está casada con Semenkh. Encontremos otra reina.
Las arrugas fruncieron la frente de Horemheb.
—¿En quién estáis pensando?
—En la muchacha de la que Tutankatón está perdidamente enamorado: Akhesa, la tercera hija de la pareja real.
La cólera del general Horemheb estalló con rara violencia.
—¿Akhesa? ¿Por qué Akhesa? ¿No es acaso la esposa simbólica del faraón? ¡Qué permanezca recluida en palacio! No debe casarse con nadie. Convertirla en reina implicaría el asesinato de Meritatón y de Semenkh, ¿no es cierto? ¿Es ése vuestro proyecto? No contéis conmigo para participar en él. Y no intentéis ponerlo en práctica. De lo contrario, me levantaré contra vos.
El general Horemheb abandonó el cenador. Nunca el «divino padre» le había visto presa de semejante furor. Esta vez, no era el hombre de Estado quien se había expresado, sino un individuo apasionado que había reaccionado sorprendentemente ante el simple nombre de Akhesa.
Ay había fracasado porque no tenía todas las armas necesarias. En cambio, había descubierto una grieta en la coraza del general. Y aquel descubrimiento valía una victoria.