13

Los desgarradores gritos del faraón invadieron el palacio. Caminando de un lado a otro, golpeándose la frente con el puño cerrado, levantando la cabeza hacia un cielo implacable, dio libre curso al dolor que le destrozaba el corazón.

Los médicos no se atrevieron a pronunciar palabra alguna. El rey parecía haber perdido el control de sí mismo. Mascullaba frases incomprensibles en las que aparecía sin cesar el nombre del dios Atón.

El ritual cotidiano se vio trastornado. El faraón no se dirigió al gran templo para celebrar el nacimiento de la luz. Mayordomos, chambelanes y servidores aguardaron unas órdenes que no llegaron. Inquietantes rumores circularon por los barrios de la ciudad del sol. Se dijo que el rey se había vuelto loco, que había sido asesinado, que se había producido una revuelta en palacio… La tranquilidad regresó cuando los curiosos, atónitos, vieron pasar un carro en el que iban la gran esposa real, Nefertiti, y su hija Akhesa, precedido por infantes armados con picas que caminaban a paso ligero. La sorpresa fue tan total que la muchedumbre no tuvo tiempo de reunirse y manifestar su alegría al ver de nuevo a quien extendía sobre la capital su mágica protección. Los más humildes sabían que, desde la desaparición de Nefertiti, los demonios se habían metido en las casas para corromper las almas. Cuando Nefertiti cantaba y tocaba música, los seres oscuros que merodeaban en la noche permanecían en las tinieblas y no arrebataban la vida de los recién nacidos.

La desgracia iba a desaparecer… ¡Nefertiti, la hermosa de tez de diosa, la dulce amorosa, la amada del faraón, había regresado!

Akhesa apartó al jefe de protocolo y, llevando a su madre de la mano, la introdujo en la sala del consejo, donde Akenatón, derrumbado en el trono, sollozaba.

—¡Desapareced! —ordenó a los médicos.

—No somos responsables —osó decir uno de ellos—. Es una enfermedad que nuestra ciencia no puede curar. Hemos…

—¡Desapareced!

Los terapeutas se eclipsaron. Nefertiti, con la cabeza muy erguida y los ojos ligeramente orientados hacia lo alto, permaneció inmóvil y no les concedió la menor mirada. La gran esposa real no había perdido ni un ápice de su natural dignidad, pero su legendaria cordialidad había dejado paso a una frialdad absoluta.

Akhesa soltó la mano de su madre y se precipitó hacia su padre. Tal vez su calor le proporcionara algún consuelo en la atroz prueba que le era impuesta.

—Ha muerto —dijo, espaciando las palabras—. Ha muerto al alba… Hija mía… Mi niña…

Nefertiti, silenciosa, dio unos pasos hacia su marido, guiándose por la voz.

—Estoy contigo —anunció.

Akenatón levantó la cabeza y la descubrió.

—Has vuelto, tú, la mujer a quien amo con todo mi corazón. Pero ¿por qué…?

—Ayúdame a sentarme a tu lado. Y no digas nada.

Akhesa se retiró. Había cumplido su primera misión de mujer de Estado.

Nadie debía verla llorar.

Un pesado silencio reinaba en la ciudad del sol. La ciudad parecía muerta, indiferente a la naciente primavera. Aquella mañana, una espesa bruma recubría el Nilo. Una grisalla desacostumbrada oscurecía la cima de las montañas. Ni un carro circulaba por las calles. Los despachos, las tiendas y los talleres permanecían cerrados. Ningún niño había sido autorizado a jugar en el umbral de su casa.

El cortejo fúnebre había salido de palacio para dirigirse a la tumba donde sería enterrada la segunda hija de la pareja real. La sepultura prevista por la familia reinante había sido excavada en un valle árido, en el corazón de hostiles acantilados, a una decena de kilómetros de palacio.

La víspera, los embalsamadores, concluido su trabajo, habían transportado la pequeña momia. Al rey y a la reina sólo les restaba ya celebrar los ritos postreros y cerrar la tumba para la eternidad.

A la cabeza del cortejo iban el comandante Nakhtmin y algunos hombres de armas, seguidos del «divino padre» Ay y su esposa, la nodriza Ti, con una muñeca en brazos que simbolizaba el renacimiento de la niña en el otro mundo. Les seguían Akenatón y Nefertiti. Él llevaba tiernamente a su esposa del brazo y la guiaba por el camino. Tras ellos caminaban las princesas Meritatón y Akhesa. Cerraban la marcha el príncipe Semenkh, prometido oficial de Meritatón, Tutankatón, el intendente Huy y el escultor Maya, que había vigilado personalmente la preparación de la sala de la tumba reservada a la joven fallecida.

El camino, trazado entre rocas móviles de aristas agudas, se hizo penoso. Fue necesario remontar el lecho de un río seco. El lento avance se veía puntuado por los gritos de las rapaces que revoloteaban en el cielo. Unos chacales observaban el progreso de aquellos intrusos que penetraban en un territorio prohibido. Se levantó un viento violento, produciendo un siniestro mugido que se multiplicó de grieta en grieta. Ninguna flor alegraba aquellos lugares condenados a una soledad mineral.

Nefertiti parecía apoyarse en Akenatón, pero, en realidad, era ella quien le daba fuerzas para asumir su papel de rey y de padre. Si el corazón de una madre lloraba, el de una gran esposa real debía permanecer firme para ayudar al faraón a encontrar la talla que necesitaría en cuanto regresara a palacio.

Era la primera muerte trágica que golpeaba a la familia real desde su instalación en la nueva capital. No debía hacerse responsable a Atón, que era la vida y la luz, que disipaba la oscuridad envolviendo la tierra en un sudario.

La princesa Akhesa caminaba sin fatiga. Se sentía menos conmovida por la desaparición de una hermana a la que conocía poco y de la que vivía alejada, que por la reconciliación de sus padres. Nefertiti se había retirado a causa de una enfermedad que la más hermosa de las mujeres de Egipto deseaba mantener en secreto. De regreso junto al rey, sabría disipar su desesperación. Si la pareja real se unía de nuevo, Atón realizaría milagros. Devolvería la vista a aquella cuya voz, subiendo hasta el cielo, le hechizaba.

Akhesa levantó los ojos hacia el disco solar, atravesando con dificultad una espesa nube. Creyó perder el alma al descubrir un inmenso pájaro que, recorriendo con sus aletazos el cielo, velaba la luz.

Era un inmenso cuervo de cabeza blanca, que desapareció en la lejanía.

Ante la entrada de la tumba, las plañideras se lamentaban, encadenando sin cesar los versículos rituales que sabían de memoria. Su intervención en los entierros expulsaba, mediante los lamentos, a los demonios que intentaban mancillar la morada de resurrección.

Akenatón y Nefertiti llegaron a la entrada del corredor que descendía hacia las entrañas del acantilado. La reina estrechó la mano de su marido.

—Miremos al sol —imploró—. Es necesario.

Levantar la cabeza hacia Atón fue, para el faraón, un auténtico suplicio. ¿Por qué el dios al que veneraba con tanto ardor le infligía semejante pena? ¿Por qué le había golpeado así en sus más profundos afectos? ¿No intentaría poner a prueba su fe? Sí, la verdad se desvelaba… Atón exigía de su profeta, el faraón, la capacidad para afrontar un destino adverso con la dignidad de un sabio iluminado por el sol divino.

El rey miró a Atón cara a cara. Sus ojos no se vieron deslumbrados ni abrasados.

—Apareces glorioso por el horizonte del cielo —declamó, divulgando el primer versículo del gran himno del que era autor—, tú, Atón, origen de la vida.

Nefertiti levantó las manos hacia el astro brillante, haciendo así eficaces las palabras de su marido.

La pareja real se cargó de energía divina. El rostro de Akenatón se transformó. El éxtasis sustituía a la pena. Nefertiti sintió que era invadido por un poderoso flujo que le apartaba de las realidades terrenales. Sin desearlo, le devolvió a las exigencias del presente.

—Nuestra hija nos aguarda —murmuró con voz desfalleciente, tomándolo de nuevo del brazo.

Akenatón no se resistió. La pareja, obligada a inclinarse, penetró en el corredor de la tumba. Bajaron paso a paso.

En el centro de una sala excavada en la roca, había sido instalada una tina de granito rosa donde reposaría la momia de Akenatón. Escenas esculpidas en el yeso, a medio ejecutar, adornaban los muros. El rey y la reina pasaron a otra sala, iluminada por antorchas que no desprendían humo.

Nefertiti no pudo contener por más tiempo sus lágrimas. En un lecho funerario estaban tendidos los despojos mortales de su segunda hija.

—Inclinémonos ante la muerte que contiene la vida —exigió Akenatón.

Nefertiti dio pruebas de la misma firmeza de espíritu que su esposo. Juntos saludaron al alma inmortal de su hija, impetrando para ella la luz de Atón.

Concluida la plegaria, la gran esposa real se desvaneció.

El luto impuesto a la corte real había interrumpido la celebración de fiestas y banquetes. Los nobles se encerraron en sus villas, en espera de que el faraón saliera de su mutismo. Tras la ceremonia de los funerales, Nefertiti, presa de un gran malestar, había sido transportada a su palacio privado. Desde hacía varios días, los médicos se relevaban a su cabecera, negándose a pronunciarse.

Akenatón se había encerrado en su gabinete de trabajo, donde permanecía postrado, sentado en un taburete de madera roja incrustada de marfil y ébano, cuyo asiento imitaba una piel de leopardo y cuyos pies tenían forma de patas de león. Ya no comía, y se limitaba a beber un poco de agua. A sus pies yacía el rollo donde había trazado los jeroglíficos del gran himno a Atón.

Saliendo de su letargo, el rey se dirigió hacia una ventana desde la que se veían las aguas del Nilo, brillando a la luz del sol poniente. Los marineros remaban. El último trasbordador devolvía a su casa a los campesinos que habían trabajado en la otra orilla.

Akenatón creyó ser víctima de una alucinación.

Deslizándose por el azul del crepúsculo, un gigantesco cisne de cabeza negra lo miró con sus enormes ojos antes de desaparecer en el anaranjado manto con que el sol poniente cubría las montañas.

La desgracia tomaba cuerpo. La profecía se cumplía.

—El rey quiere veros inmediatamente.

Pese a no haber concluido su aseo matinal, Akhesa siguió al mayordomo. Empujó a su sirvienta nubia, que, sorprendida, soltó el peine y el espejo. Despeinada, descalza y con el vestido sin abrochar, la princesa parecía una pequeña salvaje.

Se prosternó con alegría ante su padre y le besó las rodillas.

El rostro del rey estaba surcado por profundas arrugas.

—¿Cómo está mi madre? —preguntó.

—No ha recuperado el conocimiento, Akhesa. La muerte de nuestra hija…

—Eres el faraón, padre mío. No tienes derecho a lamentarte. De ti y sólo de ti depende la felicidad de tu pueblo. Si ya no encarnas la alegría, la desgracia caerá sobre Egipto.

Akenatón, con el torso desnudo, llevaba sólo un simple taparrabos, como los monarcas de tiempos antiguos. De acuerdo con las costumbres relativas al luto, se dejaba crecer una barba que hacía más inquietantes todavía los rasgos de un rostro marcado por el cansancio.

—Mi hija ha muerto, mi esposa está muriendo… Atón me somete a duras pruebas, Akhesa.

—Eres capaz de soportarlas, padre, has superado muchos otros obstáculos. Tu reino y el de Atón sólo están comenzando.

Akenatón descubría a una mujer joven y apasionada, llena de un fuego que le recordaba su propia adolescencia. Rechazaba el mal y el sufrimiento. Luchaba contra el destino con la loca certidumbre de vencer. ¿Y si ahora se encarnara en ella la voluntad de Atón? El faraón rechazó tan absurda suposición. Akhesa se había convertido en su segunda hija. Pero la guardiana de la legitimidad, después de Nefertiti, seguía siendo su hija mayor, Meritatón.

—Debes de tener hambre, padre mío. Yo tampoco he desayunado. Llamaré al mayordomo.

El rey intentó impedírselo, pero ella, rápida como un rayo, llevaba ya a cabo su decisión. ¿Quién le impediría actuar? Akhesa había salido de la infancia, del confortable y lujoso palacio donde había saboreado la felicidad de una familia unida, de una existencia fácil y anónima. Poseía la facultad, característica de los seres excepcionales, de no permanecer pasiva ante los más dramáticos acontecimientos y de moldear el futuro.

El faraón se sintió orgulloso de su hija. ¡Cuántas enseñanzas le habría gustado transmitirle si hubiera sido la primogénita y si el cisne no se hubiera vuelto negro!

Una cohorte de servidores, encabezados por el mayordomo, penetraron en el gabinete privado del rey. Unos llevaban mesillas en las que otros dispusieron bandejas cargadas de vituallas. De la cocina real habían salido codornices hervidas con pepinos y puerros, un pato asado, pescados de blanda carne, higos, pan caliente todavía y cerveza tibia.

Azuzada por el hambre, Akhesa comió a pequeños bocados. Akenatón no concedió mirada alguna a los deliciosos manjares.

—Tengo otro alimento que ofrecerte, hija mía: la verdad. Egipto está empobreciéndose. Hace ya casi un año que la alta administración me hace llegar alarmantes informes. Nuestros principales vasallos ya no envían tributos. La luz de Atón no ha iluminado los corazones, ni en nuestro país ni en el extranjero. Aquí mismo, en la ciudad del sol, la población sigue adorando a los antiguos dioses. Me mienten y me engañan. Perderé el poder. Los sacerdotes de Tebas triunfarán de nuevo. Colocarán en el trono a un rey que les obedezca.

Akhesa ya no tenía hambre.

—¡El porvenir no será así!

—Algunos me creen ingenuo, Akhesa, incapaz de tomar conciencia de lo cotidiano, perdido en un sueño. Me gusta la compañía de Dios. Mi primer deber es ser su profeta y transmitir su luz. Pero no he olvidado el resto de mis tareas. He fundado esta capital. Esta ciudad renegará muy pronto de mí.

Akhesa no volvió a protestar. Había visto el cuervo blanco. Sabía que una sombra terrorífica avanzaba hacia la capital de la luz.

—He decidido casar a una de tus jóvenes hermanas con el rey de Babilonia —dijo Akenatón—. Firmaremos así un nuevo tratado de paz.

—No bastará.

—¿Por qué? ¿Acaso te has convertido en experta en política internacional?

—No, padre. Pero he consultado inquietantes archivos.

Akhesa explicó que se había introducido en los locales del ministerio de Países Extranjeros y que había descifrado los angustiados mensajes de los vasallos de Egipto. No divulgó el nombre del funcionario Pached.

—¿Por qué no les respondes, padre mío?

Akenatón parecía confuso.

—Porque no tengo conocimiento de tales misivas —confesó.

—¿Quién hubiera debido mostrártelas?

—El diplomático Tetu. Él es el encargado de clasificar la correspondencia procedente del extranjero. Convocaré inmediatamente a Horemheb.

—No, Majestad.

Akhesa se había ruborizado. Osaba oponerse a la voluntad del faraón, y su propia impudicia la asustaba.

—Horemheb ha salido de la capital —añadió.

—Puesto que dispones de tanta información —se asombró el faraón—, ¿conoces el objeto de su viaje?

—El divino padre Ay solicitó al general que hiciera un viaje de inspección por Asia. Quería, sobre todo, asegurarse de la lealtad del rey de Biblos, Ribaddi.

Nervioso, Akenatón se levantó.

—Pero ¿quién reina en este país? —interrogó enojado—. ¿Quién da las órdenes? ¡Cortesanos, militares, mis propias hijas! Eso ha durado demasiado. Regresa a tus aposentos, Akhesa, y no vuelvas a salir de ellos. He aquí la decisión que he tomado: formarás parte de mis esposas menores. Más tarde anunciaré nuestra boda a la corte. Te atribuyo como hija a la niña de una de las nodrizas. No te ocuparás de ella y ni siquiera la verás.

El faraón se volvió.

La audiencia había terminado.

Akhesa se aburrió durante varias semanas. Ni siquiera su sirvienta nubia conseguía ya obtener informaciones confidenciales. Akenatón convocaba, uno a uno, a los dignatarios, ministros y altos funcionarios, haciéndoles jurar que guardarían silencio sobre tales entrevistas, so pena de verse condenados al exilio. Una lengua, sin embargo, se desató por fin. Se supo que el rey interrogaba a sus súbditos sobre algunos puntos de la teología, ponía a prueba su fe en Atón y les leía en voz alta algunos pasajes de su gran himno.

Akhesa rechazó la ociosidad. Consultó gran cantidad de papiros, aprendiendo literatura, matemáticas, geografía, medicina, contabilidad, administración… Ningún tema la asustaba. Sentía una insaciable hambre de saber. Sentía que no debía perder aquellas horas, que era preciso utilizarlas para madurar y almacenar conocimientos que le eran necesarios. El embajador Hanis, ocioso por carecer de consignas precisas, llevaba a la princesa documentos que tomaba de la Casa de la Vida y le servía de preceptor. Tan intensa actividad intelectual había obligado a Akhesa a rechazar varias invitaciones del príncipe Tutankatón para ir a cazar, poniendo como pretexto la orden formulada por el faraón, según la cual se veía obligada a vivir recluida.

Nefertiti seguía inconsciente pese a las drogas que le administraban los médicos. No había noticia alguna acerca de la expedición del general Horemheb. Era imposible prever la fecha de su regreso.

La ciudad del sol vivía en el sopor y el miedo. Los alimentos llegaban a los mercados con un retraso cada vez mayor.

Akhesa estaba dividida entre un sentimiento de rebelión hacia su padre y la voluntad de servir a su causa. Convertirse en su mujer y ocupar una posición oficial de «madre», aunque sólo se tratara de etiqueta y de convenciones dinásticas, le confería una nueva talla. Lamentablemente, no podría rivalizar en influencia con su hermana mayor y sería relegada a un papel sin importancia real. El hecho de haber disgustado al faraón la había condenado a una felicidad opaca y sin envergadura.

¿Cómo no reprochar a su padre que aceptara pasivamente el desmoronamiento de su obra? Apartando a Akhesa, había creído liberarse de un peso inútil. Ella había esperado devolverle la afición al poder; él, sin embargo, había preferido refugiarse en su fe.

Akenatón corría hacia el fracaso. Contemplarlo con resignación era peor que un crimen. Akhesa se sentía digna de su sangre, ardía en el mismo fuego que él, pero no tenía medio alguno de actuar, de retrasar aquella decadencia que sufría en su propia carne y su propio corazón.

La luna brillaba en el cielo. Animada por un dios temible, «el gran cruzador» hábil en cortar cabezas, tenía la función de poner en marcha los acontecimientos, de transformar en realidad terrena las intenciones divinas.

El astro de la noche decidía el momento de los partos, producía la madurez de los frutos, daba la victoria a los jefes de ejército capaces de descifrar su crecimiento y su mengua. Akhesa contempló al dios luna, suplicándole que levantara un viento nuevo que barriera los fétidos olores de la descomposición del imperio.

La princesa oyó un ruido insólito procedente de la florida terraza situada bajo su alcoba.

Alguien trepaba por la pared.

Akhesa no poseía arma alguna. No pensó en huir. Quería ver el rostro de aquel que osaba introducirse en sus aposentos como un ladrón.

El hombre saltó por la ventana.

Era Maya, el escultor.

Detestaba a la princesa y nunca lo había ocultado. El rugoso artesano contempló con frialdad a la muchacha.

Ella no retrocedió ni un paso. Si venía a matarla, no gozaría viéndola presa del miedo.

—Perdonad esta intrusión, Majestad, pero nadie debía verme.

—¿Por qué?

—Tenía que actuar en secreto por orden de la reina madre Teje. Quiere hablar con vos.

—¿Teje? ¡Pero si vive en Tebas!

—Exacto. Partiremos hacia allí esta misma noche.

Maya y la princesa salieron a caballo de la capital. Tras haber dejado atrás el puesto fronterizo del sur, describiendo un amplio semicírculo por el desierto, subieron a un barco que les aguardaba oculto entre las cañas, lejos de cualquier vivienda. Se había dispuesto una cabina muy poco acogedora para recibir a Akhesa. Pero ésta no tenía deseos de dormir. Demasiado excitada, permaneció en el puente intentando dialogar con Maya, que no desfrunció el ceño ni le hizo confidencia alguna. Acusado por la hija del faraón de haberse puesto a la cabeza de una banda de conspiradores, el escultor no opuso ninguna negativa. Acuciado a preguntas, reconoció no haber roto los vínculos con sus colegas tebanos, los constructores del Valle de los Reyes. La política de los faraones le importaba poco, siempre que respetaran la cofradía a la que pertenecía. Reprochaba a Akenatón haber empleado obreros inexpertos, aprendices mal formados que echaban a perder el oficio. Para él, aquella falta era imperdonable. Maya había aceptado servir de contacto a la que preservaba un frágil edificio: la reina madre Teje. Ella había intentado impedir la guerra civil. Desde su última visita al rey, un gran temor se había apoderado de ella. Ello, añadido a una extremada fatiga, había minado su organismo debilitado por la edad. Sintiendo que la muerte se aproximaba, había reclamado la presencia de Akhesa, encargando a Maya que se la trajera.

Akhesa perdió su combate contra el sueño. Al verla dormida, Maya la llevó a la cabina del barco y la depositó sobre unos almohadones, cubriéndola luego con una manta. Antes de dejarla reposar, la admiró. En aquel cuerpo sublime habitaba un alma indomable. ¿Qué hombre sería capaz de dominarla?

El barco atracó en un muelle desierto de la orilla oeste, frente a Tebas. Ninguno de los que desembarcaron lucía signo distintivo alguno, joya, collar o colgante que revelara que pertenecía a la corte de Akenatón. Vestidos con una sencilla túnica corta y gastada, tenían aspecto de simples marineros. Akhesa, como cualquier hija de pescador, llevaba los pechos desnudos y el cabello suelto.

Una formidable curiosidad la animaba. Descubrir Tebas, la gloriosa ciudad cuyas maravillas alababa el mundo entero, aquella ciudad impía que su padre había rechazado.

Grande fue la decepción de Akhesa cuando descubrió que la inmensa capital del dios Amón desplegaba sus fastos en la otra orilla.

—¿Por qué hemos atracado aquí? —preguntó a Maya, que estaba organizando un convoy con los arrieros—. ¿No habíais dicho que debía reunirme con la reina madre?

—Vive en su palacio de occidente —respondió éste—, no lejos de Karnak, en la orilla opuesta.

El apacible cortejo, desplazándose al ritmo lento de los trabajadores agrícolas, dejó a su derecha el templo funerario de Amenofis III, cuya entrada era indicada por dos colosos sentados[6]. Más al sur, el fallecido faraón había hecho edificar un suntuoso palacio[7] y excavar un lago de recreo por el que le gustaba pasear en barca acompañado de su amada esposa, Teje. No lejos de allí se abría el inquietante Valle de los Reyes, cuya entrada estaba custodiada, día y noche, por hombres armados que velaban por la última morada de los faraones. A la princesa le hubiera gustado dirigirse al templo de la reina-faraón Hatshepsut, precedido del más célebre jardín de Egipto[8], pero no era momento de paseos. El pequeño grupo llegó a la pavimentada vía que discurría ante la residencia de Amenofis III. Los hombres de Maya, que habían ocultado sus armas en una bala de heno que transportaba un asno, estaban preparados para intervenir en caso de peligro.

El lugar parecía muy tranquilo. Desde la muerte de Amenofis III, los cortesanos lo habían abandonado. Ahora, el pequeño templo de Amón sólo era atendido por algunos sacerdotes. En ausencia de un faraón reinante, la sala de audiencias permanecía cerrada.

Maya se presentó ante la puerta del oeste, algo retirada de las villas circundantes, rodeadas de altos muros y reservadas a los dignatarios de la corte real. También estas mansiones permanecían hoy vacías, pues dichas personalidades habían sido obligadas a instalarse en la ciudad del sol. El comandante de la guardia privada de la reina madre fue avisado de que un grupo de campesinos deseaba penetrar en la residencia para entregar cereales.

—¿De dónde vienes? —preguntó a Maya.

—De la auténtica capital.

—¿Cuál es tu dios?

—El que está oculto[9].

—¿Quién es tu señor?

—Ese mismo dios, cuando está en paz[10].

El comandante, satisfecho al haber obtenido correctamente la contraseña, examinó a los falsos campesinos.

—Eres Maya, ¿no es cierto? Entra, deprisa. La reina madre está muy mal.

Maya, Akhesa y el comandante cruzaron a paso rápido un gran patio, pasaron ante el palacio real, que yacía en el silencio, y penetraron en el palacete del sur, donde se hallaba la alcoba de Teje. Akhesa quedó maravillada ante la perfección de los frisos de vegetales y animales. Aquellos artesanos, en efecto, tenían más talento que los de la ciudad del sol.

En contra de la opinión de su médico, Teje se había levantado la víspera para dirigirse, en silla de mano, hasta la tumba que había sido preparada para ella. Cofres, estatuillas, vasos canopes, mobiliario… Todos los objetos rituales estaban ya dispuestos. Teje había decidido hacerse representar recibiendo los bienhechores rayos del sol divino, Atón, pero había exigido que el nombre de Amón fuera citado en las inscripciones que le aseguraban la eternidad. ¿Cómo habría podido elegir entre Amón y Atón, entre el dios de su marido y el de su hijo?

La muerte la invadía suavemente.

Cuando Akhesa se presentó ante ella, Teje, coronada, se hallaba sentada en un trono de madera dorada, cuyos costados estaban decorados con signos jeroglíficos que simbolizaban la vida y la estabilidad. La princesa quedó fascinada por la majestad que emanaba de la reina madre.

—Quería verte por última vez, Akhesa.

—Majestad…

—No gimas. Tengo el tiempo contado. Sólo tú serás capaz de evitar un desastre. Cumpliste la misión que te había encomendado llevando a tu madre junto al faraón… Debes hacer más todavía.

La inquietud turbó los claros ojos de la princesa.

—Sin duda no serás reina, Akhesa, pero no permitas que este país se divida. El sol de Atón debe derramar luz, no sangre.

Las palabras de Teje se hacían inaudibles. Akhesa se precipitó hacia el trono. Se arrodilló y besó los pies de la reina madre.

—¿Cómo actuar? El faraón me ha marginado, ¡no tengo poder alguno! Estoy condenada a encerrarme en el silencio de un palacio.

El sufrimiento deformó los rasgos de Teje.

—Tu poder, Akhesa, eres tú misma… No busques la verdad fuera de tu corazón. No te perteneces. En calidad de hija del faraón, no eres libre…

Las manos de la reina madre se habían crispado en los brazos del trono. Un dolor fulgurante le desgarró el pecho.

—¿Con quién puedo contar? —preguntó Akhesa, desamparada.

Teje intentó responder, pero las palabras no cruzaron la barrera de sus labios. Apeló a sus últimos recursos. Tenía que pronunciar un nombre. Mirando fijamente a Akhesa, e implorando la ayuda de Amón y de Atón, la reina madre arrancó de su desgastado cuerpo los últimos jirones de energía.

—Con… Tutankatón.

La cabeza de la reina madre Teje se inclinó sobre su hombro izquierdo.

Muerta ya, seguía mirando a Akhesa.