12

—Soy el comandante Nakhtmin. ¿Qué queréis?

—Seguidnos —ordenó el jefe del destacamento de soldados, un hombre fornido de frente estrecha.

—Me acompaña la princesa Akhesa, hija del faraón. Dejadnos pasar.

—Debo respetar las órdenes. Seguidme pues.

Akhesa se colocó ante Nakhtmin.

—Soportaréis las consecuencias de la cólera de mi padre.

El oficial se inclinó.

—Órdenes son órdenes, Majestad.

¿Quién se atrevía a desafiar al faraón? ¿Quién se creía lo bastante poderoso para despreciar a su hija y tratarla como a una malhechora? La curiosidad de Akhesa despertó.

—Aceptemos —aconsejó a Nakhtmin.

Desconcertado, el comandante obedeció.

Tras recorrer en silencio y con presteza las dormidas calles, llegaron al barrio residencial. Akhesa no se sorprendió. Aquél a quien servían tales hombres forzosamente debía de pertenecer a la casta más alta. Llegaron ante una puerta de cedro, único acceso a un vergel rodeado por un muro. Dos soldados armados la custodiaban. El jefe de escuadra pronunció la contraseña. La puerta se abrió. En el interior, más de una veintena de arqueros velaban por la seguridad del dueño del lugar. ¿Estaba preparando éste una acción armada contra el faraón?

Akhesa y Nakhtmin, siempre fuertemente custodiados, avanzaron entre palmeras, sicómoros e higueras. Luego, una avenida de fina arena les condujo hasta una villa de una treintena de estancias con amplias ventanas. Fueron introducidos en un vestíbulo donde había sillas de respaldo bajo con los pies esculpidos en forma de patas de toro. Eran unos preciosos muebles antiguos que nadie utilizaba ya. En la ciudad del sol se preferían las sillas y taburetes de patas unidas entre sí por barras horizontales. Bajo una de ellas se acurrucaba un pequeño mono, aterrorizado por la llegada de aquellos inesperados visitantes. Akhesa se arrodilló y le acarició la barbilla. El animal intentó huir; luego, más tranquilo, aceptó aquel gesto de benevolencia, y al final acabó refugiándose en los brazos de la princesa.

—Me complace que Dulzura Matinal, mi mona preferida, sienta afecto por vos —dijo la grave voz del anciano que acababa de entrar en el vestíbulo.

—¡Vos! —exclamó la joven, reconociendo al «divino padre» Ay.

—Padre mío… ¿Por qué habéis hecho que nos traigan hasta aquí? —preguntó el comandante Nakhtmin—. ¿A quién pertenece esta mansión?

—Al ministro de Finanzas —respondió Ay, dando unas palmadas—. Un excelente amigo.

Casi enseguida aparecieron varios servidores portando unas mesillas, en las que dispusieron panes calientes de forma alargada y copas llenas de leche fresca.

—Debéis de tener hambre —estimó el «divino padre»—. ¡Qué Atón os nutra con sus beneficios!

Un recipiente lleno de agua fue ofrecido a Nakhtmin y a la princesa para que se lavaran las manos. Un servidor les entregó lienzos perfumados con los que secarse.

—Extraña situación —explicó el «divino padre» respondiendo a las intrigadas miradas de sus huéspedes—. Hacía que vigilaran los aledaños del cuartel para descubrir a algún espía… ¡Y mis arqueros me traen a una hija del rey y a mi propio hijo! ¿Cómo explicarlo?

Nakhtmin quiso tomar la palabra, pero Akhesa fue más rápida.

—Soy la única responsable. El comandante Nakhtmin ha actuado para complacerme. Quería saber lo que ocurría en aquel cuartel.

El «divino padre» saboreó un pan bañado en miel. El panadero del ministro de Finanzas era un verdadero artista.

—¿Y qué habéis descubierto? —preguntó en tono severo, que contrastaba con su aparente bonhomía.

Akhesa no había bebido ni comido. Nakhtmin sentía como se acrecentaba la enemistad entre su padre y la princesa. Lamentó la aventura a la que le había arrastrado su amistad por Tutankatón. Estaba decidido a hablar, cuando Akhesa, sintiendo que iba a traicionarla, prefirió adelantarse.

—El general Horemheb ha reunido a soldados de elite, con gran secreto, y ha organizado una expedición.

—Para realizar una inspección en Siria, Fenicia y Biblos —añadió el «divino padre»—. Ése es el auténtico secreto del que sois depositarios. Era una campaña necesaria y urgente. El general Horemheb lo ha admitido.

Akhesa contuvo el aliento. ¡De modo que el «divino padre» lo había organizado todo! Aquel anciano de aspecto pacífico actuaba en la sombra como uno de aquellos temibles demonios portadores de cuchillos que vigilaban las puertas del otro mundo. La muchacha se juró no volver a ser ingenua. En pocos instantes había comprendido el poder de la astucia. Se derrumbaba otro lienzo de la pared de su infancia.

—¿Mi padre lo sabe? —interrogó ansiosa.

Ay la miró con enigmática sonrisa.

—Cuando se tiene el sentido del Estado y se ama a Egipto, hay preguntas que no se hacen.

Tomó afectuosamente a Nakhtmin por el brazo.

—Has servido fielmente al faraón, hijo mío. Vete a descansar. Hoy te esperan duros ejercicios. Una o dos horas de sueño son indispensables.

El comandante Nakhtmin se retiró tras haber saludado a la princesa, que se quedó sola en compañía del «divino padre». Akhesa no pudo resistir por más tiempo la tentación de un pan caliente y una copa de untuosa leche. Sus labios, azulados por el frío del alba, se volvieron de nuevo de un rojo claro y sedoso.

Ay la miró mientras comía.

Era la vida misma. De la traviesa niña de ayer, no quedaba ya nada. La metamorfosis se aceleraba minuto a minuto. Empujada por un destino que ella misma amplificaba, Akhesa quemaba las etapas.

Era preciso rendirse a la evidencia. La gran esposa real, Nefertiti, se reencarnaba en ella. La hija añadía al carácter de la madre mayor fogosidad, insolencia e imprudencia, vicios o virtudes según el uso que ella les diera.

—Supongo —arriesgó la muchacha—, que ni el diplomático Tetu ni el embajador Hanis conocen la partida de esta expedición.

El «divino padre» tomó un taburete y se sentó con lentitud.

—Quisiera confiaros una misión, princesa: que aprendáis vuestro oficio, que lo aprendáis todo acerca de la corte real, sus costumbres y sus exigencias.

A medida que el viejo cortesano le describía su futura tarea, Akhesa sintió que un profundo gozo le llenaba el corazón.

Cuando salió de la mansión del ministro de Finanzas, Akhesa sabía que el «divino padre» la utilizaba para conseguir sus fines. Tener conciencia de ello le procuraba un sentimiento de superioridad y la posibilidad de invertir la situación en su provecho.

Cuando regresó a palacio por las floridas terrazas, no vio oculto tras el tronco de una acacia al funcionario Pached. La tobillera pertenecía, efectivamente, según los primeros resultados de su investigación, a una alta personalidad de la corte. Tenía otros dos indicios para identificarla: los dos lebreles y la incomparable finura de sus pies. No podía equivocarse. Obstinado y paciente, Pached avanzaba hacia la verdad.

En el vivac establecido a dos jornadas de carro de Biblos, la ciudad del leal Ribaddi, el general Horemheb y sus tropas se concedieron por fin un prolongado descanso. Horemheb había exigido mucho de sus hombres y sus caballos. Tras haber llegado a Menfis, habían tomado la ruta del nordeste y seguido por la costa en dirección a los puertos fenicios. El general se había rodeado de soldados de elite, acostumbrados a las marchas forzadas y a la dureza de la vida militar, que él mismo no apreciaba demasiado. Esta vez se veía obligado a acudir en persona.

Horemheb inspeccionó el improvisado campamento. Comprobó que los grandes escudos de mimbre hubieran sido clavados en la tierra para servir de muralla y que las carretas de alimentos hubieran sido cubiertas de gruesa tela y fueran objeto de especial vigilancia. Alrededor de una cocina al aire libre, unos soldados bebían vino y limpiaban espadas y puñales. El general, tranquilizado, regresó a su tienda, precedida de un oratorio de madera en el que figuraba una estela donde se representaba el disco solar, del que brotaban unos rayos. Aquel maldito Atón… Aquel dios intolerante que intentaba destruir el pasado religioso de Egipto, turbaba las creencias del pueblo y sembraba la incertidumbre en las almas. ¿Cómo un faraón había podido ser lo bastante loco para imponer una revolución religiosa que iba a terminar en la ruina y la desolación? Pero era el faraón… Y el jefe de su ejército, aunque estuviera profundamente en desacuerdo con él, debía obedecerle.

Horemheb intercambió unas palabras con el centinela más avanzado, un veterano que había recorrido todas las provincias de Asia, sudado en caminos áridos y rocosos, temblado de frío en desfiladeros de montaña y pasado más tiempo en el extranjero que en su pequeña casa de Tebas.

—Estamos perdiendo el tiempo, general. Aquí todo está tranquilo. No percibo el olor de la guerra. Nunca me he equivocado.

—Debes de tener razón una vez más.

—Regresemos a casa. Nuestro peor enemigo, en esta campaña, es el aburrimiento. Hace ya años que Biblos está en paz. Un ejército egipcio no tiene nada que hacer aquí, salvo un desfile.

Horemheb asintió. Se reprochaba haber dudado de la palabra del diplomático Tetu y lamentaba esas agotadoras jornadas desprovistas de interés. Mientras contemplaba la danza de las llamas que ascendían de un brasero, el rostro de la princesa Akhesa acudió a su memoria. Era tan hermosa… El menor de sus gestos le obsesionaba. Recordaba sus ojos verdes, donde brillaba una vida intensa. El general expulsó aquella visión. Estaba casado y debía fidelidad a su esposa. Sin duda, a veces se mostraba insoportable, pero cumplía a la perfección sus deberes de ama de casa. Traicionarla sería innoble.

El rostro de Akhesa volvía a danzar en el centro del fuego.

Sintiéndose prisionero de un fantasma, furioso por verse esclavizado poco a poco, Horemheb se apartó del veterano.

Un grito ahogado le hizo volverse.

El infante, con una flecha clavada en el pecho, cayó lentamente de espaldas.

—¡A las armas! ¡Apagad las hogueras! —ordenó el general.

Sólo unos bandidos, beduinos probablemente, podían ser tan cobardes para atacar de aquel modo.

Los soldados del cuerpo expedicionario reaccionaron como profesionales bien entrenados. En pocos segundos, sin sufrir más pérdidas, pasaron a la respuesta. Protegiéndose tras altos escudos, detuvieron un desordenado asalto, y, dividiéndose en pequeños grupos de intervención rápida, cercaron a sus adversarios. El combate fue rápido y violento. Los egipcios, furiosos por haber perdido a uno de los suyos, no dieron cuartel. De acuerdo con la costumbre, cortaron las manos izquierdas para contabilizar los muertos.

Examinando los cadáveres, Horemheb tuvo la más desagradable de las sorpresas. Uno de sus asaltantes no era beduino, sino hitita. Por sus armas y sus vestiduras, un oficial. Su presencia significaba que estaba al mando de una banda que llevaba a cabo sus fechorías muy cerca de Biblos. Demasiado cerca…

—En marcha —ordenó Horemheb.

El enviado de Ribaddi, rey de Biblos y aliado privilegiado del faraón, se presentó al alba en el principal puesto fronterizo de la ciudad del sol. Estaba agotado por un peligroso viaje durante el que había debido evitar a los beduinos, los desvalijadores, los bandoleros, los espías hititas y los asesinos de Aziru, el traidor sirio. La misión confiada por Ribaddi era clara: hablar con el faraón Akenatón en persona, revelarle de viva voz lo que ocurría alrededor de Biblos y en las regiones vecinas. Aunque viejo y enfermo, Ribaddi era el más devoto de los vasallos del faraón. Le había escrito numerosas cartas poniéndole en guardia, suplicándole que le enviara ayuda, pero ninguna de ellas había recibido respuesta. La situación se hacía crítica. Aziru, el felón, pretendía salvaguardar los intereses egipcios en Siria, cuando había firmado una oculta alianza con los hititas y se disponía a sitiar el puerto fenicio de Tounip. Pronto le llegaría el turno a Biblos. Ribaddi, dispuesto a luchar hasta sus últimas fuerzas, no podría resistir mucho tiempo. La simple presencia de tropas egipcias bastaría, sin embargo, para restablecer el orden. Esta vez, Ribaddi había confiado su carta a un hombre en el que tenía total confianza. El rey de Biblos estaba convencido de que algunos dignatarios egipcios aconsejaban mal al faraón o hacían desaparecer los mensajes. Se hacía indispensable un contacto seguro.

El enviado del rey de Biblos se sentía feliz. Había llegado a la ciudad del sol. Ya sólo le quedaba pedir audiencia al faraón. El responsable del puesto fronterizo, intrigado por el hecho de que el diplomático viajara solo y sin escolta, quiso advertir al jefe de la policía, pero éste estaba realizando una inspección al otro lado de la ciudad. Al no poder hacer esperar al enviado de Biblos, el funcionario hizo que le acompañaran hasta el despacho del ministerio de Países Extranjeros. El escriba de servicio no podía tomar decisión alguna a hora tan temprana. Envió a buscar a su superior jerárquico, Tetu, tal como se le había ordenado.

En cuanto llegó, Tetu hizo entrar al mensajero en una sala con dos columnas.

—Sed bienvenido a la ciudad del sol —dijo Tetu, afable.

—Todos saben que en ella reinan la paz y la luz.

—¿Cuál es vuestra misión?

—En nombre de mi señor, Ribaddi, rey de Biblos, deseo entrevistarme con Su Majestad Akenatón.

Tetu manifestó el mayor asombro.

—¡Sorprendente petición, en verdad! ¿Qué acontecimiento la justifica?

—Mis labios deben permanecer cerrados.

Tetu inclinó la cabeza.

—Puedo aseguraros mi entera discreción. El faraón me dicta las cartas que manda a sus vasallos extranjeros.

—¿Habéis escrito a mi señor? —preguntó el enviado—. ¿Le habéis comunicado alguna directriz de parte del faraón?

Tetu frunció las cejas.

—No desde hace varios meses… Todo parece muy tranquilo en Biblos. Si se hubiera producido algún incidente, lo sabríamos.

—¡Eso es precisamente lo que vengo a revelar al faraón! ¿Un incidente? ¡Es mucho más grave! ¡Biblos está amenazada por los sirios, aliados de los hititas! La ciudad no podrá resistir mucho tiempo.

—Es espantoso —reconoció aterrado el diplomático—. ¿Por qué no nos ha avisado Ribaddi?

—¡Pero si lo ha hecho varias veces! ¡Sus cartas eran muy claras!

—Inquietante. ¿Y qué explicación encuentra a nuestro mutismo?

—Que el faraón no las ha leído.

Tetu se acercó al enviado del rey de Biblos.

—¿Sospecha Ribaddi que algún personaje de la corte real ha interceptado las cartas?

—El embajador Hanis. Él desempeñó un dudoso papel en ciertas negociaciones con los sirios. Dicen que es venal.

Tetu se colocó de lado y algo apartado de su interlocutor. Preocupado, se mesó el mentón.

—Hanis… Eso es extremadamente grave. ¿Actúa solo?

—Creemos que ha obtenido el apoyo del sirio Aziru, un mentiroso y un traidor.

—Juiciosa deducción, lamentablemente…

—¿Lamentablemente?

—Lamentablemente para vos, se trata de un secreto que no debe ser revelado.

Tetu sacó rápidamente un puñal, rodeó el cuello del enviado con su brazo izquierdo y lo degolló. Aterrorizado, el infeliz se llevó ambas manos a la herida, de la que manaba la sangre a borbotones. Sólo pudo emitir algunos sonidos incoherentes antes de derrumbarse.

Tetu se cortó el brazo izquierdo y desgarró su túnica. Luego pidió ayuda. Tendría que explicar que un espía sirio había intentado asesinarle y que él se había defendido.

Un sol de un dorado pálido bañaba el Nilo con su luz tierna. El calor no había invadido todavía ambas orillas. El primer trasbordador de la jornada cruzaba a hombres y bestias. Una pesada barcaza, llena de piedras, atracaba en el muelle de mercancías. En medio del río, unos pescadores habían inmovilizado sus barcas provistas de resplandeciente blancura. Desnudos, de pie en la proa del esquife, instalaban sus nasas con la esperanza de atrapar siluros y peces gato. Cantaban una melopea dedicada a los espíritus del Nilo para que les fueran favorables. Una chalana de velas multicolores llegaba del norte. Pertenecía a un mercader micénico que transportaba alfarería decorada, preciosa carga destinada a ser vendida en el mercado de la ciudad del sol. En las riberas del Nilo se distinguían todavía las trazas del limo rojo que los campesinos utilizaban para fertilizar los campos. La última crecida había sido abundante, propiciando que se desvaneciera el temor a uno de esos «años de hienas», durante los cuales los hombres sufren hambre.

Un barco de esbelta silueta, con un ojo mágico en la proa y en la popa, bogaba a lo largo de la orilla oriental, apartándose todo lo posible de las demás embarcaciones. Un marino de impresionante musculatura manejaba el timón. Dos hombres armados con espadas estaban sentados ante una cabina de madera de cedro. La luz penetraba en ella por dos ventanas enrejadas. A guisa de techo, se extendía un toldo de color rojo, ligeramente levantado por estacas para dejar pasar el aire.

La princesa Akhesa no había tenido problema alguno para seguir la estela del barco, que avanzaba muy lentamente. Nadaba rápida y rítmicamente, su cuerpo desnudo se deslizaba con facilidad por el agua. Como las demás hijas reales, había recibido lecciones de natación desde su primera infancia y no había dejado de entrenarse regularmente, unas veces en el río y otras en los lagos de recreo. Zambullirse en el agua, tenderse en ella cuan larga era y sentirla deslizarse por su piel eran placeres inefables. Hoy, Akhesa sólo pensaba en alcanzar aquel barco cuyo casco estaba ya tocando. Hizo una recuperación y se subió a bordo, ante la sorpresa del timonel, asustado al ver aparecer ante él a una muchacha desnuda de tan extraordinaria belleza. Gotas de agua, que brillaban a la luz, resbalaban por sus pechos y su plano vientre.

—Llevadme ante mi madre —exigió.

Los hombres armados, alertados por la llamada del timonel, amenazaron a la joven con su espada.

—Arrojadla al agua —ordenó el timonel.

Uno de los esbirros intentó asir a la princesa, pero ésta lo evitó.

—¡Madre —gritó—, estoy aquí!

Corriendo por el puente, Akhesa escapó a otro asaltante. La puerta de la cabina se abrió. Apareció una mujer con el rostro inquietantemente pálido, coronada por una mitra y vestida con una túnica de lino plisada.

—Dejadla —ordenó Nefertiti, con aquella melodiosa voz que tan a menudo había hechizado a los adoradores de Atón.

Los guardas de la gran esposa real obedecieron.

—Ven, Akhesa.

La princesa entró en la cabina, cuya puerta cerró su madre con mano vacilante. ¡Qué fatigada, qué agotada parecía! Su sublime tez estaba alterada. Los primeros achaques de una vejez precoz arrugaban un rostro cuya finura había deslumbrado a la corte. Sin embargo, la alta frente, la nariz recta, los elegantes labios habían conservado su esplendor.

Akhesa no contuvo el espontáneo impulso que la inflamaba y se arrojó en brazos de Nefertiti.

—Madre… Tú, por fin… Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—Cállate, Akhesa —exigió la gran esposa real, que permanecía lejana, casi indiferente.

—¡Es imposible! ¡Tengo tantas preguntas que hacerte!

Arrancando de sus brazos a su hija, Nefertiti retrocedió hacia un montón de almohadones y se sentó, semitendida, echando atrás la cabeza.

—No responderé a ninguna de ellas.

Akhesa apenas reconocía a la gran reina de resplandeciente sonrisa, de encanto tan arrebatador que acallaba críticas y envidias. Nefertiti, que había atraído sobre la pareja real los favores del sol, que había desafiado a los sacerdotes de Tebas e impuesto la construcción de una nueva capital, no era ya más que una mujer vencida, devorada por un oculto mal.

—¿Estás enferma, madre? ¿Necesitas un médico? ¿Sabes que el faraón se apaga sin ti? ¿Sabes que, sin tu presencia, tu ciudad corre el riesgo de morir?

Nefertiti guardó silencio, mientras Akhesa esperaba que protestara. Una lágrima corrió por la mejilla derecha de la gran esposa real.

—Todos te necesitamos —imploró la princesa—. Vuelve, si no Atón ya no brillará por nosotros.

—Nuestra obra —afirmó Nefertiti con voz conmovida— durará hasta que el cisne se vuelva negro y el cuervo blanco.

Akhesa reconoció las palabras pronunciadas por su padre, con tanto entusiasmo, ante la asamblea de los cortesanos. Feliz, la gran esposa real había abrazado a su marido, comunicándole el soplo divino del que era garante y depositaría.

—Vuelve, madre, nos mostrarás el camino hacia la luz.

—Imposible —murmuró Nefertiti.

—Pero ¿por qué?

—Porque soy ciega, Akhesa.