Akhesa entró en el recinto de Atón, el jardín sagrado consagrado al dios. Allí, el faraón había creado un paraíso que reunía todas las bellezas de la naturaleza. En su interior, protegido por una muralla cubierta de plantas trepadoras, habían edificado una sala de columnas junto a un lago artificial rodeado de árboles. Había sido preciso un considerable trabajo para vencer al desierto, irrigar y plantar. Decenas de jardineros cuidaban aquel milagro de verdor que celebraba la gloria de Atón. En la superficie del lago de recreo florecían lotos y nenúfares. En un segundo lago, más vasto y flanqueado por un muelle, se criaban peces exóticos. En todos los recodos de las sombreadas avenidas se levantaban glorietas, unas de piedra, otras de madera, bajo las que podían descansar los paseantes. Pequeños puentes permitían pasar de una a otra orilla del lago, por donde bogaban las barcas. En el centro había una isla con un pabellón de verano reservado al rey y a la reina.
El recinto de Atón albergaba también una explotación agrícola que comprendía varias granjas. Corrales y establos veían crecer los patos, las vacas y las ovejas cuya apacible existencia no era trastornada. En los sótanos se almacenaban jarras de vino que contenían los grandes caldos servidos en los banquetes que se organizaban en la corte.
Akhesa recorrió una columnata decorada con pinturas representando uvas, granadas y lotos azules. Al final se levantaba una pérgola de gran elegancia, donde sabía que a esa hora se hallaría el «divino padre» Ay, entregado a los placeres de la siesta.
Soñoliento, con las manos cruzadas sobre su desarrollado vientre y los blancos cabellos perfumados, Ay pensaba en el pasado. Su título de general de los carros era sólo un recuerdo honorífico. Hacía ya mucho tiempo que no se ocupaba de caballos. ¡Cuántas horas felices le habían proporcionado durante los largos paseos por el desierto! Ay, hombre de temperamento pacífico, inclinado a la negociación y a utilizar la palabra antes que las armas, no era amigo de los militares. Desconfiaba especialmente de Horemheb, escriba de notable inteligencia y excepcional envergadura que, con el transcurso de los años, había conseguido ganarse la confianza de los oficiales. Por ello, Ay había favorecido la carrera de su hijo Nakhtmin, para seguir contando con un oído fiel al Estado mayor.
El «divino padre», que algunos consideraban un anciano casi senil, apenas apto para atiborrarse de exquisitos manjares y degustar los placeres campestres, seguía actuando en la sombra. Fingir que era un cortesano sin ambición y porvenir había adormecido la confianza de sus adversarios. Nadie desconfiaba ya de él. Salvo Horemheb, claro.
Ay no pensaba demasiado en su propia reputación. Había conocido todos los honores y gozado de todos los privilegios. Era Egipto lo que le atormentaba. Egipto, encarnado y dirigido por un hombre, el faraón. Un faraón que se llamaba Akenatón y que no se parecía a ningún otro. Un ser a quien su ideal encerraba en una visión que, muy pronto, sólo podría compartir con Dios. Akenatón había sido un buen soberano. Había tenido razón al yugular a los sacerdotes tebanos, muchos de los cuales habían confundido riquezas espirituales y bienes materiales. Construir una nueva capital había sido, ciertamente, una empresa audaz, pero otros monarcas lo habían intentado y conseguido antes que él. Dar la preeminencia a Atón no era una revolución capaz de provocar la tempestad. Cada dinastía exaltaba a una divinidad, intentando que sobresaliera.
Pero, desde hacía algún tiempo, la situación era ya muy distinta. Akenatón imponía una fe intolerante. Forzaba las conciencias, rompía la mágica unidad que vinculaba al pueblo con su soberano. Apagaba su propio fulgor al separarse de Nefertiti, la mujer que sostenía e inspiraba su acción desde que se habían casado. Estaba obligado a conceder a una alocada, su primogénita, la función de gran esposa real.
Extraños rumores concernientes a la tercera hija de la pareja real, Akhesa, habían llegado al «divino padre». La muchacha había salido bruscamente de la infancia, provocado cierto escándalo, y obtenido de su padre un paseo en carro y de la reina madre una entrevista; además, salía con gusto del palacio. El carácter de Akhesa siempre había sido muy firme. Se parecía al de su padre, salvaje, indomable. Su posición en la jerarquía la apartaba del poder, era cierto, pero podía convertirse en el alma de una conspiración. Ay vigilaba a todos los miembros influyentes de la corte real, no sabiendo ya si era preciso proteger a su rey o buscarle un sucesor. Pero carecía de información acerca de las intenciones de Akhesa.
Precisamente ahora, Akhesa se acercaba hacia él, que fingía dormitar en su pérgola preferida del recinto de Atón.
La muchacha se había quedado inmóvil tras una columna, observando al «divino padre». Había tomado la decisión de consultarle, debido a su reputación y su experiencia. Pero Ay parecía blando, indolente, sin duda no tenía ya el menor deseo de apartarse de su pasado y de su comodidad.
Iba a retroceder cuando el «divino padre» entreabrió los ojos. La había visto, no le cabía duda. No podía dar marcha atrás. Saliendo de la columnata, recorrió los pocos pasos que la separaban del anciano. Éste llevaba una amplia túnica sujeta con dos tirantes que pasaban por detrás del cuello. Se irguió.
—Princesa Akhesa… Vuestra visita me honra. ¿Deseáis beber algo?
—No, divino padre. Quisiera hablar con vos.
Ay se desperezó, se levantó y se dirigió con paso lento hacia un sicómoro. Un odre lleno de agua fresca colgaba de sus ramas bajas. Ay bebió largo rato.
—Antaño —dijo—, este árbol estaba dedicado a la diosa Nut. Ella acogía el alma de los muertos y la refrescaba en los caminos del otro mundo.
—Ya no hay más Dios que Atón —indicó Akhesa, virulenta.
Ay tapó de nuevo el odre con cuidado. Aquel comentario le bastaba para juzgar a la muchacha, cuya belleza era deslumbrante: tan intransigente como su padre, con un temperamento fogoso, una voluntad inflexible y una inteligencia fuera de lo común. No debía dar el menor paso en falso. Pese a su juventud, manipularla eficazmente no iba a resultar fácil.
Durante su larga carrera, Ay había conocido a muchos ambiciosos y arribistas cuya vida pública había durado menos que una tormenta de verano. Muchas damas de la corte eran dignas de atención, en la medida en que sabían inspirar con arte consumado importantes decisiones al rey o a sus ministros. ¿Acaso la reina madre Teje, hasta que Akenatón tomó realmente el poder, no había sido la verdadera jefe de Estado? ¿No había determinado Nefertiti la creación de la ciudad del sol? Desde que se había retirado a su palacio, por una causa desconocida, la salud física y mental del faraón se degradaba. Los servidores de la gran esposa real le eran tan fieles que ni siquiera él, el «divino padre», había obtenido ninguna información seria que la concerniera. Sólo un hecho demostrado: de acuerdo con la reina madre Teje, había favorecido la instalación en la capital de los dos príncipes Tutankatón y Semenkh. El primero proclamaba a quien quisiera oírlo su amor por Akhesa, una pasión que transformaba al niño modoso en joven ardiente. Al descubrir la metamorfosis de Akhesa, Ay se preguntó si el principito llegado de Tebas sería capaz de satisfacer las exigencias de semejante mujer.
—Atón brilla en los corazones —declaró el «divino padre» con su voz suave y grave—. Vuestro padre está componiendo un admirable himno en su gloria. Tengo el honor de ser su confidente y copiar el texto que escribe. Vos misma, princesa, habéis asimilado ya los principales aspectos del arte del escriba, según me ha dicho vuestro profesor, el embajador Hanis.
—No tiene importancia. ¿Estáis dispuesto a escucharme?
—¿Cómo podría ser de otro modo?
Un jardinero, cargado con pesados recipientes llenos de agua, regaba los macizos de flores.
—Caminemos un poco —recomendó Ay—. Este recinto es un remanso de serenidad, pero supongo que nuestras palabras deben ser confidenciales.
—En efecto —reconoció Akhesa, que comenzaba a modificar su juicio sobre el alto dignatario.
Al convertirse en mujer, había sentido nacer en ella un formidable instinto comparable al de un cazador que advierte la presencia de una presa. Percibía el misterio de los seres mirándolos y escuchando sus voces. Veía más allá de su apariencia física y de las actitudes que adoptaban para ocultar su auténtica naturaleza.
Ay no era el viejo cortesano inofensivo que aparentaba ser. No tenía, ciertamente, la poderosa personalidad del general Horemheb, pero evocaba a una araña capaz de tejer la más complicada de las telas, en la que sus enemigos caerían para desaparecer devorados por una muerte lenta y segura.
—¿Qué sabéis de la situación de nuestros vasallos? —interrogó Akhesa.
—Muy pocas cosas, en verdad —respondió Ay—. La política extranjera corresponde sólo al faraón y a sus diplomáticos.
Cruzaron un puente de madera de finas arcadas, que atravesaba la parte del lago donde los jardineros cultivaban un parterre de nenúfares. Abubillas y avefrías revoloteaban en las altas ramas de las acacias.
—Lo que he descubierto es muy inquietante —confesó la princesa.
Ay calló. La joven estaba a punto de revelar su secreto. No debía, sobre todo, interrumpir su impulso.
—Nuestros territorios extranjeros se encuentran en grave peligro —reveló—. He tenido acceso a importantes e indudables documentos.
El «divino padre» contuvo un movimiento de sorpresa. Akhesa había sido mucho más rápida de lo que él hubiera imaginado. Si lo que decía era cierto, había tejido ya una red de complicidades.
—Los hititas están destruyendo, uno a uno, nuestros lejanos principados —prosiguió la princesa—. Nuestros aliados nos piden ayuda, pero sus mensajes quedan sin respuesta. ¿Por qué? Porque alguien, en la corte, los clasifica en los despachos de la administración sin que mi padre tenga conocimiento de ellos. ¿No era éste, acaso, el método que utilizaban los sacerdotes de Tebas para debilitar el poder del faraón?
Ay estaba estupefacto ante la perspicacia de la joven. Ciertamente, había recibido una buena educación gracias a su madre, Nefertiti, que pretendía asociar a sus hijas al ejercicio del poder, hablándoles tanto de Egipto, de los países extranjeros y de los asuntos de Estado, como de juegos infantiles. En sus tiempos de esplendor, la familia real formaba un clan muy unido. Akhesa había escuchado y retenido. Tan privilegiada educación daba sus frutos, aunque la juventud hiciera todavía a la princesa demasiado apresurada y torpe. Ay estaba decidido a explotar aquellas debilidades, que el tiempo haría desaparecer.
—¿Dónde habéis consultado esos documentos? —preguntó.
—No importa. Tenemos que actuar, advertir al rey. Si vos intervenís, os escuchará.
—Siento decepcionaros, princesa. No he aguardado a vuestro descubrimiento para poner a Su Majestad al corriente de los inquietantes rumores que circulan sobre nuestros protectorados. El faraón convocó al diplomático Tetu y al principal sospechoso, el rey de Siria, Aziru. Sus declaraciones le tranquilizaron por completo.
Algunos patos y una familia de ánades paseaban por el lago.
—¿Y si Aziru traiciona? ¿Y si miente?
—No habría tenido la audacia de comportarse así ante el faraón. Cierto es que el reino del Hatti debe ser permanentemente vigilado, pero ya lo hacemos. Es inquietante que nos hayan llegado ciertos gritos de alarma, pero tales incidentes pertenecen al pasado. La diplomacia es un arte difícil. No hay que conmoverse ante la primera tempestad de arena. A todos nuestros aliados les gustaría convertirse en un interlocutor privilegiado del faraón y beneficiarse más de su apoyo. Ésa es la razón por la que ciertos reyezuelos dramatizan su situación. Al rey y a sus consejeros les corresponde apreciar la realidad.
El recinto de Atón ofrecía a los paseantes un permanente hechizo. La luz jugaba con los macizos de verdor y el follaje de los árboles, danzaba en las columnas, desaparecía a la sombra de una glorieta y resucitaba en un pórtico envuelto en hiedra. La presencia de los estanques de agua fresca contribuía a crear una atmósfera apacible que invadía cuerpo y alma.
Akhesa estaba confusa. La demostración del «divino padre», que había participado en la firma de tantos tratados con soberanos extranjeros, la convencía. ¿No habría extraído conclusiones demasiado precipitadas de los documentos consultados?
—Tenéis razón, divino padre. Perdonad mi error de juicio.
—Vuestra imaginación os ha llevado por un mal camino, princesa, eso es todo. Me siento feliz si mis consejos os han sido útiles.
—Gracias os sean dadas por vuestra sabiduría.
Akhesa saludó a Ay con respeto, levantando las manos unidas a la altura de su rostro. El viejo dignatario inclinó ligeramente la cabeza. Cuando regresó al confortable refugio donde pretendía proseguir su meditación, su esposa, la nodriza Ti, le aguardaba con las copas de plata llenas de cerveza fresca.
—¿No te acompañaba una muchacha muy hermosa? —preguntó con falsa gravedad.
—La princesa Akhesa. La mujer más bella de la corte, en efecto.
—Mi belleza se ajó hace ya tiempo, querido esposo. ¿Debo temer la aparición de una rival?
Ambos sonrieron, divertidos.
—Eres injusta contigo misma —dijo el «divino padre», mirando a su mujer con ternura.
Ti, que conservaba el título honorífico de «nodriza», ocultaba sus blancos cabellos bajo una ligera peluca de rizadas trenzas. Su cuerpo, que la edad hacía algo pesado, conservaba la elegancia de una noble dama acostumbrada a los fastos y las exigencias de la corte real. Llevaba un vestido blanco muy sencillo y un amplio collar de lapislázuli.
—Tú, que has tenido la suerte de educar a los hijos reales y velar por su primera infancia, ¿qué piensas de Akhesa?
Ti estimó que el asunto debía de ser serio. Su esposo sólo le pedía consejo cuando vacilaba en la formación de un juicio.
—Jamás tuve la menor influencia sobre ella —confesó la nodriza—. Akhesa es la de mayor personalidad de entre todas las hijas de la pareja real. Y ahora, su belleza… La belleza de su madre, la de una reina.
Dama Ti advirtió que su marido estaba preocupado.
—¿Por qué te preocupa tanto Akhesa?
—Porque quiere cambiar el mundo —respondió—. Y porque si los dioses le prestan su ayuda, tiene fuerza para conseguirlo.
En aquella primera jornada cálida de primavera, Akhesa estaba preocupada. Las apaciguadoras palabras del «divino padre» Ay no habían disipado por completo sus inquietudes. Una oscura duda, rebelde al razonamiento, subsistía en lo más profundo de su ser. A mediodía, cuando Atón brillaba en la cima del cielo, abandonó sus aposentos y bajó a su jardín privado, donde examinó el joven sicómoro que había plantado con sus propias manos, diez años antes, ayudada por su madre. El murmullo de las hojas evocaba el aroma de la miel. Las finas ramas estaban cargadas de frutos rojos. Por lo común, le gustaba dialogar con el árbol, contarle recuerdos de infancia, escuchar su voz cuando el suave viento del anochecer hacía que, bajo su sombra, se extinguieran los rumores de la lejanía.
Hoy se sentía inútil, indigna de dirigirse a aquel ser noble cuya serenidad no tenía derecho a turbar. Akhesa se había creído adulta demasiado pronto. Se había mezclado, con ligereza, en asuntos de Estado que la superaban. Se había puesto en ridículo ante los ojos del «divino padre». Ya sólo le quedaba vivir enclaustrada en el palacio, aguardando sus bodas con un alto dignatario.
Acarició el tronco de un granado plantado junto a un estanque, en cuya orilla su sirvienta había depositado una copa de jugo de algarrobas. Nerviosa, la princesa la volcó y la hizo caer al agua. Al saltar sobre el parapeto calcáreo para recoger la copa del fondo del estanque, se mojó el vestido de lino, que se adhirió a su piel, revelando la forma de sus pechos, de sus finas caderas, de su vientre plano. Más desnuda que si no llevara vestido alguno, Akhesa se tendió en el enlosado, ofreciéndose al sol y al viento.
Fascinado por aquel espectáculo, el joven príncipe Tutankatón, oculto desde hacía unos minutos en un bosque de tamarindos, no quiso desempeñar por más tiempo un papel indigno de él.
—Perdonad mi audacia, princesa —dijo avanzando hacia ella.
Akhesa se incorporó rápidamente sobre un costado.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Quién os ha permitido entrar?
—Vuestra sirvienta. ¡Pero no la castiguéis! Yo soy el único culpable, la he amenazado. No tenía elección. ¡Hace tantos interminables días que me impedís veros de nuevo! Os amo, Akhesa, os amo más que a cualquier cosa en el mundo.
Tutankatón se arrodilló con el rostro enfebrecido. Con conmovedora torpeza, ofreció a la princesa un ramillete de flores de loto, ya ajado a fuerza de mantenerlo apretado contra su pecho.
—¡Qué Atón os dé vida y felicidad! —exclamó con la gravedad de un enamorado abrasado por el fuego más ardiente—. Sois la brillante estrella del año nuevo. Vuestra piel reluce como el oro y vuestros dedos son cálices de flores. Vuestra voz me da la vida. Cada una de vuestras miradas vale más que la comida y la bebida. Ninguna mujer se os parece. Permitidme que permanezca a vuestro lado. De lo contrario, moriré.
Akhesa estaba más conmovida de lo que aparentaba.
—Vertedme agua en las manos —pidió.
Tutankatón saltó de gozo, se precipitó al estanque, tomó la copa y la llenó de líquido. La muchacha tendió sus palmas abiertas, aguardando la purificación. Terminado el rito, el príncipe se convertiría en huésped de honor y confidente. Akhesa le concedía así un maravilloso privilegio.
Con infinita lentitud, Tutankatón derramó el contenido de la copa en las manos de Akhesa, depositando su pasión en cada una de las gotas de agua que resbalaban por la piel de su bienamada. Los rayos del sol nimbaban con indiscreta luz el cuerpo adorable de la princesa, que permaneció durante largo rato en la misma postura, con la mirada perdida.
—Sois la divina vida en esta tierra —se inflamó el muchacho, desesperado al ver vacía su copa, que la costumbre le impedía llenar por segunda vez—. Sin vos, mi existencia sería sólo tinieblas.
Tutankatón la ayudó a levantarse. Ella no se opuso, pero permaneció distante.
—Puesto que me he convertido en vuestro confidente —dijo Tutankatón—, quisiera demostraros que no soy un niño frívolo, inconsciente de las realidades de la corte. Tengo una noticia que daros.
Akhesa volvió hacia el adolescente su rostro admirable de dorada tez. Él se estremeció. La innata gracia de aquella a quien amaba le sumía en el éxtasis. Cuanto más enamorado estaba, más le gustaba demostrar sus cualidades. El brillo de curiosidad que había despertado en los ojos verdes de Akhesa era una primera victoria.
—El faraón ha recibido a mi hermano Semenkh. Le ha anunciado su boda con Meritatón, su primogénita. Se convertirá en el futuro dueño de las Dos Tierras, y su mujer en la gran esposa real, función que ya desempeña simbólicamente junto a su padre.
Akhesa sintió que la sangre se le helaba en las venas. Sus peores temores se confirmaban. Su hermana sería reina. Semenkh, asociado al trono, recibiría directamente del rey las enseñanzas necesarias para ejercer a su vez el poder cuando su predecesor hubiera muerto.
Así pues, Akenatón había elegido a su sucesor.
—Vuestro hermano debe de estar loco de alegría —dijo la princesa con el rostro velado por la tristeza, pensando que aquel hombre venía de Tebas.
¿Significaba aquello que su padre abdicaba y renunciaba a Atón?
—En absoluto —respondió Tutankatón—. Está casi desesperado. Semenkh es un místico. Venera a Atón. Sólo piensa en el culto, en las preces, en el ritual. No podía concebir misión más insoportable. No le interesa reinar en Egipto. ¡Akhesa! ¿Adónde vais? ¡Akhesa!
La muchacha se marchó corriendo.
Akhesa no lograba conciliar el sueño. Su padre le había negado la entrevista que solicitaba con insistencia. El mayordomo le había precisado que el rey se encerraba durante todo el día en su gabinete de trabajo para redactar el gran himno a Atón, y que el servicio del dios le impedía cualquier otra ocupación.
Al alba, la princesa salió del palacio por las terrazas y se dirigió al cuartel, situado tras el ministerio de Países Extranjeros. En la esquina de un edificio abandonado por el hundimiento de un muro de ladrillos, vio que se le acercaba un hombre joven de aspecto marcial que llevaba un puñal a la cintura.
—¿Contraseña?
—Atón es la luz de Dios.
—Sois la princesa Akhesa.
—Y vos el comandante Nakhtmin.
—Seguidme, princesa. Apresurémonos.
Tutankatón había organizado el encuentro. El comandante Nakhtmin, hijo del «divino padre» Ay, había sido instructor del pequeño príncipe en Tebas, y le había enseñado a tirar con el arco, a manejar la honda y a conducir un carro. Tutankatón no había sido un alumno excelente. Aunque ponía todo su empeño, estaba mejor dotado para los estudios de escriba y la aplicación del protocolo que para las actividades físicas. El comandante Nakhtmin, sin embargo, seguía sintiendo por él un gran afecto. El niño era respetuoso con los valores morales que él mismo veneraba. Pese a su diferencia de edad, se habían hecho amigos.
Cuando Tutankatón, inspirado por Akhesa, había solicitado al comandante que le indicara cualquier acontecimiento anormal en la situación del ejército, éste había aceptado. No era una traición, muy al contrario. El príncipe pertenecía al linaje tebano que debía ascender al trono y al que consideraba legítimo. Cuando ello sucediera, Nakhtmin debería proteger a su padre Ay, que sería acusado de haber servido con demasiada fidelidad a Akenatón.
Nakhtmin no había tenido que aguardar mucho tiempo para cumplir su promesa. Hacía tres días que estaba efectuándose una gran reunión de carros y caballos en el patio del cuartel. La víspera, por la noche, habían sido inspeccionadas dos unidades de elite. Se habían limpiado y verificado las armas ofensivas y defensivas, arcos, flechas, puñales, escudos, picas, jabalinas, espadas cortas y bastones arrojadizos.
El comandante Nakhtmin condujo a Akhesa hacia un establo vacío.
—Ocultaos en la paja. Yo me colocaré tras el batiente de la puerta. Desde aquí lo veremos todo.
—¿Qué ocurre?
—Diríase que se preparan para una campaña… Y no son unos soldados cualesquiera, sino los mejores. Es una especie de operación de choque con hombres de elite. No me han avisado, y eso no es normal. Quien organiza esta expedición no quiere dejar rastros administrativos.
Los palafreneros sacaron los caballos, equipados para un largo viaje. Los animales eran musculosos, nerviosos. Su bien provista cola se movía en todas direcciones. Los especialistas de los carros dieron una postrera ojeada a las ruedas de seis radios y a los ejes de madera de acacia. Los oficiales procedieron a la entrega de cascos de hierro o bronce, y de cotas de cuero recubiertas de laminillas de bronce. Los soldados subieron a las plataformas de sus carros; cada equipo constaba de dos hombres. Ante la estupefacción del comandante Nakhtmin, todas esas actividades se efectuaban en un silencio tan perfecto como poco habitual. Por lo común, los preparativos para una campaña eran ocasión para una auténtica fiesta puntuada por cantos guerreros, danzas y exclamaciones de alegría. El secreto a preservar debía de ser muy importante.
Por fin, el jefe de aquel cuerpo de ejército avanzó.
Era el general Horemheb.
Subió al carro de cabeza y dio la señal de partida.
El comandante Nakhtmin había decidido acompañar a la princesa Akhesa hasta los aledaños de palacio. Luego correría a casa del «divino padre» para informarle. Los primeros rayos del sol iluminaban el gran templo, donde el faraón comenzaba a celebrar el culto, cuando una veintena de hombres armados rodearon al comandante Nakhtmin y a la princesa Akhesa. Ambos comprendieron que sería vano resistirse.