La sirvienta de la princesa Akhesa estaba aterrorizada. No se atrevía a pronunciar una sola palabra. La cólera de su señora había tomado temibles proporciones. Había roto ya varias cerámicas y no dejaba de acusar por su infortunio al universo entero. La nubia se había refugiado tras el gran cofre de madera de ébano donde se guardaban, cuidadosamente doblados, los vestidos de gala de la princesa. Ésta no dejaba de ir y venir por sus aposentos como una fiera enjaulada.
Todos sus intentos habían fracasado lamentablemente. En una nueva entrevista con el escultor Maya, le había calificado de mentiroso y amenazado con represalias si no la introducía en el palacio de su madre. Maya, en absoluto impresionado, había rechazado la petición. Si, efectivamente, estaba esculpiendo un busto de Nefertiti por orden de la gran esposa real, se trataba de un secreto de taller y nada más. Por lo que se refería a entrometerse y traicionar la confianza de la reina, que no quería recibir a su marido ni a sus hijas, sería una bajeza que no estaba dispuesto a cometer. Maya reconoció ser amigo del joven príncipe Tutankatón, pero se indignó cuando Akhesa le acusó de conspirar contra el faraón Akenatón. El rugoso artesano la había expulsado de su taller, olvidando las reglas del protocolo y desdeñando las eventuales consecuencias de su acto.
Al fracaso se añadía una decepción. La nubia había acudido dos veces a la taberna del Ibis para ponerse en contacto con Pached. Le habían respondido que el funcionario tenía mucho trabajo y que comía en su despacho. La inminente llegada del diplomático Tetu, que venía de Asia con importantes noticias, provocaba una intensa actividad en el ministerio de Países Extranjeros.
En la ciudad del sol, la atmósfera se hacía opresiva. El rey y la reina no se mostraban ante el pueblo. La policía seguía actuando contra las divinidades y destruyendo los oratorios familiares donde estaban representadas, causando profundas heridas en la sensibilidad de los más humildes. Los rumores de guerra seguían circulando por los barrios populares.
—Princesa… —arriesgó la nubia.
—Cállate. Tengo que pensar.
—Princesa —insistió la sirvienta—, el diplomático Tetu ha llegado a palacio con una escolta.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? Voy enseguida.
—Princesa…
—¿Qué más quieres?
—Tendríais que vestiros un poco…
El diplomático Tetu y la delegación que dirigía fueron recibidos en la sala del trono por el faraón. El rey iba tocado con la corona azul y sostenía el cetro mágico en una mano, pero su rostro estaba mortalmente pálido. Mantuvo una hierática postura durante la audiencia que concedía al dignatario, y a la cual asistieron el general Horemheb, el «divino padre» Ay, el embajador Hanis y una cincuentena de grandes personajes de la corte, entre ellos Tutankatón. Akhesa había podido entrar sin problemas en la sala, gracias a una intervención del embajador. Se mantuvo algo retirada, al abrigo de una columna, escuchando con apasionado interés las frases del comisionado.
—Vuestra Majestad domina el universo entero —declaró Tetu, cuyo tono obsequioso disgustó a Akhesa—. Nuestros vasallos se encuentran bien, los soldados gozan de buena salud y sus carros están bien cuidados. La paz reina en todas partes. Traigo cartas dirigidas al faraón, mi señor, deseándole felicidad y larga vida. El gran rey del Hatti asegura a Egipto su indefectible amistad. Los príncipes de Palestina y el rey de Biblos también. El más débil súbdito de Vuestra Majestad, el rey Aziru de Siria, quiere inclinarse ante Vos para disculparse por las acusaciones de traición que se le han hecho.
El general Horemheb consultó al faraón con la mirada y recibió de su señor la autorización para expresarse.
—¿Estás tratándome de mentiroso, Tetu? —preguntó con voz colérica.
La prestancia y la autoridad de Horemheb le convertían en blanco de las miradas de la concurrencia. Tutankatón, a quien aburrían esos enfrentamientos políticos, sólo tenía ojos para la princesa.
—¡No tengo en absoluto esa intención! —protestó Tetu—. Probablemente fuisteis mal informado.
La pusilanimidad del diplomático, que impregnaba tanto sus actitudes como su modo de hablar, asqueaba a Akhesa. Tetu era un hombre de redondo vientre e hinchado rostro, afeado por un labio inferior muy grueso. Parpadeaba con frecuencia y no dejaba de frotarse las manos.
—¿No será vuestro amigo Aziru —prosiguió Horemheb— más aliado del Hatti que de Egipto? ¿No intenta, con el apoyo de los hititas, apoderarse del territorio de Biblos, cuyo rey, Ribaddi, es fiel al faraón desde hace tantos años? Hace ya dos meses que Ribaddi no escribe al rey. ¿Por qué ese mutismo?
—¿Se trata de hipótesis o de hechos concretos? —preguntó Akenatón a Horemheb.
—De hipótesis, Majestad —admitió el general—. Pero pienso ir en persona a verificarlas.
—Os quedaréis aquí —ordenó el faraón—. Vuestros ejércitos no deben abandonar la ciudad del sol.
Horemheb, ocultando su desaprobación, se inclinó.
—Yo, Majestad —dijo el diplomático Tetu—, tengo pruebas de la fidelidad del rey de Siria. ¿Le concedéis la gracia de contemplar al faraón?
—Que se le permita la entrada a esta sala.
Tras una señal del rey, las puertas se abrieron de par en par. Entró un cortejo de sirios llevando una esfinge de oro, carros desmontados, arcos, lanzas y escudos.
A Akhesa se le oprimió el corazón al recordar la gran recepción en la que todos los países extranjeros habían ofrecido sus tributos el año anterior. Nefertiti y Akenatón, uno junto a otro, se habían sentado en un trono doble. La reina abrazaba tiernamente al rey, pasando el brazo por su cintura, y apoyaba la cabeza en su hombro. Cretenses, libios, negros y sirios habían depositado a sus pies numerosos presentes, mientras un grupo de acróbatas, y de tocadores de castañuelas y de laúd ofrecía un desenfrenado espectáculo. Akhesa había apreciado la belleza de la pantera que los negros sujetaban con una correa, los huevos y las plumas de avestruz traídos por los libios, los jarros de piedra y metal de los cretenses, la gacela domesticada que se había paseado entre las filas amedrentadas de nobles damas.
Aziru, rey de Siria, rindió homenaje al faraón cuando la totalidad de aquellos magros regalos fue expuesta a las miradas de la corte. Se arrodilló ante el trono.
—Reciba Vuestra Majestad el testimonio de mi obediencia que quieren transmitiros estos modestos presentes.
Aziru, cuyo afilado mentón lucía una negra perilla y cuya amplia frente estaba cruzada por una cicatriz, llevaba una larga túnica multicolor. El general Horemheb lo contempló con irritación.
—Te acusan de ayudar a los hititas para apoderarse de territorios egipcios —dijo Akenatón.
—Es una malvada calumnia, Majestad —repuso Aziru con firmeza—. Por el contrario, defiendo encarnizadamente los intereses de Egipto en las fronteras de su imperio. Ninguno de vuestros vasallos es más leal que yo. No es ése el caso del rey de Biblos, Ribaddi, cuya hipocresía me indigna. A vos os toca juzgar, Majestad.
—¿Mi ejército tiene que estar dispuesto?
—No será necesario, Majestad, si me permitís actuar en vuestro nombre. Yo advertiré convenientemente a tan indigno servidor. Un severo aviso bastará para mostrar a su corazón el buen camino.
El general Horemheb intentó intervenir de nuevo, pero esta vez Akenatón no le dio la palabra.
—Esas lejanas querellas tienen poca importancia y deben terminar —declaró el faraón—. Que los hombres aprendan a vivir en paz bajo el sol de Atón.
El rey de Egipto se retiró, dejando a la corte desamparada. Horemheb, furioso, abandonó a la concurrencia sin saludar al diplomático ni a su protegido.
—Esta situación es grotesca —consideró una voz grave a espaldas de Akhesa y de Tutankatón—. Antaño, todos los pueblos presentaban sus tributos al faraón. Hoy sólo lo hacen esos sirios. ¡Y no quiero imaginar a quién se los habrán robado!
Akhesa se volvió, descubriendo al intendente Huy, provisto de un abanico de plumas de avestruz.
—Esos regalos son una miseria —prosiguió Huy—. Muy pronto, ni siquiera los sirios se tomarán el trabajo de traer el menor presente.
—¿Estáis insinuando que mi padre es un rey incapaz? —atacó Akhesa.
—Princesa —intervino Tutankatón—, no provoquéis un altercado. Huy es un amigo seguro, un perfecto servidor de la corona.
—Tal vez debierais elegir a vuestros amigos con más cuidado —dijo Akhesa, sarcástica.
Huy palideció.
—Venero a mi rey —afirmó conmovido—, pero no tengo derecho a cerrar los ojos.
—¿Dónde están los nubios? —advirtió Akhesa—. ¿Dónde están sus tributos? Y vos, que tan bien conocéis el sur, ¿por qué residís en palacio en vez de velar por la prosperidad de nuestras colonias negras?
—Porque obedezco las órdenes del rey, princesa. Horemheb es el jefe del ejército. Él es quien debe intervenir si el faraón lo desea. Yo sólo soy un hombre de paz y de administración. Mi señor me retiene en la corte. Me inclino ante su voluntad.
—Deberíais demostrar mejor vuestra competencia —recomendó la muchacha, repentinamente dulcificada—. No olvidéis que Tebas no es ya la capital y que ya no adoramos a Amón. No os equivoquéis de época, Huy. El mundo se transforma bajo los rayos de Atón.
Tutankatón estaba casi asustado por el discurso de la princesa y por su determinación. La amaba más todavía por ello. Se juraba a sí mismo que sería suya. La pasión que sentía desgarraba en él los últimos jirones de la infancia. Las preocupaciones de Akhesa, el Estado, la política… Todo le parecía lejano, irreal. Pero existía su resplandeciente belleza de mujer flor, su insolente juventud, el fulgor de su mirada. La inteligencia de Akhesa era superior a la suya. Lo advertía segundo a segundo. Jamás podría rivalizar con ella. Pero él disponía de otra fuerza no menos poderosa: la intensidad de su amor. Gracias a ella la convencería, y no con palabras.
—Y vos, príncipe Tutankatón —prosiguió, incisiva—, ¿habéis reflexionado en las razones de vuestra presencia aquí? ¿Sabéis, al menos, de qué lucha sois envite?
—Me importa muy poco —respondió fogosamente—. Lo que deseo es permanecer a vuestro lado.
El rudo Huy se había apartado.
—No es éste tiempo para el amor —murmuró ella.
—El tiempo siempre es para el amor, princesa. Atón es amor. Es la vida. Él dará sentido a la nuestra.
La sirvienta terminó de arreglar a Akhesa. Maquillada, tocada con una espesa peluca, vestida con unos ropajes anticuados y con el cuello adornado por un pesado collar de cornalina, había envejecido diez años. Nadie podría reconocer en aquella austera mujer de aspecto afectado, a la hermosa y joven hija del faraón.
—No vayáis a la taberna del Ibis —suplicó por última vez la nubia—. Es un lugar de mala reputación. Una mujer como yo sólo corre el riesgo de que la manoseen un poco, pero vos… Hay soldados, borrachos, hombres que hablan a gritos… Podrían agrediros…
—No temas nada. No estaré sola.
—¿Quién os acompaña?
—Amigos fieles.
Unos alegres ladridos procedentes del vestíbulo probaron a Akhesa que el jefe de la policía había accedido a su petición. En cuanto la vieron, Carnero y Toro, los dos fuertes lebreles, se acercaron a ella, moviendo la cola.
La taberna del Ibis se hallaba en un islote de chozas, algunas de las cuales servían de almacén. Para entrar en ella, era preciso descender un tramo de peldaños mal tallados. El local era un sótano provisto de gruesas esteras sobre las que se acuclillaban los clientes, que comían platos de habas y bebían cerveza fuerte. La luz de Atón sólo penetraba en aquel hediondo lugar por un estrecho ventanuco.
La aparición de una mujer de calidad, cuyas vestiduras probaban su riqueza, levantó una formidable expectación. Un tuerto se levantó de un salto.
—¿Qué buscáis, noble señora? ¿Cerveza o a un hombre?
Groseras risas puntuaron la pregunta.
—A un hombre. Y he aquí la recompensa para quien me diga dónde encontrarlo.
Akhesa abrió su mano derecha. En la palma brilló una tobillera de oro macizo. Por un momento, el ojo del tuerto pareció que iba a salirse de la órbita.
—Una pequeña fortuna —apreció—. ¿Cómo se llama el afortunado tipo al que buscáis?
—Pached —murmuró la muchacha—. Viene a menudo aquí.
—Es cierto, noble dama. A causa de una siria, a la que prefiere a su esposa. Yo soy… el padre de la moza. No todo es luz en esta ciudad, noble dama. No debéis despreciarme por ser pobre. He venido del Líbano. Abrí esta taberna para proporcionar a los desgraciados algún buen momento. ¡Qué Atón me colme con sus rayos!
El único ojo estaba clavado en Akhesa con malsano deseo.
—¿Cuándo regresará Pached?
—Aunque lo supiera, no tendría importancia. Pached no merece una belleza como vos. Olvidadle. Vais a darme esa tobillera y a beber conmigo.
El tabernero se tornaba amenazador.
—Hablad —ordenó Akhesa—. De lo contrario…
—De lo contrario, ¿qué? —dijo desafiante el tuerto, al tiempo que soltaba una carcajada y tendía sus gruesas y sucias manos para asir a la muchacha.
—¡Carnero! ¡Toro! —ordenó ésta—. ¡Atacad!
Los dos lebreles irrumpieron en la taberna. Carnero saltó a la garganta del tuerto, lo derribó y le clavó los colmillos en el cuello. Brotó la sangre. Toro, gruñendo con las fauces abiertas, hizo frente a los clientes, que se retiraron, prefiriendo refugiarse en su embriaguez.
—¡Basta, Carnero! —exigió la princesa inclinándose hacia el tuerto, que no osaba ya moverse.
El lebrel soltó a su presa lo suficiente como para que el tabernero, agitándose, confiara una preciosa información al oído de la princesa.
La noche había caído desde hacía más de una hora cuando Pached salió de su despacho del ministerio para dirigirse, sin ser visto, a la taberna del Ibis. Cometía una grave falta y era consciente de ello. Su mujer, suspicaz, le retenía en casa durante todo el día y le impedía escapar. Por la noche estaba de servicio. Pero ¿cómo prescindir de las caricias de la siria que le había hechizado? El adulterio podía acarrearle la pérdida de sus bienes, pero no le importaba. Sentía una imperiosa necesidad de su amante. Pached, sobornando a uno de sus colaboradores para que impidiera el acceso a su despacho durante dos horas, obtendría la libertad necesaria para reunirse con la siria que el tuerto, como estaba convenido, le habría reservado. Excitado por la idea de gozar muy pronto de un cuerpo adorable, el funcionario apretó el paso.
Su sorpresa fue total cuando una masa chocó violentamente contra su espalda y le hizo caer al suelo. Por el gruñido reconoció a un perro e intentó en vano debatirse. El animal le había plantado los colmillos en la nuca y, sin clavarlos, mantenía inmóvil a su presa. Un segundo lebrel, amenazador, apareció ante él. Pached creyó llegada su última hora. Dirigió una corta plegaria a Osiris para que lo acogiera en su reino de eternidad.
Con el rostro en el polvo de la calleja, distinguió por el rabillo del ojo los pies desnudos de una mujer de extraordinaria finura. Por un instante, supuso que su esposa utilizaba para asesinarle dos perros de combate. Pero sus extremidades no tenían aquella belleza… La mujer pertenecía a la alta sociedad, tal vez incluso a la corte real. Jamás había visto nada tan hermoso como aquellos largos dedos de cuidadas uñas. Grabó la visión en su memoria. Tal vez le sirviera algún día, si sobrevivía a esa aventura.
—¿Quién…, quién sois? —interrogó suplicante.
—No hagáis pregunta alguna, Pached. Sois un marido infiel y un funcionario indigno de la confianza del faraón. Merecéis diez bastonazos. Pero guardaré silencio si seguís al pie de la letra mis instrucciones.
La voz era de una mujer muy joven, pero revelaba una gran firmeza. Pached consideró inútil intentar obtener su piedad.
—¿Qué debo hacer?
—Llevarme hasta el ministerio de Países Extranjeros e introducirme en la sala de los archivos. Quiero consultar la correspondencia diplomática de los dos últimos meses.
El funcionario de la seguridad se sobresaltó.
—Son secretos de Estado… Sólo el rey…
—Obedeceréis, u ordenaré a mis perros que os destrocen la nuca. Tengo mucha prisa, Pached.
—Pero ¿para qué?
—¿Qué decidís?
—Deberemos ser prudentes. Los guardas…
—Sois su jefe. Os las tendréis que arreglar para que no me molesten. Os dejaré bajo la vigilancia de los perros. Al menor indicio de peligro, os matarán.
Pached no lo dudaba. No tenía intención de arriesgar su vida por unos archivos. Sin duda se trataba de una conspiración fomentada por algunas damas del harén y algunos militares que deseaban poner fin al reinado de Akenatón. Lo mejor era satisfacer las exigencias de aquella mujer. Luego pensaría qué actitud adoptar.
—Los originales, será imposible. Pero la sala de copias tal vez sea accesible.
—En marcha, Pached.
La sede de los archivos estaba situada junto a los locales del ministerio, en un edificio distinto. La idea de avisar a los guardas tentó a Pached cuando entraban por la parte trasera del edificio. Pero los lebreles eran muy rápidos… Tras haber alejado al funcionario, con el pretexto de que estaba realizando una inspección por sorpresa de los múltiples despachos que contenían material de escritura, papiros y notas de servicio, el jefe de seguridad advirtió a la mujer de que el camino estaba libre. Silencioso como una fiera, Carnero se hallaba ya tras los talones del funcionario, mientras Toro protegía a su dueña. Pached se felicitó por su prudencia.
—Deprisa —recomendó.
—Permaneced ante esta puerta y no os mováis —ordenó Akhesa, cuyo rostro se ocultaba tras un velo blanco.
—Si llega alguien…
—Inventad algo.
Akhesa permaneció más de una hora en la sala donde se guardaban las copias, en tablillas de terracota, de la correspondencia diplomática más reciente recibida de los soberanos extranjeros. Todas tenían una etiqueta con una fecha de recepción y un número de orden.
Lo que Akhesa descubrió podía transformar al espíritu más templado. El rey de Babilonia había mandado varias protestas, que habían permanecido sin respuesta, referentes a un incidente muy dramático. Sus mensajeros habían sido atacados y despojados de sus bienes en un territorio perteneciente al faraón, y éste no había iniciado acción alguna contra los desvalijadores. Varios príncipes que reinaban sobre pequeñas regiones se quejaban con amargura de no recibir noticia alguna de la corte de Egipto, cuando los emisarios hititas no cesaban de comprar conciencias y preparar una revuelta de envergadura contra el opresor egipcio. Más inquietantes todavía eran las cartas de Ribaddi, rey de Biblos, que lanzaba verdaderas llamadas de socorro. Afirmando su inalterable fidelidad, informaba a Akenatón de hechos de extremada gravedad. Varios puertos de la costa fenicia, controlados hasta entonces por la administración egipcia, habían caído en manos de los hititas. Numerosos territorios podían sufrir pronto la misma suerte. El agente secreto del rey del Hatti, que trabajaba sin descanso para arruinar el poderío egipcio, sólo podía ser el rey de Siria, Aziru. Si el faraón seguía sin actuar, la situación sería catastrófica. ¿No habría, en palacio, alguien que traicionaba, falsificaba las cartas o las destruía? Era ya la décima vez que Ribaddi escribía sin obtener respuesta.
Consternada, Akhesa tuvo una sensación de vértigo. La ciudad del sol vivía en una falsa seguridad. El poderoso reino de Egipto descansaba sobre frágiles cimientos. Estaban traicionando a Akenatón, su padre. Trabajaban en la sombra para destruir las Dos Tierras.
Akhesa estaba ahora en posesión de un secreto demasiado pesado para ella.
Cuando salió de la sala de los archivos, arrojó a los pies de Pached la tobillera de oro que el tuerto no había sabido merecer.
El funcionario esbozó un rictus de satisfacción. La mujer cometía un grave error. Sin duda, aquella joya permitiría identificarla.