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En una hora comenzaron a llegar los primeros. Sus caras eran el reflejo de una larga noche sin dormir. A algunos se les veía molestos, no creían conveniente convocar al AHF en un día tan señalado por expreso deseo de una sola persona. Pero allí estaban. Cumpliendo con su obligación como arqueólogos y como ciudadanos. A las tres y media ya casi había cien personas. Entre ellas, muchas caras conocidas. Sean fue el encargado de hablar.

—Necesitamos tres mil euros. La excavación de Dragoon New Archaeology en Ashbourne tuvo que dejar a la intemperie los restos de la vikinga que hay en esta caja. Josep la excavó anoche cometiendo con ello un delito. Necesita el dinero para deshacerse de ella. No quiere explicarnos nada hasta el final por motivos de seguridad, pero yo confío en él.

—¿Nos has hecho venir hasta aquí un día como hoy para darle pasta a este tío? Te has debido de volver loco de tanto beber. Yo me voy a mi casa. Vámonos, chicos —dijo un veterano arqueólogo.

Varias personas se levantaron de sus asientos dispuestos a salir de allí.

—¡Esperad un momento! —dijo una voz de mujer, era Aoiffe que acababa de entrar—. ¿De qué tenéis miedo, de perder unos cuantos euros? Será mejor que borréis vuestros nombres de la lista del AHF si no estáis dispuestos a confiar en nadie. Este chico, como muchos otros, se deja la piel por desenterrar nuestra Historia. La triste y dolorosa Historia de Irlanda. ¿Creéis que lo hace sólo por dinero? Josep ama tanto esta tierra como cualquiera de nosotros. Ahí van cincuenta euros.

Se quitó la boina que llevaba y puso el billete en su interior. Después la pasó hacia su izquierda. Aun así, algunos salieron por la puerta refunfuñando, pero todos los que se quedaron pusieron algo. Unos diez, otros cinco y alguien se disculpó por poner tan sólo un par de euros. Al final, contaron mil ochocientos cuarenta y tres. Todavía no era suficiente pero Josep tenía algunos ahorros, ochocientos miserables euros. Ello hacía un total de dos mil seiscientos cuarenta y tres. Eso debería bastar.

—Muchas gracias a todos —dijo Josep—. Espero veros en el puente de O’Connell en una hora. Corred la voz cuanto podáis.

Josep llevaba una mochila con unas compras que había hecho en un supermercado de barrio que encontró abierto. En sus manos, la caja con los restos de Eimear. Faltaba poco para las cinco. Se apresuraba a recorrer la orilla del viejo río Liffey. Cruzó al lado norte y bajó al muelle embarcadero que sirve de paseo. Allí estaba, a pesar del frío, el dueño del puesto de alquiler de barcas figuradas como drakkars vikingas. El sol malherido que se escondía por el oeste teñía el frío cauce. Josep se acercó al hombre.

—¿Quieres alquilar una barca, muchacho?

—No, señor. Quiero comprársela. Le doy mil quinientos euros —dijo Josep.

—¿Estás de broma? No se venden. Además, por ese dinero no te daría ni aquella de allí.

—¿Qué le pasa a aquella?

—No aguanta mucho peso. ¿Te interesa? Te la puedo dejar por tres mil.

—Dos mil.

—Dos mil setecientos cincuenta.

—Dos mil seiscientos cuarenta y tres con sesenta céntimos. Es todo lo que tengo.

—De acuerdo, muchacho. Trato hecho.

Se dieron un fuerte apretón de manos.

—¿Cuándo vendrás a buscarla?

—Me la llevo ahora mismo.

—Ya te he dicho que no aguanta mucho peso. No vayas a hacer ninguna tontería —dijo el hombre alarmado.

—No se preocupe. No es para mí.

En el puente de O’Connell se habían reunido un gran número de arqueólogos, historiadores y gente familiarizada con esos dos mundos. Pensaban que se les requería para una movilización social y esperaban mirando a uno y otro lado del puente. Entre ellos, muchos conocidos, Aoiffe, Sean, Kati, Sofia, Deirdre, Núria e incluso Carlos que había vuelto en tren desde Dundalk, donde dejó bien aparcada la caravana después de que la policía consiguiese darle alcance. El profesor Walker también había conducido tres horas para llegar hasta allí. Además, varios componentes del Instituto de Estudios Vikingos. Pero no estaban solos. A esas horas una gran multitud recibía el nuevo año paseando por las calles del centro de la ciudad.

—¿Dónde se ha metido el chico? —preguntaba Sean.

En ese momento paró un coche junto a ellos. De él bajó el profesor Ian. Se movía con dificultad pero no había querido faltar a la cita. Debía de ser algo importante para haberle hecho venir en aquellas circunstancias. Eso sí, llevaba tanta ropa como peso pudo soportar y un sombrero. No le sorprendió ver a toda aquella gente. Conocía a algunos por motivos de trabajo. Walker se acercó a él.

—Hola, Ian. ¿Cómo estás?

—Hola, Walker. Veo que ya te han dicho que me muero.

—Todos estamos en esta carrera, amigo, y que corras a la cabeza no significa que vayas a ganar.

—¿Conoces al chico? Supongo que estás aquí por eso.

Walker ya no le escuchaba.

—¡No puedo creerlo! —exclamó mientras apuntaba con el dedo hacia el río—. Que me maten si eso no es un funeral vikingo.

Un drakkar ardiendo navegaba río abajo sin nadie que lo tripulase. La corriente lo mantenía en el centro. La gente de ambos lados se agolpaba al muro para verlo. En el puente, los arqueólogos y el resto de convocados miraban atónitos. El silencio era absoluto. Incluso los coches comenzaban a detenerse para saber qué ocurría. Ian veía cumplido su deseo de poder contemplar un drakkar remontando el río Liffey, aunque exactamente no lo remontaba, sino que lo seguía, y no era tripulado, sino abandonado a su suerte. Pero por lo que vociferaban los allí reunidos, que comenzaban a dar gritos de entusiasmo y aplausos, una vikinga iba en su interior. Llegaría a mar abierto y desde allí directamente a Midgard, la residencia de los humanos cuando mueren y que un puente une con Asgard, la morada de los dioses.

La barca desapareció de la vista todavía ardiendo. Un gran número de transeúntes contemplaban lo sucedido. Josep se unía ahora a los congregados en el puente O’Connell.

—Me alegro de que haya podido venir, profesor Ian.

—No me lo hubiese perdido por nada.

Walker se acercó a ellos.

—Tu comportamiento no es el más correcto como arqueólogo, pero somos personas antes que nada. Bien hecho, chico. ¡Maldita sea!

Las sirenas que sonaban a lo lejos se acercaron en tan sólo unos segundos. Varios coches de policía pararon junto a ellos. Uno de los inspectores que habían visitado el yacimiento veintiuno salió del primero.

—Profesor, me gustaría poder decirle que me alegro de verle pero creo que han ido ustedes demasiado lejos. Robar un esqueleto de la finca de John Mc Kein es un delito —dijo apuntando con el dedo a un coche del que comenzaba a salir el aludido—, pero organizar este circo en el centro de la ciudad es mucho más grave. ¿Sabe cuántas leyes han violado hoy ustedes? Alguien va a tener que pagar por ello.

Josep no le dejó continuar.

—Soy el responsable de todo. El resto no tiene nada que ver. Pregúntele al barquero.

—Acaban de ir a buscarle.

El señor Mc Kein no dejaba de mirar a Josep con la misma expresión que el primer día en que se vieron. Parecía que hacía un gran esfuerzo por comprender qué motivos debía de tener un chico así para querer expoliar una tumba de su finca. Con su boina y sus botas de agua era un fiel representante de la Irlanda profunda, la católica y arcaica en las costumbres, la de los hombres bebiendo cerveza en el pub tras llevar trabajando desde las cinco de la mañana y las mujeres reunidas en torno a un fuego en casa de la madre. Pocas sociedades europeas tenían todavía aquella cohesión familiar.

—Queremos que identifique a este chico como el autor de la quema de una de sus barcas.

El barquero miró a Josep.

—No le he visto en mi vida.

—Oh, vamos. No tenga miedo. Puede decirlo. Sabemos que fue él.

El barquero cambió el tono; parecía que no le gustó nada que le llamasen cobarde.

—Le digo que no he visto a este chico en mi vida. Puede que se parezca un poco al que me compró el bote y también a uno que suele correr por el muelle vestido de un modo extraño, pero no es él y no me va a hacer cambiar de opinión.

En ese momento le guiñó un ojo a Josep.

—Bueno, no importa. Vamos a detenerte igualmente. Aún te podemos acusar del expolio en la finca de John Mc Kein.

El hombre no había dejado de mirar a Josep en todo ese tiempo.

—Creo que voy a retirar la denuncia —dijo.

—¿Qué? Vamos, John, no me digas que después de todo el trabajo que nos has hecho hacer un día como hoy, te vas a echar atrás —dijo el inspector levantando los brazos.

—Es tarde. Mi mujer me espera para cenar.

El hombre se dio media vuelta y comenzó a alejarse despacio y pensativo.

—Vámonos, chicos. ¡Menuda tocada de huevos! —exclamó el inspector.

Josep corrió hasta alcanzar al señor Mc Kein.

—Oiga. Siento lo sucedido. Pero no tenía elección.

El hombre le miró a los ojos. Los suyos eran azules y arrugados. De joven debió de ser un galán.

—No entiendo ni apruebo lo que has hecho. No lo entiendo ni lo entendería aunque me lo explicases durante toda la tarde, pero hasta un viejo campesino como yo puede ver que has actuado de buena voluntad. Y la buena voluntad tan sólo guía al buen hombre. ¿De dónde eres, muchacho?

—Soy del norte de Valencia.

—Vuelve a casa. Aquí llueve demasiado. Me voy a cenar. Mi mujer debe de estar preocupada.