Carlos dejó el coche lejos para evitar que se oyese el motor. Se acercó sorteando los charcos del camino en un intento por no hacer ruido. Había parado de llover aguanieve. Comenzaba a clarear. Hacía frío. Josep y Aoiffe habían terminado de levantar todos los huesos y, poco a poco, los habían puesto en las bolsas de plástico y estas a su vez en una caja de cartón donde él rotuló un número. Salían de debajo del toldo en el que se encontraba la fosa cuando lo vieron ahí plantado. Aoiffe dio un grito por el susto.
—Hola, Carlos —Josep no parecía sorprendido—, sabía que tú serías mi mayor problema.
—No te equivoques; tu mayor problema eres tú mismo. No podías dejar las cosas como estaban. Tenías que volver para hacerte el héroe, que todos los arqueólogos de la isla hablaran de ti, y sobre todo las tías, pero no te va a salir gratis. La Garda viene hacia aquí.
—¿Por qué actúas así? —preguntó Aoiffe en tono maternal.
—Os tiene a todos engañados. Oculta algo. Se puso pálido cuando apareció por aquí la policía, lo vi. Y tuvo un comportamiento muy extraño cuando intenté que viniese a saludar a unos tíos de su ciudad que podían conocerle. Hay algo raro en él, ¿es que no os dais cuenta?
Josep y Carlos alternaban inglés y castellano de forma aleatoria. A lo lejos se veía avanzar el reflejo azul de las sirenas de la policía en las nubes aunque no emitían ningún sonido. Los motores comenzaban a escucharse poco a poco.
—Ahí vienen. Por lo menos sé un hombre y no salgas huyendo.
—Tienes que ayudarme —le dijo.
—Josep, todo ha terminado. He sido yo quien ha llamado al viejo y le ha dicho que fuese a buscar a la Garda.
—Debes hacerlo —insistió—. Tienes razón en algunas cosas. Pero tú eres arqueólogo, y según dice todo el mundo, de los buenos, a veces ni la lluvia te saca del yacimiento. Necesito tu ayuda, esta chica —señaló la caja— te necesita. Deja que me ocupe de ella y después prometo que me entregaré yo mismo a la policía.
Aoiffe les miraba sin intervenir. Los chicos necesitaban verse solos ante aquello. Las sirenas se acercaban. Carlos pensó unos segundos.
—¿Prometes entregarte después?
Los dos coches de la Garda se cruzaron con la autocaravana, que se marchaba justo cuando llegaban. El primero de ellos dio la vuelta derrapando y salió tras ella. El segundo llegó hasta Aoiffe, que esperaba junto a su coche.
—No le vais a coger. Dejadle en paz. Todos hubiésemos hecho lo mismo de estar en su lugar.
—¡Vámonos! —gritó el policía que ocupaba el sitio del copiloto. Detrás iba el señor Mc Kein.
Aoiffe vio cómo se alejaban los tres vehículos.
—Será mejor que te vayas ya. Volverán en cuanto se den cuenta de que es Carlos quien conduce la caravana.
Josep salió de la nada.
—Lo sé. Gracias por todo. Espero que esto no te cause problemas. Me alegro mucho de haberte vuelto a ver.
—Si vas a besarme, hazlo ya y vete. Y negaré ante Dios, si es preciso, que esto ha ocurrido.
La mañana se abría camino poco a poco y bosquejaba la hierba, los matorrales y los árboles. La penumbra se alejaba hacia el horizonte como un animal acorralado y las sombras, tan temidas en la noche, volvían a convertirse en algo inofensivo. Josep huía con la caja entre los brazos. A unas millas aún se escuchaba las sirenas de la Garda alejarse y sumergirse en aquella noche tan profunda como una boca de lobo. Él corría sin detenerse, aun cuando tropezaba y los huesos de la chica que acababa de desenterrar se revolvían por la caja, ya sin ningún tipo de orden.
Trotaba campo a través con aquel bulto abrazado contra el pecho. Debía alcanzar la carretera NII a la altura de la gasolinera. En aquel punto podría tomar un autobús que le llevase lejos de allí, con suerte, incluso le permitiría llegar a Dublín sin contratiempos con la policía. El chófer se detuvo al verle correr por el retrovisor cuando ya arrancaba, le esperó y le dejó subir.
Apenas media docena de personas realizaban el trayecto. Cada poco las ruedas sufrían los baches y salpicaban los charcos de la carretera. Había dejado de llover. El sol desgarraba la vista. El cielo se había abierto como un telón; la función llegaba al último acto o, por lo menos, esa impresión tenía Josep. Se entretuvo unos segundos mirándose a sí mismo. Sus pantalones de arqueólogo, mojados y llenos de barro. Sus viejas botas, que se habían ganado con creces un lugar para el recuerdo en el armario. Se quitó el gorro de lana y sus cabellos rojos, desteñidos por las puntas a causa del salitre y el viento atlántico, se desplegaron por sus hombros como lo haría un ser vivo. Se hizo un moño en lo alto de la cabeza. Se miró en el cristal y vio a un joven cuya cara era atrapada por su barba. Apenas si se reconocía. Tan sólo había pasado un año. Y aunque no había dejado de ser consciente de cada minuto, de cada gota de lluvia que le cayó encima, le parecía un lustro. Era feliz. Hacía lo correcto y en ese caso no importa a qué lado de la justicia remamos; las leyes no son universales ni humanas, tan sólo son leyes. Veinte minutos más de trayecto y llegarían a Dublín. Una vez allí sabía lo que tenía que hacer. Sacó el teléfono de su bolsillo y marcó un número. Una voz grabada le indicaba que dejara un mensaje en el contestador, que no había nadie en casa.
—Profesor, soy Josep. Sé que es uno de enero, pero me gustaría que estuviese en el puente O’Connell a las cinco de la tarde si su enfermedad se lo permite. Un abrazo de su amigo de Valencia.
Dejó caer el móvil sobre el tapizado y echó la vista hacia el autobús. Una niña que iba girada y agarrada al respaldo de su asiento le sonreía mientras le apuntaba con el dedo. Su madre la puso mirando hacia delante y le planchó la falda con la palma de la mano. La niña todavía se giró un par de veces, curiosa, traviesa.
Josep le sonrió y la miró un segundo sin decir nada. Quiso ver en ella a una pequeña vikinga, con ese par de trenzas que se columpiaban sobre sus hombros. Él mismo se sentía vikingo, a fin de cuentas y de algún modo, estaba vinculado a una de ellos. Le hizo gracia pensarlo. Se fijó entonces en el cartón que sostenía entre los brazos con los dígitos 210117 rotulados en color negro. Aquello era todo, una vida se convertía en un simple número. Sintió pena por la chica cuyos restos acababa de expoliar tras mil años de cautividad en el barro, y acarició la caja con cuidado, casi como si ella pudiese sentirlo. Su mirada se perdió a través de la ventanilla…