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La batalla había dejado una alfombra de cadáveres por todas partes. De los catorce mil combatientes murieron diez mil. Seis mil de los aliados y el resto del bando de Brian. Tal fue la masacre que se dice que los árboles lloraban sangre. Y así ocurrió, seguramente. Lejos de ser una lucha entre invasores e invadidos, la de Clontarf, fue una batalla entre hermanos. En la Alta Edad Media se consideró noble a aquel que pudo justificar tener un antecesor muerto en aquella contienda.

Al día siguiente apareció Donnchad con sus trescientos hombres. Venían de saquear y destruir por segunda vez en un año el sur del condado de Leinster. Se plantó delante del castillo y tentó a Sigtrygg a luchar contra él. Junto a los supervivientes seguidores de Munster contaba todavía con casi mil hombres. El rey de Dublín se limitó a esperar a que se cansase. El Domingo de Ramos tomaba el camino de regreso a casa. Con él llevaba los cadáveres de su padre y su hermano, además del joven cuerpo sin vida de su sobrino Thordelbach. El príncipe Malachi tendría el camino libre hacia el trono. Todos los pequeños reinos del país estaban muy debilitados tras la gran batalla.

Habían pasado dos días y los cuerpos que no se habían retirado comenzaban a oler mal. Sin embargo, todas las armas y objetos de valor habían desaparecido en unas pocas horas desde que cayó abatido el último guerrero. La vida en la ciudad amurallada todavía estaba paralizada y así seguiría al menos durante algunas semanas. Era difícil hacer vida normal a poca distancia de un espectáculo tan atroz. Casi peor que los diez mil cuerpos eran los trozos que se pudrían separados de ellos. Algunos perros se acercaban curioseando poco a poco y con reservas, y acababan comiendo hasta hartarse. Lo mismo hacían ratas, zorras y cerdos.

El rey Sigtrygg mandaría unos cientos de soldados a enterrar los cuerpos en cuanto se calmase la tempestad. Él y su madre estaban tomando el almuerzo cuando se presentó un hombre de la guardia real.

—Señora, el carcelero desea saber si puede liberar ya al preso. Le mandasteis hacerlo en un par de días.

Gormlaith miró a su hijo.

—¿De qué preso está hablando?

—No lo sé, madre. ¿De qué preso se trata? —preguntó al guardia.

—No creo que el carcelero sepa su nombre. Se ha referido a él como el rubio.

Madre e hijo se levantaron de sus sillones.

—¡Eso es imposible! —exclamó la reina madre—. Le vimos luchar y morir en el campo de batalla.

—¿Qué extraña broma es esta? —preguntó Sigtrygg vociferando—. Llévanos donde se encuentra.

No era ninguna broma. Thorgest estaba tan vivo como la última vez que le vieron. Ni siquiera les miró cuando se acercaron a las rejas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Gormlaith.

—¿No debería ser yo quien preguntase eso?

—Te vimos luchar y caer en el campo de batalla. No puedes estar vivo. ¿Qué tipo de magia es esta?

—No sé de qué me habláis. Espero que me dejéis ir ahora que habéis perdido la guerra que yo hubiese podido ganar. No preguntaré vuestros motivos. Mucho me temo que ya los conozco.

—¿Por qué razón vamos a creer que vas a irte en paz después de lo ocurrido? —preguntó Sigtrygg—. Deberíamos quitarte la vida o tú tomarás las nuestras.

—No tengo intención de buscar problemas. Esta no es mi tierra ni mi guerra, tan sólo pasaba el tiempo. Ahora que mi hijo ha nacido intentaré estar a su lado. Voy a reunirme con Eimear. Nada más. No tengo idea de mataros ni mucho menos.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la reina—. No puede ser.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sigtrygg.

—¡No puede ser! Yo hablé con Eimear la noche antes de la batalla.

—¿Ella estuvo aquí? —preguntó Thorgest.

—Vino buscándote. Le dije que te habías marchado. Que te habías vendido a Brian Boru. Estaba desolada. Ella sabía que sin ti la batalla estaba perdida.

Un frío silencio les enmudeció a todos por unos instantes.

—No puede ser —dijo el rey—. Su cabello era rubio como el del chico. El de ella es rojo fuego.

—Hay cosméticos maravillosos traídos desde Sajonia, hechos a base de sebos y cenizas, que pueden convertir en rubia a cualquier mujer; la mayoría de tus esclavas lo eran cuando las compraste.

—Pero luchaba como… —Sigtrygg insistía.

—La he visto luchar y puedo decir que mucha gente no notaría la diferencia —dijo Thorgest con la voz partida por la tristeza—. Dejadme salir. He de ir a buscarla.

La gente que se iba cruzando Cabellos de Oro de camino al establo le observaba con asombro y curiosidad. Todos creían que había muerto. Él no dejó de mirar al frente ni un solo paso. No podía pensar en nada. Estaba perdido, más que nunca en toda su vida. Su mente era un pájaro que volaba el mar sin avistar tierra. Su caballo avanzaba entre los cadáveres, los perros y las ratas. El olor era tan fuerte que hubiese hecho desmayarse a cualquier otro. Pero él no podía cesar en su búsqueda. En un par de ocasiones vomitó sin detenerse. Comenzaba a oscurecer cuando la vio. La reconoció de inmediato a pesar de estar boca abajo. A pesar de que la cabeza estaba separada del cuerpo. La hubiese reconocido aunque hubiese estado en mil pedazos o aunque otras mil muchachas se amontonasen a su alrededor. Era la mujer que amaba. La única que amaría en toda su vida. Y estaba muerta.

La subió a su caballo y guardó la cabeza en un saco. Cabalgó en dirección norte por ninguna razón. Tan sólo intentaba alejarse de aquel lugar. Al final, llegó a un antiguo poblado abandonado. Seguramente fue saqueado y sus habitantes muertos en alguna de las innumerables contiendas que tuvieron lugar en aquella isla tan verde, tan oscura y tan hermosa. Cavó una fosa junto a un muro con ayuda de su cuchillo. Intentó que el cuerpo apuntara hacia su hogar, en Uppland. Así podría oírle cuando él le hablase. Y podría oír crecer al hijo de ambos. Depositó allí a Eimear con sumo cuidado. Con cariño. Antes de cubrirla de tierra para siempre se sacó una figurilla de madera del cinturón. Era la única que conservaba. La había guardado para regalársela pero no pensó nunca hacerlo en aquellas condiciones. Talló en la base de la pieza el nombre de Eimear y la puso junto a ella.

—Tú eres mi reina, mi dama.

En una noche oscura como ninguna antes, Thorgest lloró amargamente arrodillado frente a la tumba.

Al día siguiente un vikingo rubio al que nadie reconocía llegó a la ciudad de Naas. Se dirigió a palacio. Allí encontró al clérigo que fuere mano derecha de Mael Mordha.

—Todos han muerto —dijo el hombre.

—Vengo a por mi hijo. Su madre quería que yo lo educara en el arte de la guerra y le enseñase todo lo que sé y eso es lo que voy a hacer. Se lo prometí.

—Lo sé. Pero no tienes un hijo sino una preciosa niña. Llévala lejos de esta tierra donde los hermanos luchan entre sí, y ponle el nombre de su madre.

Unas semanas después, en la ciudad de Tara, en el condado de Meath, un grito rompió el alba al amanecer. Una de las esclavas de Ivar le encontró todavía agonizando. Le habían cortado la lengua, los genitales, las manos y los pies. Y le habían dejado con vida para que se desangrara como un animal. Doce de sus hombres yacían muertos en los alrededores. Nadie había visto u oído nada. Alguien dijo que un joven rubio con un bebé sujeto a la espalda merodeaba por el bosque pero no se le tomó en serio.