69

Las fuerzas de Connaught, con sus líderes locales a la cabeza, atacaban ahora con dureza a los hombres de Leinster. Mael Mordha, Mael Mac Murrough y el hijo y nieto de estos, Donnlang, estaban agotados. Desde el comienzo de la batalla habían dirigido a sus divisiones como auténticos pastores de rebaño. Pero la suerte quería que sus tropas estuviesen en desventaja potencial. Los vikingos de Man habían desaparecido. Los de Orkney, estaban muy dispersos, y los que todavía luchaban lo hacían en clara inferioridad. Al otro lado del frente, los soldados de Dublín resistían como podían bajo el mando de Olaf, hijo de Sigtrygg, aunque este se limitaba a lanzar gritos sin sentido. El pánico se había apoderado de él desde el comienzo de la batalla horas antes. Pero, entre tantos cuerpos caídos, el rubio que escondía hoy su cara bajo el maquillaje oscuro, luchaba y luchaba con la finura que lo haría un guerrero adiestrado por los mejores veteranos de guerras pasadas en tiempos de leyenda.

La batalla continuaba con sus parones y sus vuelta a empezar. Los frentes se confundían a veces y los perseguidores acababan siendo perseguidos y asesinados. Nadie iba a una batalla del siglo XI a hacer prisioneros. La sangre comenzaba a manchar la hierba para siempre.

Todo ello se veía con preocupación desde la muralla del castillo en Dublín. Sigtrygg no se había movido en todo el tiempo que duró la batalla. Permanecía allí en espera de que la cuestión se decidiese a favor de uno u otro bando y, por el momento, no había nada definitivo. Miraba a su hijo allá abajo y sabía que no soportaría hasta el final. Gormlaith volvía a la torre después de una larga ausencia.

—No debiste dejar que el muchacho fuese. Van a morir todos. Nunca una batalla fue tan dura y larga.

—Puede que aún tengamos una oportunidad. No sé en qué momento decidiste dejar en libertad a Thorgest pero si llegamos a ganar será sólo gracias a él.

Su madre le miró inquieta.

—No sé de qué hablas. ¿No fuiste tú quién lo liberó?

En aquel momento ambos miraron al rubio guerrero que a doscientas yardas de ellos hacía girar su espada de forma letal. Los enemigos caían a sus pies. Aunque sus compañeros lo hacían a un ritmo mayor bajo las hachas de los vikingos de Öspak, sus aliados mercenarios de Escocia y los berserkers noruegos. La batalla se estaba comenzando a decidir y todos lo sabían. Entonces ocurrió algo que puso fin al reñido pulso que llevaba ya costadas miles de vidas. El hijo de Sigtrygg, Olaf de Dublín, mandó retirada a sus hombres. Todas sus fuerzas ahora eran para correr sin importarles dejar las armas por el camino o pasar por encima de sus propios heridos. Se dice que el joven Olaf fue de los primeros en cruzar el puente de Dubhghall. Ajeno a todo aquello, el rubio guerrero continuaba luchando con todas sus fuerzas, pero pronto se creó un círculo en torno a él. Era el único combatiente del lado oeste del frente que continuaba luchando, los que no habían muerto corrían como niños. No tardó en darse cuenta de ello pero siguió concentrado en repeler golpes y acertar los suyos propios. El cansancio se hacía insoportable. Comenzaba a ver flaquear sus fuerzas pero continuaba. No tenía otra salida. En cuanto parase moriría. Notaba cómo sus brazos estaban casi desarticulados. El dolor era insufrible y los enemigos se multiplicaban a su alrededor. No importaba cuántos matase, siempre había más. Al final, un golpe contra su espada la hizo caer de su mano. Casi deseaba que ocurriese, ya no podía aguantar. Se dejó caer de rodillas y extendió los brazos. La brisa marina le refrescó la cara. Una espada le cortó la cabeza.