Josep continuaba excavando. El ritmo debía ser mucho más rápido de lo que hubiese deseado. Casi se podía decir que trabajaba a contrarreloj. Había excavado ambos fémures al mismo tiempo. La posición decúbito supino los situaba uno al lado del otro y mirando hacia arriba. Eso facilitó que las rótulas no anduviesen lejos de sus correspondientes ubicaciones. Sabía que es un hueso que tiende a extraviarse pero tampoco esperaba obtener mucha información de ellas. Tan sólo era que intentaba hacerlo lo mejor posible. Debido a lo húmeda que se había mantenido la tierra durante todos aquellos siglos, el estado de conservación no era el más idóneo. Los cóndilos de tibias y fémures resultaron un poco dañados. Eso era muy habitual, pero en esta ocasión le pareció especialmente doloroso. Mientras perfilaba el anatómico recorrido paralelo entre peronés y tibias, se iba observando ya un resultado bastante apreciable.
Llegó el momento de descubrir los pies. Eran casi las dos de la madrugada y cada vez hacía más frío. Continuaba lloviendo aunque él se mantenía bien a cubierto. Como era de esperar, los pies estaban completamente confundidos. Los huesos laterales eran fácilmente atribuibles a uno u otro, pero los centrales ocupaban el mismo espacio y aquel lugar no reunía las condiciones necesarias para detenerse a hacer un estudio exhaustivo. Calcáneos, astrágalos y escafoides todavía guardaban una posición lógica pero a partir de los cuneiformes todo era un combinado óseo confuso, especialmente metatarsianos y falanges, de los que se echaba alguno en falta. Podría haber comenzado a guardar los huesos que iba descubriendo de barro, ello hubiese agilizado mucho el trabajo, pero no se trataba de sacar a la chica de allí de cualquier manera. Todavía no sabía lo que pasaría con ella pero pensaba excavarla con un tratamiento profesional. Tomaría fotografías y dibujaría un boceto antes de levantar un solo hueso.
La música movía aquellos cuerpos a su antojo. Tan sólo una persona se mantenía al margen. Bebiendo de su cerveza y mirando hacia fuera. Hacia la noche. Carlos no podía dejar de darle vueltas. Imaginaba a Josep apareciendo por allí con sus aires de donjuán y a Núria contenta de verle y se encendía en llamas. «¿Qué coño estás haciendo aquí, Josep?», se preguntaba en voz alta. «¿Qué haces ahí fuera, en la oscuridad?». De repente pareció estar atando cabos. Estiró el rostro y arrugó los ojos. No podía ser. No era posible. Quizá estaba obsesionándose un poco pero todo le llevaba a pensar que Josep podía estar en el yacimiento veintiuno. Aunque no acababa de comprender aún por qué.
—Ya nos vamos. Es muy tarde para nosotros —le dijo Astrid mientras se ponía la chaqueta.
—Espera —dijo Carlos un tanto enajenado—. Habéis dicho que Josep no durmió en casa y que estuvo toda la noche fuera…
La chica le escuchaba extrañada. Le parecía que la actitud de Carlos no era nada normal.
—¿Sabes adónde fue? ¿Le llevaba alguien en coche? ¿Qué sabes?
Parecía muy alterado. Él mismo se dio cuenta.
—Lo siento. Perdona es que…
—Te puedo decir que conduce una caravana si eso te sirve de algo —contestó Astrid—. No sé qué es lo que pasa entre vosotros pero ese Josep tiene pinta de ser un buen tío. Lo mismo que tú.
Ella se marchó hacia la puerta donde aguardaba Jan poniéndose los guantes. Carlos ni siquiera escuchó el final de su frase. «Una caravana», repetía para sí. De repente su cara se iluminó en medio de la noche. Comenzaba a tener respuestas.
Eran las cuatro pasadas cuando Josep perfilaba el esternón. Estaba en su lugar, cosa bastante rara. Durante las dos últimas horas había estado excavando las costillas, que descansaban ordenadamente dispuestas por encima de las vértebras. Era casi seguro que aquel cuerpo no fue arrojado de cualquier manera dentro de la fosa. Fue depositado con sumo cuidado. Casi con cariño, se podría decir. Una vez que tuvo el tronco prácticamente listo dejó la parte superior para después y se dedicó a liberar los brazos de su fangosa cautividad. Con ellos, sus manos. Primero, el izquierdo por ninguna razón concreta y después, el derecho. Ambos se encontraban dispuestos en paralelo al torso. Las palmas se extendían a sendos lados de la pelvis. Carpos, metacarpos y, finalmente, las falanges parecían todavía estar colgados de cúbito y radio. Pero no, hacía mil años que todos ellos descansaban en la tierra. Había estado deteniéndose para tomar algunas notas pero, por lo general, iba a un ritmo intenso. Ahora ya tenía un ochenta por cien del esqueleto a vistas. Le quedaba terminar de excavar el manubrio del esternón, las clavículas y los siempre maltrechos omóplatos. En cuanto tuviese esta parte completada descansaría unos minutos para tomar un té y fumar un cigarro. Hacía mucho frío pero ya no llovía como antes, ahora más bien caía aguanieve. De repente, Josep escuchó algo. Cesó lo que estaba haciendo y se mantuvo lo más inmóvil posible para evitar hacer ruido y poder así apreciarlo mejor. Entonces oyó con claridad un coche que se acercaba por el camino. Casi de forma instintiva apagó la linterna que mantenía encendida. Hacía ya un rato que alternaba una y otra para no agotar todas las pilas al mismo tiempo. El vehículo se detuvo junto a la caravana. Alguien bajó. Sólo un portazo. «No más de una persona», pensó.
—¡Josep! ¿Dónde te has metido?
Era la voz de Aoiffe. Josep respiró de nuevo. Había creído que le habían pillado. Salió del improvisado refugio contestando: —¡Aquí, Aoiffe! ¿Qué estás haciendo? Es fin de año, lo deberías estar celebrando con tu familia.
—Pensé que te apetecería un té caliente —dijo levantando el brazo con un termo—. Además, están todos borrachos discutiendo de política. Pasamos así las navidades. Todos los años es lo mismo. ¡Feliz año!
—Para ti también —dijo Josep al tiempo que le daba un beso en la mejilla.
—¿Cómo va por aquí? Debes de estar helado.
—Ven. Te lo mostraré. Creo que podré acabar antes de que se haga de día.
Josep guio a Aoiffe en la oscuridad. Una vez dentro de la tienda encendió las dos linternas. Ella miraba el trabajo realizado, con gran admiración, mientras él la miraba a ella para ver qué le parecía. Así estuvieron unos segundos en silencio.
—Bien, parece que sabes lo que haces. Enséñame qué has aprendido en todo este tiempo —dijo al fin.
Josep se acomodó sobre sus rodillas.
—Veamos, habíamos determinado ya que se trataba de una mujer, puesto que el ángulo subpúbico, según el método Gardner, así lo indicaba.
—Sí, lo recuerdo —apuntó Aoiffe.
—Bien, además, ahora que está todo al descubierto, podemos apreciar que la escotadura ciática es mucho más abierta de lo que sería la de un hombre. Así como la forma de la sínfisis púbica, que es claramente más plana y de cuello estrecho. Podremos contrastar todo esto con el resultado del estudio del cráneo una vez lo excave.
Aoiffe asentía con la cabeza.
—Respecto a la edad… fíjate en la cabeza del húmero… no está fusionada y sabemos que esto ocurre a los veinte años pero, sin embargo, sí lo están la epífisis distal y el epicóndilo medio. Ello sitúa la edad entre los diecisiete y los veinte.
Esperó unos segundos antes de continuar. El aguanieve sonaba al aterrizar despacio sobre el toldo.
—Por otra parte, los cuerpos del sacro también están sin fusionar, al igual que la cresta ilíaca y la tuberosidad isquiática. Todo ello es indicativo de no tener más de dieciocho años. Mira esta costilla que se ha soltado de la tierra; la superficie auricular es profunda y ha adquirido forma de uve, y el borde es ondulado y con muescas. Las paredes son muy gruesas todavía. Por este motivo debía de tener entre dieciséis y diecinueve.
Josep cogió su libreta y la abrió por una página donde había pegada una hoja fotocopiada.
—Aquí tengo las fotografías de los patrones de las diferentes fases de maduración de la sínfisis púbica para determinar la edad aproximada, pero dada la cantidad de datos más significativos de que disponemos no hará falta este cálculo tan poco preciso —negaba con la cabeza mientras hablaba—. Yo creo que podemos afirmar con casi toda seguridad, y en espera de comprobar si el tercer molar está sin erupcionar, cosa que normalmente ocurre a partir de los dieciocho años, que la edad de esta chica, de Eimear, era de diecisiete años cuando murió.
Aoiffe miraba a Josep.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Nada. Es sólo que parece que te tomas esto muy en serio. Me ha parecido que estabas dando una conferencia o algo así.
Hubo un silencio.
—Bueno, ¿qué más me dices de ella?
—Te podría comentar algo sobre la altura pero no me pidas nada más.
—Sigue, lo estás haciendo muy bien —dijo Aoiffe.
Josep volvió a pasar hojas en su cuaderno.
—Mira, aquí tengo la tabla de Trotter y Gleser para la determinación de la estatura por la longitud de los huesos largos.
—Muy bien, ¿y…?
—Veamos… —Josep continuaba pasando páginas— el húmero es el hueso que mejor he podido trabajar. Aunque la cabeza no está del todo fusionada se advierte con claridad cuál hubiese sido su extensión. Así que creo poder asegurar que la longitud hubiera sido de trescientos treinta y tres milímetros. Tomando la fórmula de estos dos autores para el tipo de mujer caucásica, como es el caso, hallaremos la altura aproximada. La estatura es igual a tres coma treinta y seis multiplicado por la longitud del fémur más cincuenta y siete con noventa y siete con un error de más menos cuatro con cero cinco. De este modo, la cosa quedaría así… —escribía sus cuentas murmurando números, en unos segundos parecía tener la solución— un metro con sesenta y nueve centímetros. Esa pudo ser la altura de la chica.
—Con un error de más menos cuatro con cero cinco. No lo olvides.
—Claro.
—Muy bien. Estoy impresionada. Eres bueno. Ahora será mejor que te ayude a terminar, hemos perdido demasiado tiempo.
—Está bien, pero antes me gustaría tomar un poco de ese té que has traído. Espero que sea con leche.