El Jueves Santo, el campamento de Kilmainham se mantenía en calma a la espera de acoger al batallón de nórdicos, por un lado, y a los hombres dirigidos por Malachi, donde se incluían los quinientos de Ivar, por otro. Todos ellos estaban de camino. No había prisas porque debía agotarse la Semana Santa al completo antes de entrar en lucha. Brian Boru así lo quería. Ningún derramamiento de sangre en días santos si se podía evitar.
En la Playa de Clontarf, los vikingos de Brodir y Sigurd permanecían nerviosos. Tenían ganas de batallar. A última hora se les habían unido varios barcos independientes, con sus propios earls provenientes de Gales, Francia, Inglaterra e incluso Flandes. Todos ellos atraídos por el botín por su propia cuenta y riesgo. Comenzaban a ser tiempos duros para el pillaje y una guerra representaba una buena oportunidad para abastecerse de bienes.
Por la puerta sur de la ciudad de Dublín, la de San Nicolás, pedía permiso para entrar una joven pelirroja cubierta hasta la cabeza. Todavía se encontraba un poco débil. Había perdido mucha sangre durante el parto. Estaba amaneciendo. Dedicó toda la mañana a buscar a Thorgest pero no obtuvo éxito. Recorrió las calles, las tabernas de la ciudad y los puestos de reclutamiento donde se facilitaban armas a los que no tuviesen. No había ni rastro. Pero cada vez que preguntaba por él la gente respondía que lo encontraría en la batalla. Al final optó por acudir a palacio. Su tía Gormlaith guardaría en secreto su visita a la ciudad.
—Querida Eimear, es un placer tenerte con nosotros. Hemos sabido que has sido madre recientemente.
—No debéis decirle a Mael Mordha que estoy en Dublín. He venido sólo por unas horas. He de ver a Thorgest Höskuldson. ¿Podéis ayudarme, tía?
Gormlaith comenzó a caminar por la sala. En unos segundos tuvo una explicación en los labios.
—Thorgest se ha marchado. No sabemos cuánto pero creemos que le han pagado una gran suma por abandonar las fuerzas rebeldes. Se ha vendido a Brian Boru.
Eimear no daba crédito a una noticia así. Thorgest no se vendería nunca por dinero. Pero Gormlaith no tenía por qué mentirle. Aquello la confundía.
—Es el padre de mi bebé. Debo encontrarle.
—¿Tan sólo del tuyo? —preguntó la bella cincuentona con malicia—. He oído decir que tiene niños por toda la isla. Yo misma le he visto copular en el mercado con infinidad de esclavas que luego se ha negado a comprar. ¿Sabes que los nórdicos hacen eso a menudo en su tierra? Prueban el género delante de todos. Y ni siquiera se lavan después de hacerlo. Son animales. Olvídate de él, querida.
Eimear estaba inquieta. No podía ser posible. Viendo que no lo acababa de creer, Gormlaith fue aún más lejos: —No debería decirte esto porque soy tu tía y veo que amas a ese muchacho pero yo misma tuve que mandarle subirse los pantalones. No le importó en absoluto el lazo familiar que nos une a ti y a mí a la hora de intentar conquistarme. Aún recuerdo su pubis casi blanco.
Eimear no daba crédito. Pero su tía no le mentiría, no tenía motivos para hacerlo. Además, era cierto, su pubis era tan rubio que resultaba casi blanco. No podía saberlo de no ser verdad lo que contaba. O sí, porque en realidad Gormlaith vio desnudo al vikingo cuando dos doncellas lo aseaban. Pero Eimear no sabía aquello. Abandonó el castillo con la promesa de su tía de no decir que había estado en Dublín. Fue a las caballerizas con el objetivo de tomar su caballo y volver a Naas con su pequeña lo antes posible, pero a punto de salir del establo vio el caballo que ella misma le había regalado a Thorgest cuando dejó Naas, como enmienda por haber sacrificado el suyo en Wicklow. Se acercó al équido para verlo más de cerca.
—Es un bonito ejemplar de animal —le dijo el encargado de cuidar de ellos mientras se acercaba.
—¿Qué hace aquí? ¿Está en venta? —preguntó Eimear.
—Ni pensarlo. Lo dejó aquí su dueño para que descanse y se alimente hasta la batalla. ¿Sabéis de quién es? —preguntó el hombre orgulloso de ello.
—Lo sé perfectamente —respondió ella—. ¿Y dónde está su dueño?
—No lo sé. Suele venir todas las mañanas para sacarlo un poco a caminar pero hoy no lo ha hecho. Es muy extraño.
El corazón de Eimear se detuvo. Un escalofrío le recorrió la espalda y sus piernas se aflojaron. Continuaba débil.
—Más vale que esté de vuelta para la batalla, sea cuando sea esta, porque muchos de los hombres de Dublín lucharán tan sólo a su lado. Ya nadie daría la vida por un rey como Sigtrygg, que se esconde en su madriguera viendo morir a su pueblo.
Entonces calló en seco, y miró a ambos lados de la cuadra. Parecía que temía haber sido oído. La joven Eimear subió a su caballo y cabalgó de vuelta a Naas convencida de que algo terrible le había sucedido a Thorgest. Su pelo, ahora descubierto, nadaba suelto en el aire cual bandera. La fuerza del viento empujaba sus lágrimas hacia atrás, que resbalaban por su cara y caían en el camino vencido por su galope.
En aquel preciso instante, llegaban a Kilmainham las esperadas tropas de Malachi, que tras hacer la ceremonia propia de pleitesía al Ard Ri, decidieron montar campamento mucho más al oeste, alejados del resto de fuerzas de Brian Boru. También lo hicieron los más de mil vikingos y mercenarios que formaban, entre los hombres de Öspak, los escoceses y los berserkers de Noruega, quienes tras los primeros temores habían resultado ser gente de carne y hueso. Eso sí, un tanto especiales por su mal carácter y sus pieles de oso.
Justo antes de ponerse el sol, llegaba a oídos de Brian Boru una noticia que precipitaría el devenir de los acontecimientos.
—Mi señor, un mensajero de la guardia del este.
—Que pase.
Brian estaba solo en su tienda. Acababa de rezar sus oraciones cuando fue interrumpido. En ellas pedía a Dios que estuviese con ellos en la batalla. Uno de los guardias entró casi sin aliento: —Señor, las hordas vikingas se retiran.
—¿Nuestros aliados? —preguntó Brian.
—No, señor, nuestros enemigos; Brodir de Man y Earl Sigurd de Orkney están abandonando Dublín a su suerte. Hace un rato que han desaparecido mar adentro cien embarcaciones con más de dos mil hombres a bordo. No queda ni un solo vikingo en la bahía.
Brian puso cara de fraile en aquel momento y miró al cielo. Aquello era una señal. Debían luchar en Viernes Santo; era la voluntad de Dios.
—¡Avisad a todos! Mañana al amanecer atacaremos la ciudad de Dublín. Esta vez será la definitiva —dijo Brian a su séquito.
Aquella iba a ser la última noche de una Irlanda dividida por el odio y la violencia entre hermanos. Se solucionarían muchos pequeños asuntos y uno mayor, el linaje del gran trono.
Thorgest llevaba ya horas despierto. Tenía algunos dolores pero se encontraba en buen estado. No entendía por qué permanecía preso en el castillo de Sigtrygg cuando él mismo estaba de su parte en la lucha y le había salvado la vida a costa de la de uno de sus amigos. El guardia que le llevó la comida no le dijo gran cosa. Tan sólo que no iba a pasarle nada. Lo dejarían libre en unos días. Se acordó de la doncella que le hizo seguirla. Aunque fue un engaño, era seguro que el bebé había nacido ya. Su hijo estaba en el mundo. Pasó la noche en vela pensando en Eimear.