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Tras el desayuno, en cuanto Brigitte se marchó, Josep subió a acostarse. Su antigua habitación continuaba libre. Durmió profundamente durante seis horas. Estaba agotado. No oyó ni un ruido de los chicos. Como si la casa estuviese vacía. Pero no lo estaba. Todo los arqueólogos se preparaban para la gran fiesta de fin de año. Todo el mundo aguardaba con gran expectación.

Donncha, Eamon y Fintan hacían acopio de discos. Deirdre se probaba un vestido tras otro. Halldór y Kata continuaban en su cuarto. Cada poco, uno de los dos se dejaba ver, con tan sólo una sábana por encima, yendo a la nevera a por algo de comer o de beber o a pedir un cigarrillo. Los suecos, Jan y Astrid, estaban desde bien temprano en la cocina. Se habían propuesto ofrecer en la fiesta algo para picar; las populares köttbullar. Por ello llevaban cocinando casi todo el día. Pretendían hacer cientos de albóndigas. Eran las cuatro de la tarde cuando un Josep recién levantado aparecía en la cocina.

—Hola. Me llamo Jan. No te habremos despertado…

—Nada de eso. Ya era hora de levantarme. Soy Josep —dijo al tiempo que estrechaban las manos.

—Hemos oído hablar de ti. Yo soy Astrid. ¿Cuándo has llegado?

—Ayer, pero estuve toda la noche ocupado. Eso huele muy bien.

Josep tomó un par de tazas de té picoteando algunas bolas de carne. El resto de la tarde, mientras todos se preparaban con sus mejores galas, él se dedicó a repasar sus apuntes de antropología. No les había prestado mucha atención desde hacía tiempo. Estaba nervioso. Tenía motivos para estarlo. Iba a excavar un esqueleto que llevaba meses expuesto y después cubierto por un montón de tierra. En la oscuridad de la noche. Sin ayuda. Sin saber exactamente por qué. Y mucho menos qué venía después. El ciclo se cerraba. Tenía esa extraña sensación. Y no sólo se cerraba para él. Se cerraba también para Eimear. Un ciclo de cientos de años, casi tantos como mil. Un ciclo que comenzó con aquella primera gran batalla del milenio. La Batalla de Clontarf.