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El Miércoles Santo del año 1014 de nuestra era, Brian Boru y un ejército de tres mil cuatrocientos hombres llegaban a los bosques de Kilmainham. Montaron campamento y esperaron. A las pocas horas, y en medio de la oscuridad, cientos de pisadas y relinches de caballos se dejaban oír por el oeste. Iban acercando posiciones. Nadie estaba nervioso ni alerta. Una calma total recibió a los clanes del estado de Connaught que se unían, como ya habían anticipado, a las fuerzas de Munster. Un total de mil quinientos hombres bajo el mando de los jefes de los diferentes clanes acamparon junto a los primeros y todos los dirigentes se reunieron en torno a un fuego. Brian Boru era el que hablaba: —Daremos tiempo a que Malachi y sus hombres de Ulster y Meath lleguen. Además, también restan por acudir los vikingos de Öspak y los venidos de Escocia y Noruega. Sobre estos últimos; hay que tener cuidado. Son un elemento sorpresa que nos vendrá muy bien en la batalla pero tan pronto como ganemos, los arqueros deberán matarlos a todos.

Su hermano, su hijo, su nieto y el resto de pequeños reyes y jefes de clanes se miraban unos a otros. Nadie sabía de qué estaba hablando Brian. Murchad se acercó a su padre y le dijo en voz baja algo que todos pudieron escuchar: —¿De qué habláis padre? ¿Hay algo que debamos saber?

Brian les miró sonriente.

Berserkers —dijo—. Berserkers noruegos. Lucharán de nuestro lado.

Uno de los reyes de Connaught se levantó del fuego.

—¿Berserkers? No puedes traerlos aquí. Nos matarán a todos, sin distinción. Confundirán a las tropas y acabarán desperdigadas. Es un error ponerlos bajo tus filas, mi señor.

El resto de congregados continuaban con la misma cara de estupor. No sabían de qué estaban hablando.

—¿Quiénes son esos berserkers y por qué íbamos a temerles los irlandeses? —preguntó el valiente Thordelbach.

Su padre Murchad fue el encargado de contestarle:

—Son una leyenda. Hombres lobo. Fieras con forma humana incapaces de dejar de matar —hablaba dando vueltas al fuego mientras escenificaba con sus manos y todos le prestaban una atención mayúscula—. No distinguen cuál es su bando ni cuándo ha terminado la batalla. Tan sólo matan y matan. Pocos caen. Casi ninguno muere por heridas de un enemigo. Los pocos que lo hacen suele ser por agotamiento, ya que pueden estar varios días sin dejar de luchar ni un momento. Viven en los montes del norte, en la tierra de los vikingos. Apartados de los demás hombres. Son temidos y odiados. Pero no os preocupéis porque no existen. Mi padre ha debido de hacer una broma.

Brian Boru miraba a su hijo con la frialdad con que hubiese matado a otro que no fuese de su propia sangre. Su hermano Cuduiligh comenzó a hablar antes de que se desatara la tragedia: —Te equivocas, sobrino. Los berserkers existen. Tu padre y yo los vimos siendo niños. Son hombres. Pero piensan como los lobos. Actúan en manadas y muerden cuanto pueden. Antes de la batalla lo hacen a sus escudos. A veces pierden algunos dientes pero no parece importarles.

Ahora era Cuduiligh quien se paseaba en torno al fuego.

—Entre casi cien hombres tenían acorralados a una veintena de ellos. Ninguno sobrevivió. De los hombres, he querido significar. Los berserkers debieron de tomar su drakkar y volver a tierras del norte.

Todos habían quedado en silencio. La verdad era que los berserkers sí que existían pero no tenían ningún origen místico. Eran guerreros que pertenecían a una secta de seguidores de Odín. Entraban en trance antes de la batalla por la ingestión de hongos alucinógenos. Ello hacía que no temiesen a la muerte. Se enfrentaban al enemigo sin armadura e incluso semidesnudos. Tan sólo llevaban una piel de oso cuya cabeza, algunas veces, utilizaban como casco, de ahí les venía el nombre. No eran seres sobrehumanos ni nada parecido pero sí guerreros de una estirpe superior que no conocían el descanso ni el miedo y ello les hacía muy efectivos aunque no mejores luchadores.

—Mandé reclamar un grupo de ellos a un viejo amigo en tierras del norte. Espero que lleguen un par de docenas. Suficientes para abrirnos camino entre las filas enemigas. Nuestras fuerzas van a estar muy igualadas. No quiero que nos dejemos la sangre en esta batalla para que acabe gobernando el país entero un tercero que no haya luchado de ningún bando.

Todos sabían que se refería al príncipe Malachi. Quien debía haber llegado un día antes.

En efecto, los berserkers habían tomado puerto en Dundalk, donde también lo hicieron los hombres de Öspak y otros tantos vikingos de Escocia, a quienes no gustó nada la idea de batallar con los hombres lobo codo con codo. Todos ellos sabían que eran asesinos sin temple. Pero lo cierto era que la batalla se iba a librar y que nadie quería dejar de participar. El botín se prometía muy goloso; la ciudad de Dublín, que no era poco.

Las tropas de Mael Mordha también llegaron durante la noche del miércoles al jueves. Sus tres mil componentes, entre infantería y caballería, se instalaron en un gran campamento afuera de las murallas de Dublín, mientras que todos sus dirigentes más notables, entre ellos, Mac Murrough y Donnlang, se acomodaron junto al rey de Leinster en el palacio real como huéspedes de Sigtrygg. Hubo un gran banquete para todos ellos, con bailes, juegos y concubinas. Tras la copiosa cena, que por respeto a los irlandeses, por la Cuaresma, estuvo compuesta tan sólo de pescado, Gormlaith, Sigtrygg y Mael Mordha charlaban en la terraza al margen del resto de invitados.

—¿Dónde está el apuesto Cabellos de Oro? ¿Dónde lo mantenéis escondido? —preguntaba Mael Mordha.

—¿Conoces a Thorgest? Es un gran guerrero —contestó Sigtrygg.

—Es mucho más que eso; es el padre de mi sobrina-nieta. Eimear ya ha sido madre.

—¿Y dices que él es el padre? —preguntó la bella Gormlaith con cierto recelo.

—Sí, lo es. Pero dudo mucho que sepa que la criatura ha nacido ya. Pensaba que estaría hoy aquí. Mis tropas se sienten más motivadas desde que conocen que lucha de nuestro lado.

—Lo mismo pasó con las mías durante el sitio de Dublín. Es un muchacho especial. Algún día será un earl más poderoso que muchos reyes.

Gormlaith les escuchaba sin dejar de poner cara de preocupación. Llegó la hora de recogerse y todos fueron a sus habitaciones. Ella aprovechó entonces para ir a hablar con su hijo a solas.

—Ese rubio va a ser un problema. No podemos permitir que se presente a la batalla como cabeza de todas tus fuerzas. Una victoria en esas condiciones le dejaría en una situación nada aconsejable para ti.

Sigtrygg tenía costumbre de no ir nunca a campo abierto. Siempre delegaba el mando de sus tropas en alguien, que en ese caso iba a ser Thorgest como muestra de agradecimiento por la labor realizada como emisario real a las Islas Orcadas.

—¿De qué habláis, madre? Yo soy el rey.

—Eso no sirve de nada. Un rey lo es por el tiempo que su pueblo quiere. Y parece que tanto tu pueblo como el mío, según lo dicho por mi hermano, quieren a Thorgest como ejemplo. Le seguirán a la lucha por lealtad a su persona y no a su rey. Deberías estar preocupado.

Sigtrygg comenzaba a ponerse nervioso. Gormlaith continuó:

—Y hay algo más. Es el padre del bebé de Eimear, tu prima. Que aunque no tiene nuestra sangre, para mi hermano Mael Mordha, es como si la tuviera. Y si Thorgest acaba formalizando el enlace con ella, no sólo será un earl muy popular, sino que entrará directo en la monarquía irlandesa. Y tú, hijo mío, eres tan vikingo como él. No tendrás autoridad moral sobre su reino.

—¿Y qué debería hacer? No voy a matarle, eso lo pondría todo peor. Además, es mi amigo.

—Un rey no tiene amigos, sino súbditos. Pero no quiero que le mates. Eso podría ponerse en tu contra. Bastará con impedir que vaya a la batalla. Eso se pondrá en la suya.

A unas millas de allí, en Naas, la joven princesa Eimear se disponía a emprender el camino hacia Dublín. Si algo podía pasarle a Thorgest, quería verle por última vez. Decirle que eran padres de una niña preciosa o que le eximía de cumplir su promesa de volver a buscar a su hijo dado que no era un varón. Cualquier excusa sería buena para volver a verle. Dejó al bebé a cargo de su mejor doncella, y salió al galope hacia la ciudad de Dublín vestida no de cortesana sino casi más bien de hombre. Una gran manta le cubría la cabeza y el cuerpo. No quería dejarse ver por su tío Mael Mordha o alguno de sus conocidos. Por eso cabalgaba de noche.

Thorgest, como todos los hombres ante la batalla, dedicaba su tiempo a distraer la mente y purificar el espíritu. Para ello nada mejor que el ajedrez y la cerveza. La taberna de los Mc Carthey estaba incluso más llena que en tiempos de El Abdul. La guerra suponía un gran negocio para todo tipo de posadas. Eran ya más de las dos de la madrugada cuando el joven vikingo se levantaba de la mesa borracho. En aquel momento una doncella se le acercó.

—¿Eres Thorgest?

—¿Quién lo pregunta?

—Me envía la princesa Eimear. Te está esperando para mostrarte a vuestro bebé. Nació la semana pasada.

Thorgest abría los ojos con dificultad, su cuerpo se balanceaba ligeramente.

—Vamos. Sígueme.

El vikingo seguía a la joven sin abrir la boca. Había bebido demasiado. De repente, en la oscuridad de la calle, seis hombres saltaron sobre él y lo ataron. No fue difícil. Siguiendo las órdenes de Gormlaith lo llevaron a las celdas del castillo.