El lunes diecinueve de abril, a las puertas de Semana Santa, la paciencia de Brian Boru estaba agotada. No podía permanecer por más tiempo en su palacio de Kincora, la fortaleza de Thomond. Tras haberse reunido con sus consejeros durante dos días había tomado la decisión de poner rumbo a Dublín. Seguía pensando que debía evitar derramar sangre en días santos pero sí podía, en cambio, hacer camino y acercar sus tropas hacia la gran batalla.
Fuera de la ciudad se habían ido asentando los guerreros venidos de todo el condado de Munster pertenecientes a los otros clanes, en especial, los Eóganachta. En total, dos mil hombres compuestos en su mayoría por campesinos pero todos ellos bien armados. En el interior de Kincora, otros mil setecientos guerreros, ahora del clan de los Dal Cais, esperaban preparados y armados hasta arriba. Además, portaban malla protectora en su mayoría.
En el puerto de la ciudad de Limerick, en el río Shannon, dieciséis embarcaciones vikingas partían con los cuatrocientos hombres de Öspak. Su objetivo era bordear la isla y desembarcar en la ciudad de Dundalk, cincuenta millas al norte de Dublín. Desde allí se unirían a los guerreros venidos de Escocia y demás mercenarios reclutados por Brian en Noruega.
El rey se reunía ahora con sus hijos y su hermano menor, Cuduiligh.
—Vamos a partir hacia Leinster mañana al amanecer.
Murchad y su hijo Thordelbach ya estaban al corriente de todo y no prestaban gran atención.
—Acabaremos con esos infieles, padre —dijo Donnchad, hijo de Brian y Gormlaith.
—Tú no vendrás a la batalla. Tengo otros planes para ti.
A pesar de ser hijo, uno, y nieto, el otro, Donnchad y Thordelbach tenían prácticamente la misma edad, sólo que el segundo era un poco mayor.
—Pero padre, tengo la misma edad que tenía Murchad en su primer combate —decía Donnchad—, ya he cumplido los trece años. Y Thordelbach tan sólo es unos meses mayor que yo.
Brian Boru ponía cara de preocupación y su vista daba vueltas por la sala.
—No quiero que te enfrentes a tu propia madre. Ella no soportaría algo así. Eres de su misma sangre. Está decidido.
—Pero padre…
—No hay más que hablar. Además, tengo una empresa para ti casi tan importante como la batalla, si no más.
El joven Donnchad puso ahora más cara de interés.
—Necesito que tomes trescientos de mis mejores Dal Cais a caballo y que marches al ataque y saqueo a lo largo y ancho de Leinster. Los hombres nunca dejarán sus hogares para alistarse en las tropas de Sigtrygg si los ven amenazados. De esa forma nos aseguraremos comenzar la batalla con superioridad de fuerzas.
Donnchad escuchaba atento. Parecía que le gustaba la idea.
—¿Estaré yo al mando de esos hombres? ¿Confiaríais en mí para una tarea tan importante, padre? —preguntaba con cierto orgullo.
—Por supuesto, hijo mío. Además, te acompañarán dos de mis mejores y más veteranos oficiales. Ellos te aconsejarán en caso de duda. Te reunirás con nosotros en Dublín, una vez sea nuestra y hayamos expulsado a todos esos salvajes.
—¿Qué será de Gormlaith?
El joven intentó que el tono de su voz denotase indiferencia pero se notó forzado. A fin de cuentas, era su madre.
—No lo sé, hijo mío. No lo sé.
Al amanecer, una gran columna de soldados partían hacia Dublín. A la cabeza, Brian Boru, Cuduiligh, Thordelbach y Murchad. Con ellos y a caballo, cuatrocientos Dal Cais seguidos por el resto de infantería. Los dos mil hombres de Munster les acompañaban. También sus modestos reyes y jefes de clanes y otros trescientos hombres iban a caballo. Tras ellos, el resto de tropas, en su mayoría campesinos. En suma, un total de tres mil cuatrocientos hombres. Les separaban de su objetivo unas ochenta y siete millas. Lo que suponía caminar a buen ritmo durante veintiocho o treinta horas de ruta.
A media mañana, trescientos jinetes armados al detalle salían por la puerta este de la ciudad de Kincora. Donnchad, a la cabeza, cabalgaba orgulloso de saberse imprescindible para la victoria de la primera gran batalla del milenio. Él no era consciente de ello, naturalmente, pero sí sabía que era un triunfo crucial en la Historia de Irlanda. Los dos hombres de confianza del rey le seguían. Las instrucciones eran claras; ellos llevaban la voz cantante pero debían hacer creer al muchacho que era él quien tomaba las decisiones. Brian había querido mandarlo en aquella incursión más segura para evitar llevarlo consigo a Dublín. En el fondo, aún mantenía la esperanza de reconciliarse con Gormlaith y quería al hijo de ambos vivo para ser de nuevo una feliz familia unida. Resulta paradójico pensar que estaba marchando con todas sus fuerzas para aplastar el reino del hijo de esa mujer que amaba. Y de paso destrozaría también el reino de su hermano Mael Mordha en Naas y para ello no dudaría en matarlos a todos.
En otro lugar de la isla, un ejército de bestias con ojos y cabellos claros desembarcaba. Los mil hombres de Earl Sigurd de Orkney tomaban posiciones para la batalla. Cuarenta naves poblaban la playa al norte del río Liffey. Habían esperado en puerto, allá en las Islas Orcadas, a que soplase el viento. Una vez este puso las embarcaciones en marcha bordearon parte de la costa hasta tener corriente propia. Con viento favorable tardaron un día en llegar. El rey Sigtrygg les había indicado con claridad que no remontaran el curso del río para atracar en el puerto de Dublín y alegó falta de espacio en los muelles. Lo cierto es que a la población de la ciudad no le haría ninguna gracia ver campar a sus anchas a aquel enjambre de guerreros intentando beber y fornicar por última vez antes de ir a la batalla. Por otra parte, el rey Barba de Seda no quería que aquel enfrentamiento supusiese una unión militar o social con los mercenarios vikingos. Su intención era tan sólo utilizarlos como fuerza de combate a primera línea y tras la batalla no reconocer compromiso alguno.
Los hombres de Brodir de Man no llegarían hasta el anochecer. La mayoría, como su líder, eran daneses, por lo que estaban acostumbrados a otra forma de actuar mucho más precipitada que la de los rubios noruegos de Sigurd. Siempre eran los últimos en presentarse, aunque tenían fama de hacerlo a propósito. No era la primera vez que llegaban tras una batalla y atacaban a los vencedores, quienes, agotados por horas de combate, caían en sus garras aniquilados. Era fácil tomar botines en esas condiciones.
Habían recibido idénticas órdenes que los vikingos de Sigurd, así que desembarcaron en el mismo lugar y montaron campamento junto a los primeros, un poco más tierra adentro. Allí pasarían el tiempo bebiendo y practicando juegos de mesa como el ajedrez o el hnefatafel, tan popular en Escandinavia.
Los hombres de Brian Boru montaron campamento cerca de la ciudad de Portlaoise. Les quedaba la mitad del trayecto. El tiempo de reposo antes de la batalla, como de costumbre, estuvieron entretenidos con espectáculos. Siempre que había un asentamiento militar cerca, los artistas de la zona acudían como moscas. Se podría decir que aquellos eran los primeros buskers de Irlanda. Malabaristas, músicos y poetas que acudían a entretener a los soldados y preparar sus espíritus para la guerra a cambio de casi nada. Los había que hacían maravillas con la espada o el fuego pero que no eran capaces, sin embargo, de aplicarlo a la batalla. Esa era la tarea más arriesgada porque a veces algún militar borracho, sintiéndose celoso del dominio de las armas de que hacían gala estos pobres actores, les retaban en duelo público que era casi como condenarles a muerte. Muchos lloraban antes de ser devanados por la espada. Otros conseguían huir de sus verdugos y la risa que causaban distraía la atención. E incluso estaban los que se enfrentaban valerosos y morían dignamente. En estos casos nadie hacía risa de ellos.
Por otra parte, estaban los poetas. Contaban hazañas de otros tiempos. Batallas, duelos por amor y noches de alcoba interminables. Estos no corrían ningún peligro sino todo lo contrario; muchos de los soldados se acercaban a ellos al terminar sus historias con el fin de presentarse y explicarles algunas hazañas propias con la ilusión pueril de que algún día fueran contadas por los poetas delante de multitudes y sus nombres fuesen objeto del respeto y la admiración que otros nombres les habían causado a ellos aquella noche.
Finalmente, los músicos eran los encargados de acompañar el sueño, la borrachera o las horas de amor con prostitutas o esclavas traídas por algún mercader con el propósito de actuar como proxeneta. Vendía el producto sin deshacerse de él porque evidentemente los soldados no iban a cargar con ellas en la batalla. Así que las vendía por la noche y las recogía por la mañana cuando estaban cansadas, doloridas y abandonadas por las tropas que ya se alejaban lentamente. Algunas de ellas, en especial las más jóvenes, podían haber muerto a causa de la brusquedad de los soldados o desangradas. Puede pasar después de cientos de cópulas. Pero ni siquiera eran enterradas. Se quedaban allí, como preludio del derramamiento de sangre que se avecinaba. Ellas eran las primeras víctimas.
El poderoso ejército de tres mil hombres de Leinster, a las órdenes de Mael Mordha, estaba preparado para abandonar la ciudad tan pronto como se tuviesen noticias de que Brian Boru se dirigía irremediablemente a Dublín y no a Naas. La ciudad mantenía las puertas cerradas y se habían suspendido los mercados y los trabajos forestales en el exterior como poda, pastoreo o caza. Todos los esfuerzos se reservaban ante un posible ataque. Y las medidas de seguridad eran revisadas.
Pero al mediodía del Miércoles Santo un jinete apareció al final del camino, donde alcanzaba la vista. Iba al galope. Se dirigía a toda velocidad a la ciudad corazón del condado, Naas. Era uno de los vigilantes que estaban apostados en los bosques. El mensaje que traía era el esperado: —Mi señor, Brian Boru y sus hombres han rebasado los márgenes considerados de peligro para nuestra ciudad y se dirigen sin remedio hacia Dublín.
Mael Mordha miró a todos sus invitados sonriendo. Allí se encontraban su hijo Mael Mac Murrough, el hijo de este, Donnlang, sus cuatro mejores oficiales, dignos de toda su confianza, y algunos jefes de clanes vecinos a la ciudad, cuyos hombres ya se encontraban integrados en las fuerzas que formaban abajo, en la plaza.
—Ha llegado el momento de partir; siete horas de camino nos separan de la batalla, pero Brian tan sólo nos lleva dos de ventaja. Estaremos allí al ponerse el sol.
Antes de abandonar el palacio, Mael Mordha fue a ver a su sobrina. No quería irse sin despedirse de ella. Pudiera ser que no volvieran a verse. Hacía una semana que había parido a su bebé pero todavía guardaba reposo. La niña era enorme y había tenido que empujar mucho. El cuello del útero necesitaba de unos días para cicatrizar las heridas.
—¿Ya le has puesto nombre a esa preciosidad?
Eimear le miró con la picardía que lo haría una hija.
—No entiendo cómo te puede costar tanto buscar uno. Los hay preciosos.
—No quiero precipitarme —respondió ella como en otras ocasiones.
La verdad era que le hubiese gustado poder contar con la ayuda del padre. Soñaba despierta que paseaban por el bosque mientras bromeaban con las diferentes opciones. Pero no tardaba en volver a la realidad y comprender que su vikingo no era de esa clase de hombres.
—Cabellos de Oro luchará con nosotros.
El rey sabía la importancia de lo que estaba diciendo y esperó a ver la reacción de la chica. Ella levantó la cabeza.
—¿Qué queréis decir?
—Está con mi sobrino Sigtrygg. Ha estado en Dublín todo este tiempo y va a luchar junto a los aliados rebeldes. Ello ha despertado gran expectación entre los hombres. Ha subido la moral de las tropas vikingas pero también de las nuestras. Es un joven muy carismático. Al final va a resultar que tenías parte de razón.
El rey a la cabeza, con Mael Mac Murrough, Donnlang y todos los oficiales y jefes de clanes detrás, partían de la ciudad con un valeroso ejército que les seguiría hasta la muerte. Eimear miraba desde una de las almenas de palacio. Sabía que muchos de ellos no volverían. Pero en cambio en quien no podía dejar de pensar era en Thorgest.
Donnchad y los trescientos soldados que le acompañaban ya habían sembrado el pánico por todo el sur de Leinster que, por otra parte, no se había recuperado todavía de la masacre que había protagonizado su hermano Murchad a principios de otoño. Pasaban por las ciudades sin apenas detenerse. Las atravesaban como lo haría un rebaño de vacas embistiendo. Kilkenny fue la primera en caer a pesar de lo escarpado del terreno y de su favorable disposición para la defensa. Luego fue Waterford, Wexford, Carlow y así, una por una, en tres días fueron saqueadas las poblaciones más importantes. La misión era un éxito. Nadie iba a alistarse en ningún ejército que defendiese la ciudad de Dublín cuando el enemigo estaba a las puertas de sus propias casas. En aquellas pocas horas el semblante del joven Donnchad había cambiado a una velocidad que asustaba incluso a los oficiales encargados de velar por su seguridad. Se había vuelto ambicioso. Y esa era la auténtica lacra que desolaba el país cada poco tiempo. Podía parecer que las disputas entre gaélicos y vikingos fueron el problema durante los doscientos años anteriores pero lo cierto era que tras las primeras y sangrientas incursiones vikingas, el verdadero problema de la isla había sido la ambición de los diferentes reyes por el dominio total. Ahora, uno más iba a querer disputarse el gran trono de Irlanda.
Los ecos de todos los movimientos de tropas ya llegaban a la ciudad fortificada de Tara, en el condado de Meath, donde el príncipe Malachi aguardaba el momento preciso para poner en marcha a sus fuerzas. Los clanes de Ulster estaban a punto de llegar para unirse al ejército de Meath pero al final fueron muchos menos hombres de lo esperado. La distancia les hacía ver la guerra con otra perspectiva. El viejo Ivar había congregado ya a sus guerreros días atrás, un total de quinientos que sumados a los soldados de Malachi hacían más de mil quinientos. Ninguno de los dos se acababa de fiar del otro. Ambos tenían merecida fama de zorros astutos. No dudarían en matarse por la espalda al acabar el combate, pero por ahora se necesitaban.