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Josep conducía la caravana siguiendo al Jeep de Aoiffe. Iba a recoger el toldo y las linternas prometidas, a su granja. El tramo final estaba tan encharcado como de costumbre y tenía serios problemas para circular.

—Déjame también una pala grande. No me gustaría encallar la caravana —comentaba Josep una vez allí.

—¿De dónde has sacado ese trasto? —le preguntó el marido de Aoiffe.

—Me lo ha prestado un buen amigo. Es todo cuanto tiene.

—Vaya responsabilidad —apuntó el doctor.

Josep pensó por un momento que en efecto era una gran responsabilidad. Ojalá no le pasara nada.

—Bueno, he de irme. Espero poder devolveros todo esto en perfecto estado.

—No te preocupes por eso —dijo Aoiffe—. Sólo son cacharros. Preocúpate tan sólo por ti. Ten mucho cuidado.

—Lo tendré.

—¿De qué estáis hablando? ¿Qué ocurre? —preguntó el marido.

—Ya te lo contaré. Vamos adentro que hace frío.

Josep recorría el camino de vuelta con cuidado de esquivar los charcos de barro más profundos. En un par de kilómetros llegó a la carretera asfaltada. En tan sólo media hora estaba ya en Ashbourne. Ni siquiera paró en la ciudad. Llevaba unas latas de comida, sándwiches y chocolatinas. En la caravana podría tomar una taza de té caliente cuando el frío le impidiese continuar. Unos minutos después estaba ya saliendo de la R-125 y tomando, a mano derecha, el camino de barro que llevaba al yacimiento veintiuno. Era una noche especialmente oscura porque las nubes cubrían el cielo, pero aún así Josep podía advertir que todo estaba cambiado. La autopista llegaba allí mismo. Donde meses atrás descansaban las cabinas de trabajo y recreo, ahora había ya un tramo de asfalto perfectamente dispuesto, esperando a que miles de vehículos lo recorrieran a diario.

Aparcó la furgoneta cerca del muro junto al que había estado excavando a Eimear. Era lo único que no había cambiado. Aquellas piedras estaban justo en la franja que delimitaba la propiedad de la autopista. Apagó el motor y se mantuvo unos segundos con las manos en el volante. Hacía mucho frío y chispeaba una fina lluvia pero por lo menos no soplaba viento. Dejó las luces de la caravana encendidas mientras echaba un primer vistazo. Esperaba encontrarse la fosa en buenas condiciones. El día que por imposición legal tuvo que dejar de trabajar en ella se ocupó de cubrirla lo mejor posible con maderas. Especialmente la pelvis, que era la única parte que quedaba al descubierto. Se acercó poco a poco, temeroso de que todo hubiese sido destrozado por las máquinas excavadoras. Eso era lo peor que se le ocurría pensar. Pero se le escapaba otra posibilidad. Aunque todo estaba demasiado oscuro pudo apreciar que algo era diferente. No conseguía identificar el lugar preciso donde estaba el esqueleto de la vikinga. Intentaba ver algo claro subido a un pequeño montículo cuando se temió lo peor. Miró bajo sus pies y contó los pasos que le separaban del muro. Habían estado depositando tierra encima de la fosa. El montículo entero estaba encima de Eimear. Parecía ser que al señor Mc Kein le molestaba que alguien excavase un esqueleto en sus tierras pero en absoluto que las obras de la carretera depositaran tierra sobre él. Quizá había sido él mismo quien había indicado dónde hacerlo, para tapar de nuevo la fosa y evitar un posible castigo divino o un problema pagano. No se entretuvo ni un segundo más. Todo se había complicado. Apenas tenía unas veinte horas de oscuridad para excavar en todo el fin de semana y debía perder gran parte de ellas despejando aquel montículo de tierra y piedras. La situación ya comenzaba a ser límite nada más comenzar. Era hora de trabajar. Ya habría tiempo para pensar. Cogió la pala que le había pedido prestada al marido de Aoiffe y comenzó a cavar casi a oscuras. No quería gastar las pilas de las linternas mientras no fuese necesario. A la media hora se quitó la cazadora. Media hora más tarde paró para quitarse la sudadera. Aunque la temperatura era de cuatro grados, Josep ya había entrado en calor. Cavaba con todas sus fuerzas en una lucha contrarreloj. Mientras lo hacía, pensaba en ella, en Eimear. No la había tenido presente en todo aquel tiempo. Incluso casi se había olvidado de ella. Pero continuaba allí. Esperando paciente. Abandonada. Sola. Josep intentaba imaginar qué vida debió de haber llevado aquella joven. ¿Fue feliz? ¿Era hermosa? Hubiese dado cualquier cosa en el mundo por ver una imagen de Eimear. Un sentimiento de frustración le embargó. Aun así, no bajaba el ritmo. Trabajaba con una obcecación digna de un Folch. Ahora sí, su padre hubiese estado orgulloso de él.