Era un viernes de abril y la primavera llegaba a la verde y lluviosa isla de Irlanda. Atrás quedaba el que había sido el invierno más duro jamás conocido pero que, curiosamente, no sería recordado por ello sino por los acontecimientos que estaban a punto de ocurrir. El país entero estaba en calma. Esperando la señal. La ciudad de Dublín ya mantenía sus puertas cerradas. Tan sólo se abrían al mediodía por espacio de una hora. Sus habitantes habían conseguido resistir todo el invierno gracias al acopio de alimentos pero ya no quedaban fuerzas ni sosiego para continuar así. Todos, incluso los religiosos, tenían ganas de que llegara la lucha final. El rey Sigtrygg pasaba las horas apostado a la ventana del salón real. Su esposa, la hija de Brian, Slani, llevaba semanas sin apenas dirigirle la palabra. Él no echaba de menos su compañía, prácticamente no habían cohabitado desde la noche de bodas, para eso ya tenía complacientes esclavas. Pero no se sentía cómodo teniendo a la hija de su peor enemigo en casa.
En la fortaleza de Thomond, en la ciudad de Kincora, Brian Boru esperaba que llegara la pascua. No era partidario de entrar en combate en días santos. Era temeroso de Dios en ese tipo de cosas. Había estado esperando todo el invierno para tomar Dublín y perpetuar así definitivamente su dominio sobre la isla al completo. En esta ocasión no iba a cometer el error de volver a dejar la ciudad en manos de los infieles. Por dos veces se habían levantado en su contra. Era la hora de eliminar a todos los adversarios. Sin alianzas posibles.
El tercer escenario se daba en la ciudad de Naas. Allí la cruenta batalla que se avecinaba no era la única preocupación de palacio. Eimear se había levantado temprano. Su vientre estaba enorme. Ella lo acariciaba mientras miraba por la ventana del salón. El desayuno estaba sin tocar. Contemplaba el horizonte y pensaba en el padre del hijo que estaba a punto de venir al mundo. Recordaba la promesa que le hizo. Volvería en diez años para llevárselo con él y convertirlo en el guerrero que impondría la paz en la isla. ¿Podría esperar ella diez años para verle de nuevo? No creía poder esperar ni un instante. Nunca había estado con otro hombre pero no creía tener que hacerlo para saber que no sería lo mismo. Recordaba la noche que pasaron en la cabaña de Wicklow. Desde entonces no era dueña de sus pensamientos.
A las once de la mañana rompió aguas. Las comadronas ya estaban esperando el momento y sabían perfectamente lo que debían hacer a partir de entonces; intentar mantener a la princesa Eimear en sus aposentos. En doce horas podía comenzar el parto. Veinticuatro a lo sumo.
Aunque el hijo del rey de Naas, Mael Mac Murrough, no tenía ninguna fe en que el niño que venía fuese el libertador del malparado condado de Leinster y guardaba cierto recelo hacia esa idea, lo cierto es que entre la corte de palacio y en casi toda la ciudad de Naas había circulado el rumor de que así era. Y la población comenzaba a ver al futuro líder como un enviado casi divino. Por todo ello, había una gran expectación en torno al parto.
A las doce comenzaron las contracciones. Era una madre muy joven y primípara, por lo que la dilatación del cérvix duró toda la noche. Su piel blanca, suave y sudada era alumbrada por unas pocas velas. Su cuerpo desnudo se movía ahora en un vaivén propio de aguas tranquilas. El cuello uterino se tornaba morado por la vascularización y notablemente más ancho; el bebé estaba a punto de nacer.
En unos minutos se comenzó a ver el occipucio craneal. El niño estaba en la postura más adecuada. Las contracciones uterinas continuaban pero a ellas se añadían ahora unas muy fuertes en los abdominales. Poco a poco, salía toda la cabeza. Después el hombro izquierdo y sucesivamente el derecho. En pocos segundos todo el cuerpo estaba afuera. Rápidamente, se cortó el cordón umbilical y se retiró al bebé, que ya vociferaba un llanto, al cuarto contiguo para ser limpiado de toda la sangre.
La madre continuaba allí convulsionando. Ahora iba a expulsar la placenta, el resto del cordón y las membranas. Media hora después ya había terminado todo. Estaba agotada.
—¿Dónde está mi hijo? —le preguntó a Mael Mordha, quien no había dudado en aparecer cuanto antes—. ¿Está bien el bebé?
El rey la miraba con una expresión confusa.
—Querida mía, todo ha ido muy bien. Ahora mismo traerán a tu hija.