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En el palacio que servía de residencia real a Mael Mordha, en Naas, también se comenzaba a respirar el olor de la guerra. La ciudad entera estaba en alerta ante un posible ataque de Brian Boru. Todo parecía indicar que la gran batalla se desarrollaría a las puertas de Dublín, la ciudad que se había convertido en estandarte de la presencia vikinga en Irlanda. Presencia que dificultaba mucho los esfuerzos de Brian por conseguir una unión nacional. Podía someter militarmente todas las regiones pero nunca conseguiría imponer un sentimiento nacional. Eso necesita de muchos años y mucho más mestizaje del que ya se daba. Pero contra todo pronóstico, Brian podía decidir atacar primero Naas y eliminar de ese modo al contingente militar más numeroso del bando rebelde. Así que la ciudad al completo se encontraba en alerta.

En palacio, el rey Mael Mordha consultaba al comité de asesores encabezado por su inseparable clérigo, su hombre de confianza.

—Todas las fuerzas de Leinster están sobre aviso, mi señor.

—A veces creo que nadie sobrevivirá a esta contienda —dijo Mael Mordha con preocupación—. Yo ya soy viejo, pero mi hijo todavía tiene muchos años por delante para gobernar. ¿No sería mejor dejar las cosas como están y subyugarnos al poder de Brian Boru?

—Ahora ya no hay vuelta atrás. Vuestra hermana, la bella Gormlaith, y vuestro sobrino Sigtrygg han conseguido enojar a Brian. La guerra va a tener lugar de todas formas. Todos juntos quizá tengamos una oportunidad. Irlanda nunca aceptará un rey vikingo. Pero vos sois tan irlandés como el que más. Si las fuerzas aliadas ganaran, el trono de Irlanda sería vuestro.

—Yo ya no tengo edad para algo así —respondió Mael Mordha.

—Vos no, pero vuestro hijo…

—¡Salid todos! —gritó Mael Mordha.

Esperó unos segundos hasta quedarse a solas con el clérigo.

—Tú sabes tan bien como yo que mi hijo no es capaz ni de mandar sobre su esposa; mucho menos pues sobre un país como este. Y su hijo Donnlang… es sangre de mi sangre, pero dudo mucho que salga vivo de su primer combate.

Estuvieron unos minutos en silencio. El rey miraba por la ventana de la sala.

—Si Eimear fuese un hombre… —se lamentó en voz alta Mael Mordha.

—Pero no lo es. Es una joven. Además, no es sangre de vuestra sangre, mi señor —el clérigo miró al rey antes de ir aún más lejos—, y ni siquiera es irlandesa.

—¡No quiero oír eso nunca más! No dudaré en matarte. Ella no debe enterarse —dijo el viejo Mael Mordha con tristeza.

—Su hijo tampoco será medio irlandés como ella cree.

—¿Cómo está? ¿Habéis ido a verla hoy?

—No os preocupéis; Eimear está perfectamente. En unos pocos días traerá al mundo a un guerrero merecedor del respeto de un ejército. Aunque no será irlandés.

Mael Mordha, en aquel momento, dio un gran salto en el tiempo. Sus recuerdos le llevaron quince años atrás. Se acababa de disputar la batalla de Glenmama, que tuvo iguales protagonistas a esta que se avecinaba. El ganador, Brian Boru, sometió la provincia de Leinster y la ciudad de Dublín. Cuando el rey de Naas y sus fatigadas tropas regresaban a casa atravesaron un poblado vikingo arrasado por mercenarios o por bandidos, poco importa. No parecía quedar nadie con vida. Cuerpos despedazados y olor a carne quemada; eso era todo. No obstante, alguien advirtió un movimiento entre tanto despojo humano. Una niña de dos años estaba sentada junto a un cadáver de mujer. Su pelo era tan rojo como la sangre. Al poco tiempo se comenzó a ver por las calles de Naas a una revoltosa sobrina del rey que nadie sabía con certeza quién era.

A un día a caballo de allí, más o menos, en la ciudad de Tara, el viejo Ivar se levantaba de dormir aunque era ya casi mediodía. Se desperezaba fuera de su dependencia cual oso acabado de hibernar. De pronto, apareció una muchacha al final del camino. Caminaba firme pero despacio. La fresca brisa de la mañana le peinaba los cabellos claros que dibujaban olas en el aire. Nadie parecía prestarle atención. Nadie advirtió que llevaba un arco entre las manos. Aunque a ella tampoco parecía importarle que la descubriesen. Parecía seguir un guion. Una actriz de teatro con su papel. Cuando estuvo a unos cuarenta pies de Ivar, dejó salir una flecha certera contra la cabeza. La sangre salía escupida como en el caño de una fuente. Pero Ivar no caía. Le había destrozado la oreja. Nada más. Con premura, la joven ya estaba casando otra flecha en su arco pero un brazo, que no vio llegar, y casi tan grande como toda ella, le hundió el cuello en la espalda. Cayó al suelo. El golpe había sido duro pero ni de lejos mortal. Ivar, sin hacer caso de la sangre ni de intentar tocarse la perdida oreja caminaba hacia ella. Tras la primera patada en el estómago la joven ya había perdido el conocimiento. Pero él siguió. Le salía sangre por la boca pero aún respiraba cuando el viejo vikingo hizo soltar a los perros. No la comían porque estaban bien alimentados pero la mantenían sujeta con sus dientes, que desgarraban la piel y la carne cuando entre ellos jugueteaban para ver quién se llevaba la presa que sujetaban entre tres. Sólo recobró el conocimiento por momentos en dos o tres ocasiones antes de morir desangrada. Pagó un precio muy alto. Nunca hubiese imaginado las consecuencias que iba a traer consigo ayudar a morir a Harek. Pero tampoco nunca se había topado con un animal como Ivar.