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Josep sentía la necesidad de poner al corriente al profesor Ian. Su opinión sería de gran ayuda para tomarse el asunto con más seguridad y calma. Llevaba meses sin verle. Así que el viernes por la mañana se dirigió a su despacho en el Trinity College. Llamó a la puerta y no contestó nadie. Pero él sabía por experiencia que solía dejarla abierta. Así que giró el pomo. Había libros, mapas y papeles por doquier. Como siempre. La percha henchía llena de sombreros y chaquetas. Pero algo era diferente. Una espesa capa de polvo lo cubría todo. Desde los muebles hasta la ropa. Como si nadie hubiese estado allí durante semanas. Josep se dirigió corriendo a conserjería.

—Buenos días. ¿Sabe dónde puedo encontrar al profesor Ian O’Brien?

—¿Eres alumno suyo? —preguntó un hombre que sostenía el Irish Independent.

—No, soy un amigo.

—Verás, el profesor Ian está de baja. Tiene cáncer. Está bastante enfermo.

El encargado de recepción puso cara de circunstancias. Josep se quedó tieso. No hacía ni unos meses que se habían visto y todo era normal.

—¿Sabe dónde vive? ¿Puede darme su dirección?

—Lo siento, no puedo dar ese tipo de información.

—Oiga, no soy un alumno. Y dadas las circunstancias… —insistió Josep.

—Está bien. Creo que la debo de tener por algún sitio.

Josep tuvo que coger el Dart, el tren que recorre toda la costa de Dublín. La casa del profesor Ian estaba en Dolky, el barrio pudiente donde numerosos artistas irlandeses y norteamericanos tienen sus residencias estivales. El sueldo de profesor y su colaboración en varias publicaciones del país le permitían vivir en un sitio privilegiado. Aunque su aspecto no lo demostrase.

La casa era una vieja residencia clásica con un jardín tupido. Las vistas daban al mar. Josep llamó al timbre y esperó. Una pequeña punk abrió la puerta.

—Estoy buscando a Ian. En la universidad me dieron esta dirección.

—Pasa, llamaré a mi madre —dijo la chica, quien no volvió a aparecer.

—Hola, Ian está durmiendo. Esta mañana tuvo sesión de quimioterapia. Soy Hanna, su esposa.

Josep entendió enseguida qué fue lo que conquistó el corazón de Ian en aquella mujer treinta años antes. Aún después de tanto tiempo sus ojos eran dos mundos que se abrían bajo unos párpados que parecían mariposas.

—Hola, mi nombre es Josep. Conozco a Ian por el Instituto de Estudios Vikingos. He pasado por la universidad y me he enterado. ¿Cómo está?

—Ha sido todo muy rápido. Le cogió un dolor tremendo en el estómago y fuimos al hospital. Intervención de urgencia y después el tratamiento. No sabemos gran cosa.

Josep veía en su expresión que no albergaba muchas esperanzas.

—Ahora está mucho mejor. Ya sale a pasear por el barrio.

Se oyó a alguien bajar por la escalera.

—¿Quién ha venido?

Era el profesor Ian. Josep se violentó un poco al ver su estado. Estaba muy delgado. Unas grandes ojeras no conseguían quitarle protagonismo a su sonrisa.

—Buenos días, profesor. He venido a verle.

—Vaya, debo de estar muy grave para que venga a verme un vikingo —dijo con una débil sonrisa—. ¿Cómo estás, Josué?

Josep abandonó la casa con la sensación de que nunca volvería a ver a aquel hombre. En cambio, Sean tenía mucho mejor aspecto. Había hecho caso a todo lo que le mandó tomar Josep, quien había dormido en el sofá. Aun así todavía debería pasar un par de días en cama. Continuaba teniendo una fiebre muy alta. Comieron juntos. Josep preparó un arròs al forn, un plato típico de su pueblo. Debía utilizar el arroz que todavía guardaba. Después de comer empezó a recoger todos sus utensilios de trabajo. En particular, le quitó el polvo a su preciada caja de herramientas convertida en improvisado maletín de instrumentos de precisión. Apenas cogió ropa o enseres. No pensaba estar fuera más que un par de días. Debía aprovechar que durante el fin de semana las obras de la autopista se detenían.

—He de irme ya. Me gustaría no tener que conducir de noche. Espero estar de vuelta el domingo.

—No sé lo que te traes entre manos pero no me lo digas —dijo Sean.

—Será mejor que no. No sé cómo va a terminar todo esto pero cada día voy tirando más de la cuerda… No salgas de la cama o te tendré aquí un mes.

—Y tú, procura devolverme la caravana en condiciones. Es todo cuanto tengo.

Josep cogió sus cosas y salió por la puerta. Ya en la caravana, abrió un plano de la ciudad y lio un cigarro del tabaco que Sean tenía en la cabina. Dio unas cuantas caladas muy hondas y puso en marcha el motor. La sensación de comenzar un camino sin retorno le embargaba.