A finales de febrero un jinete se acercaba a la muralla sur de la ciudad de Dublín. Al llegar a la puerta de San Nicolás, uno de los soldados de la almena, que hacía la guardia envuelto en una manta, le gritó: —La ciudad está sobre alerta. No abrimos las puertas más que a mediodía. Vuelve mañana. Hoy ya es tarde.
—Haced llamar a Einar. Él responderá por mí.
—¿Quién va? ¿Quién he de decir que sois?
—Soy Thorgest, hijo de Höskuld.
—¿Sois Thorgest? ¿Cabellos de Oro? La bella Gormlaith, madre del rey Sigtrygg, ha estado haciéndoos buscar. Debéis acudir a palacio de inmediato.
Gormlaith mantenía toda su belleza y poder de seducción pese a sus avanzados cincuenta años. Tenía fama de ser la mujer más deseada del país. Ese fue el motivo por el que Brian Boru accedió a tomarla como esposa al tiempo que entregaba en nupcias a su propia hija, Slani, al rey Sigtrygg en un intento por pacificar Leinster y Munster para siempre. La mala relación de Mael Mordha, hermano de Gormlaith, con Brian acabó por romper el matrimonio. Por eso habían vuelto los tiempos de guerra.
Thorgest pidió ser atendido antes de presentarse ante la madre del rey. Así fue. Los descendientes de los primeros invasores vikingos ya poco conservaban de su propia cultura o costumbres. En doscientos años una sociedad puede adaptarse muy bien al medio, y así, modificar su dieta, religión y hábitos de higiene personal o remedios médicos. Pero para los aventureros de la última oleada como Thorgest, que llevaban poco tiempo en la isla, todo era diferente. Un escandinavo del siglo XI se bañaba todos los sábados y se peinaba el cabello todos los días. Llevaba la barba cuidada y a veces moldeada con ceras aromáticas. Pero Thorgest, en los últimos meses había descuidado mucho su aspecto. Ahora iba a aprovechar el favor de la reina madre para recuperarse del frío y el horror del que había sido testigo.
Cuando Gormlaith entró por la puerta, Thorgest se remojaba en una gran palangana de madera. Le habían ofrecido comida, vino y dos jóvenes. Una de ellas le peinaba en ese momento. La otra le recortaba la barba. Sus cabellos casi tocaban el suelo. En cuanto la vio aparecer, Thorgest se levantó sin caer en la cuenta de que estaba desnudo, pero tampoco es que le importase demasiado. Ella le miraba a los ojos. Realmente, su belleza hacía justicia a su fama. A la edad a que pocas mujeres llegaban y las que lo hacían eran auténticas ancianas, ella conseguía hacer arder el deseo en los hombres. Sus ojos verdes, sus cabellos anaranjados y sus inmensos y húmedos labios no eran muy comunes a sus años. Menos aún lo eran sus pechos, que se mantenían perfectamente redondos y firmes en invitación constante al goce. No era de extrañar que se hubiese desposado varias veces y siempre con grandes reyes.
—Siéntate. Disfruta de mi hospitalidad, extranjero —dijo Gormlaith.
Thorgest se mantuvo de pie.
—Me habéis hecho llamar. ¿Qué interés puede despertar un guerrero extranjero como yo en una reina como vos?
—No desmerezcas tu importancia, joven. Eres más popular en esta isla que muchos de los pequeños reyes de zonas remotas. Se habla mucho de ti.
—Se habla mucho de todo el mundo —matizó Thorgest, quien ya volvía a sumergirse en el agua.
Las dos muchachas retomaron sus tareas.
—He de pedirte un favor —dijo la reina.
Thorgest la miró desconfiado.
—Pedid lo que queráis y si mi fe y mi fuerza me lo permiten os satisfaré —respondió el rubio vikingo.
—Sabéis que se prepara una gran guerra. Nunca se ha conocido nada igual a lo que acontece. La isla al completo tomará partido en uno u otro bando. Por fin se sabrá para quién es la tierra de Eire, si para gaélicos o para vikingos.
—Pero, Gormlaith —la interrumpió Thorgest—, vuestro propio hijo es mitad irlandés y mitad nórdico. ¿No creéis que nunca habrá un ganador y que el irremediable final de todo esto es la convivencia?
La reina cerró los ojos como muestra del poco interés que le suscitaba lo que Thorgest tuviese que decir y retomó la explicación.
—Mi hijo Sigtrygg y mi hermano Mael Mordha se aliarán con los pequeños reinos del sur de Leinster, pero eso no será suficiente para plantarle cara al ejército de Brian Boru, mi marido, y de su nuevo y patético aliado, Malachi, mi ex marido.
—Parece, mi señora, que vos sois el ojo del huracán en toda esta historia. Quizá deberíais ser vos la gran reina de Irlanda.
Ella se detuvo un momento. Después continuó.
—Necesitamos la ayuda de Sigurd.
—¿Sigurd de las Islas Orcadas?
—En efecto, Sigurd de Orkney. Hoy por hoy, el pirata más poderoso del océano —la reina le acariciaba el cabello mientras hablaba—. Más de mil hombres navegan con él. Y no son campesinos enviados a morir al campo de batalla. Son los mejores asesinos de cuantos se pueda disponer. Necesitamos que luchen de nuestro lado. Hemos de pactar con ellos antes de que lo haga Brian. Él ya tiene asegurado el respaldo de vikingos de Escocia y del propio Ivar.
—No entiendo qué tengo que ver yo en todo esto —dijo Thorgest, quien se levantó de nuevo para salir del agua.
Las dos jóvenes le cubrieron el cuerpo con una gran tela de lino.
—Necesito que vayas en mi nombre a las Islas Orcadas para llevarle un mensaje a Sigurd de mi parte.
—¿Por qué yo? Tenéis una guardia de decenas de buenos guerreros y un ejército de cientos.
—Necesito que vaya alguien a quien Sigurd respete. No hay tiempo para andarse con devaneos. Si ve que nuestro bando cuenta con gente de tu renombre se dará cuenta de que no puede mantenerse al margen en esta oportunidad única de hacer caer a Brian Boru. Además, le vas a ofrecer mi mano y con ella el reino de Irlanda.
Gormlaith se quitó un colgante que llevaba en el cuello. Era un medallón de oro y piedras. Thorgest no había visto uno igual en toda su vida.
—Cuando le ofrezcas mi mano a Sigurd enséñale esto. Así sabrá que soy yo quien te manda. Es el presente que me regaló mi difunto marido, padre de Sigtrygg, Olaf el Rojo, el día de nuestra boda. Todo el mundo sabe que no hay dos como este.
Thorgest dudó por un momento pero no tardó en asentir con la cabeza y coger el colgante. Lo cierto era que no tenía nada mejor que hacer que comenzar una guerra.
Cabellos de Oro salió de palacio y se dirigió a la Dáma Geata. La guardia allí apostada intentó impedir que saliese, ya que no se podía abrir la muralla hasta el día siguiente, pero sin éxito. Acudió a la taberna que fuera de El Abdul, ahora regentada por los Mc Carthey, y puso unas cuantas monedas de plata, de las recién acuñadas por Sigtrygg, encima de la mesa principal.
—Pon de beber a los hombres que van a acompañarme a las Islas Orkney mañana.
De madrugada veinticuatro hombres acompañaban a Thorgest hacia el muelle de la ciudad, Essex Quay. Un snekkja les esperaba amarrado. Todavía no había amanecido cuando la embarcación abandonaba el río Liffey para adentrarse en mar abierto.