La ciudad de Tara, en el condado de Meath, conservaba el esplendor de haber sido la más importante urbe de los últimos siglos. Y fue la cuna del príncipe Malachi, el más poderoso de la isla de Irlanda hasta que su poder fue minimizado por el de Brian Boru, quien, por primera vez, unificó todos los pequeños reinos bajo un mismo líder. Brian y Malachi habían mantenido una guerra de veinte años que se resolvió cuando ambos unieron sus fuerzas para derrotar a los vikingos de Dublín y sus aliados irlandeses del rebelde condado de Leinster en la batalla de Glenmama en el año 998 d. C. Tras ganar, arrasaron la ciudad de Dublín y todas las tierras de los pequeños reinos insurgentes. En el año 1002 d. C., Brian se autoproclamó rey supremo ante la impotencia de Malachi, que contaba con menor número de tropas. Aun así, casi doce años más tarde la ciudad de Tara y el reino de Meath todavía se hacían merecer el respeto tanto de irlandeses como de nórdicos.
Ivar, el Viejo, tras la traicionera alianza con Malachi en la batalla que casi le costó la vida a Thorgest, se había instalado con sus hombres en la ciudad, quienes andaban de aquí para allá rapiñando alguna ocasión de unirse a una batida de mercenarios en el Ulster o incluso en islas o tierras de Escocia. Pero los hombres de confianza y el propio Ivar intentaban hacerse un hueco en el grueso de las fuerzas de Malachi. Daban por hecho que volvería a ser poseedor del trono supremo de la tierra de Eire. Y ellos estarían allí para sacar tajada. Malachi mandó desalojar una parte de Tara para que fuese ocupada por los hombres de Ivar. A él le interesaba tanto como al viejo su mutuo apoyo. Venían de nuevo tiempos de guerra y él sabía que todo ejército competitivo necesitaba fuerzas vikingas en sus filas.
Ivar se acomodaba en una vivienda ajena a las de sus hombres, donde presumía de disponer de esclavas jóvenes que le aseguraran placer pero lo cierto es que el sexagenario vikingo no era ya buen luchador en la alcoba. Sus guerreros, entre idas y venidas, compartían diferentes habitáculos. En la ciudad muchas eran las familias que guardaban recelo de que hombres de tan merecida mala reputación camparan a sus anchas. Un día desapareció una muchacha de quince años. Estaba prometida con un militar de la guardia real de Malachi. La encontraron desnuda, cubierta de sangre seca, junto a un riachuelo. Su cabeza estaba sumergida en el agua. Sus nalgas, magulladas, sucias, violadas. Las gentes de Tara, encabezadas por miembros de la guardia real, compañeros del prometido de la chica, siguieron a este hasta la zona donde estaban acomodados los vikingos. Allí se mantuvieron ambos grupos encarados durante unos minutos. Parecía que iba a desatarse una gran lucha. El propio príncipe Malachi se personó en el lugar. No podía permitir que ambos ejércitos se aniquilaran mutuamente. Eso no iba a ocurrir pero sí quizá varias decenas de muertos si no cientos. Malachi e Ivar intervinieron para aplacar a sus hombres: —Mi gente cree que tus guerreros están detrás de esto. Danos a los culpables y estaremos en paz— dijo el príncipe.
Ivar estaba serio. Se mantenía en silencio y miraba a la multitud que superaba en siete u ocho veces a sus hombres. La situación era delicada. Debía actuar o correría peligro su propia vida.
—El culpable ya ha pagado por lo que ha hecho. Ha sido castigado por la ley de Odín. Siento lo ocurrido.
Los habitantes de Tara comenzaron a exaltarse. No se conformaban con una explicación. Querían sangre. Malachi tampoco se resignaba a la sola palabra de Ivar. No se fiaría de él ni para preguntarle si iba a nevar.
—Quiero ver al culpable. He de comprobar que ha pagado su crimen. ¿Dónde está su cuerpo? —dijo Malachi.
El viejo Ivar ordenó a los suyos:
—¡Traed al del cobertizo!
Sus hombres acudieron a un pequeño corral que se mantenía bajo cerrojo, lo abrieron y entraron. Unos segundos después sacaron de su interior a un joven de pelo negro y tez pálida. Estaba cubierto de suciedad, barro y sangre seca. Apenas podía caminar. Lo arrastraban tirando del pelo, que era un gran nudo estropajoso. Se veía muy delgado y sus pies y manos estaban azules y a punto de la congelación. Lo lanzaron al suelo nevado en medio de ambos dirigentes. Parecía no ser consciente de lo que ocurría a su alrededor. Se mantuvo tirado como un perro con la cabeza gacha. Ocultando su rostro. Su espalda estaba en carne viva. No conservaba ni una sola tira de piel.
—Si este es el culpable, ¿por qué sigue vivo? ¿Qué castigo le habéis infligido por tan execrable crimen? ¿Unos azotes? —Malachi se jugaba el respeto de su pueblo.
Ivar le miró a la cara. Sin contestar a la pregunta cogió del pelo al joven y levantó su rostro para que se pudiese ver bien.
—Mirad esto. Tras arrancarle sus bonitos ojos verdes se los lancé a los cerdos. Deberíais haber visto cómo se peleaban por ellos.
La multitud se mantuvo en silencio. Aquel hombre parecía haber pagado su crimen. Sin embargo: —Debe morir— dijo el novio de la chica.
—Debe morir —repitió el príncipe Malachi con menos convicción.
Ivar, el Viejo, pensaba una respuesta. Miraba al joven que yacía en el suelo. O lo que quedaba de él.
—No puede morir. Lo mantengo con vida para que ninguno de mis hombres olvide que no se debe enfadar a Ivar —dijo el viejo—. Los muertos se olvidan pronto.
Esto pareció convencer a los justicieros. Los humos se fueron relajando y la gente comenzó a tomar el camino hacia sus casas. En breve todos se habían marchado, incluso Malachi. Un hombre de confianza de Ivar se le acercó y le habló en voz baja: —¿Hasta cuándo vas a mantenerlo con vida? Si supiera cómo encontrar a Thorgest, ya hubiese hablado. Nadie puede soportar tanto dolor. Debió de morir en la batalla.
—No estaba entre los cadáveres —le replicó Ivar—. No está muerto. Está en esta maldita isla, en alguna parte. Los grandes líderes vikingos ya no campan por aquí como antes. Brodir y su hermano Öspak están en Man. Earl Sigurd, en las Islas Orkney. Y el rey de Dublín no tiene el valor para coger la espada. Thorgest es el único nórdico que puede oponerse a mí en mi propósito de liderar a todo el pueblo vikingo. Todos juntos dominaremos la isla. Ni Malachi, ni Brian, ni Mael Mordha serán impedimento ante un ejército vikingo unido.
—¿Qué hacemos con él?
—Volvedlo a llevar al cobertizo.
—¿Debemos volverlo a alimentar? De lo contrario morirá pronto.
—¿No lo habéis estado haciendo hasta ahora?
—Hace seis días que no recibe alimento alguno. Matasteis al encargado de hacerlo hace una semana.
Ivar intentó recordar pero no consiguió saber a quién se refería Ottar, su hombre de confianza. Eran tantas las muertes…
—Sí, hacedlo. Buscad a alguna muchacha que se encargue de ello. No quiero que muera todavía.
En ese momento aquel hombre tirado en la nieve que apenas tenía fuerzas para mantenerse con vida hizo acopio de ellas para decir algo: —Tu madre follaba lobos.
Ivar se dio media vuelta.
—¿Qué has dicho?
—Tu padre, en realidad… era tu abuelo.
—Pretendes que te mate, ¿verdad? Vas a vivir más de lo que hubieses deseado nunca pero voy a ayudarte a mantener la boca cerrada. ¡Ponedlo boca arriba y sujetadle la cabeza contra el suelo! —dijo Ivar.
Una vez que dos de sus hombres hubieron hecho lo que ordenaba se acercó a Harek y le machacó la boca a patadas.
Aquella misma noche una joven irlandesa se acercaba al cobertizo. Había sido mandada para mantenerlo con vida. Llevaba agua limpia y comida. Al entrar, se horrorizó de lo que su vela alumbraba. Harek estaba tirado entre excrementos y sangre. Su cuerpo se sacudía mediante espasmos por el frío. De la boca le salían coágulos. Allí, sin dientes, sin ojos, acurrucado sobre sí parecía más un animal que un ser humano. Aquella primera noche no se le ocurrió ni acercarle la comida. Hubiese sido tan cruel como todo lo anterior. Simplemente, se dedicó a echarle agua por encima de las heridas, de forma suave, con una tela empapada. Sólo el hecho de enjuagarse la boca en aquel estado podía haber hecho desmayarse a cualquier otro pero resistió.
La joven acudió la noche siguiente a la misma hora. Durante el día había estado trabajando con las vacas de su familia. De ellas le traía leche por su propia cuenta. Las instrucciones eran muy precisas; nada más que agua y pan duro. Pero ella se arriesgaba, no sólo con la leche, que le daría nutrientes y lo mantendría vivo, sino también con un pedazo de carne de ternera, tan necesaria para aquel organismo que llevaba días sin sustento.
—Te estaba esperando —dijo Harek.
—Toma, bebe, esta leche te recuperará.
Harek bebía con visible esfuerzo.
—¿Cómo te llamas?
—Me llaman Riona. ¿Y tú?
—Soy Harek, hijo de Gunnar.
La joven dio un mordisco al pedazo de carne y comenzó a masticarlo. Intentaba impregnarlo de saliva pero sin chuparlo apenas para mantener todas sus propiedades.
—¿Por qué te tienen aquí?
Harek guardó silencio.
—Puedes confiar en mí. Sé que no fuiste tú quien mató a Ciara; llevas meses aquí encerrado, muchas heridas han cicatrizado ya. Toma, traga esto —le dijo la joven mientras le ponía la carne masticada dentro de la boca.
Poco a poco, mientras ingería el amasijo mascado que la joven le acercaba cual pajarillo caído del nido, Harek le contaba como podía el tiempo que llevaba encerrado como prisionero de Ivar, el Viejo. Las torturas habían cesado hacía meses. Sus interrogadores desistieron de sacarle una sola palabra tras arrancarle los ojos. Antes de eso, cuarenta latigazos cada día. Costillas rotas. Dedos. Huesos que se soldaban de nuevo al libre albedrío. Hambre. Frío. Y ahora, desde hacía muchas semanas, tan sólo soledad. Y lo peor de todo para un guerrero, la vergüenza. Se debe morir en la batalla. Luchando. Plantando cara. Morir matando era noble para un vikingo. Pero morir así, poco a poco, desvalido…
—¿Por qué es tan importante para Ivar encontrar a tu amigo? —preguntó la joven.
—Porque le teme.
—¿Y por qué le teme?
—¿No conoces a Thorgest? ¿No has oído hablar de él?
—Nunca he salido de Tara. Lo más que me he alejado ha sido para hacer pastar a las vacas. Y nunca he hablado con nadie que no fuese familiar o vecino. Tú eres el primer hombre con el que hablo en mi vida.
—¿Cuántos años tienes?
—Tengo quince.
—Yo tengo diecinueve.
Hubo un silencio entre ambos.
—Dime, ¿quién es Thorgest? ¿Cómo es? —preguntó la muchacha.
Harek levantó su maltrecho rostro y por un momento pareció que se le había pasado todo el dolor que sentía.
—Thorgest es un regalo para sus amigos, para su familia, aunque realmente él no hace distinciones; si eres uno de los suyos, dará la vida por ti sin dudarlo. Desde pequeño siempre defendí al débil, pero eso me trajo problemas con el resto de mi comunidad. Siempre fui un caso aparte. Por ese motivo me gané enemigos por doquier. Llegué a pensar que mis actos estaban equivocados pero no podía evitar continuar actuando así. Hasta que un día, mientras me enfrentaba a mi pueblo por defender la vida de un musulmán esclavo, un joven extranjero no dudó en salir en mi ayuda. Su mirada era segura, fría, pero sus actos eran inocentes, dignos, como los de un niño. Al verle supe que era una persona única. En los seis meses que anduvimos juntos por esta isla tuya vendiendo nuestra espada y buscando fortuna y aventuras no le he visto hablar a nadie sin respeto.
Riona miraba al vikingo en silencio. Se le había iluminado la cara al hablar de su amigo. Era como si hubiese salido de su pequeña celda, incluso de su malparado cuerpo, y por unos instantes hubiese sido feliz. Ella nunca había visto a un hombre hablar así de otro hombre. Si no hubiese sido por su aspecto y su voz, hubiese dicho que quien así opinaba era más bien una mujer enamorada.
—Voy a ayudarte a traerlo hasta aquí. Iré a buscarlo y le diré dónde encontrarte —dijo la chica azotada por el entusiasmo y ajena a lo dramático de la situación.
—Jamás permitiré que me vea en este estado —dijo el vikingo.
Aquello cayó sobre ella como un disparo de nieve y volvió a poner los pies en el suelo.
—He de pedirte un favor —continuó Harek.
La joven no dijo nada.
—Por favor.
A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, una delgada silueta rompía el azul del cielo sobre la nieve. Caminaba hacia el sur sin saber bien adónde dirigirse. Había estado mirando dormir a sus padres durante un rato para despedirse de ellos. No sabía si los volvería a ver nunca. Había matado por primera vez a una persona. No hubo mucha diferencia entre degollar al vikingo o hacerlo con un pollo. Los dos eran presa fácil. Los dos estaban indefensos y a merced. Las lágrimas salían de sus ojos sin tregua. No habría consuelo posible para ella durante semanas. Pero se abría paso en la nieve. Su vida dependía de ello. Su madre, su padre, su hermanito y su abuela morirían sólo unas pocas horas después. Tan pronto como Ivar, el Viejo, se enterara de lo sucedido. Pero ella no podía saber que en aquel cobertizo había matado también a toda su familia.