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Josep se puso su ropa deportiva negra de lycra y las zapatillas. Hasta ahí todo era según lo acostumbrado. Eran las seis de la mañana. Un poco más temprano de lo que solía hacerlo. Evitaba encontrar a un gran número de gente. Se recogió el pelo en la nuca. Se colocó el escudo a la espalda y se ajustó un cinturón. Allí sujetó la espada a un lado y el hacha al otro. Finalmente, se puso el casco que, por descontado, no llevaba cuernos pero sí un protector para la nariz, como el de los propios vikingos. Salió a la calle y comenzó a correr.

El recorrido era el habitual pero su peso era casi ocho kilos superior al acostumbrado. Aun así, al no portar armadura o malla, no alcanzaba los dieciséis que podía llegar a soportar un guerrero del siglo XI. Pero era suficiente para hacerse una idea de lo que ello suponía. La calle arbolada de Rathmains todavía se mantenía a oscuras cuando Josep la cruzó a zancadas pero comenzaban a aparecer las primeras personas que acudían al trabajo. Le miraban con asombro. No sabían si aquello era una broma o si se trataba de un loco, por lo que mantenían una expresión neutra que no acababa de definirse. Un coche casi se salta un semáforo mientras el conductor miraba despistado a Josep. Llegó a St. Stephen’s Green Park y lo atravesó de sur a norte. Recorrió Grafton Street y rodeó Trinity College. Cada vez la calle estaba más llena de gente, y esta le miraba desde mucho antes de llegar a cruzarse. Siguió su habitual ruta por el lado norte del río Liffey en dirección a Phoenix Park, que continuaba infranqueable. Nunca antes había llegado tan lejos. En ese punto se detuvo un instante. Respiró hondo y se colocó bien el casco y las armas adheridas al cinturón. Miró al cielo, comenzaba a amanecer, y empezó a correr hacia el interior del parque.

Tras un par de interminables kilómetros se dio por vencido y se tiró sobre la hierba. Cerró los ojos y creyó poder oír una batalla. Los caballos de los nobles y jefes de los clanes relinchaban. El sonido del acero contra el acero y los gemidos de los que caían y de quienes les golpeaban se escuchaban entre los árboles. Alguien daba órdenes desde lo lejos. Su voz era de persona mayor. Sería el rey de uno de los dos bandos. A pie de batalla. Seguramente, un septuagenario superviviente de cientos de combates.

—¡No se puede dormir ahí!

Josep se incorporó y vio a un policía.

—Debes salir de ahí. ¿Me oyes?

—Sí. Lo siento. Sólo estaba descansando un poco.

—¿De qué coño vas vestido, chaval? —preguntó el garda extrañado.

—Olvídelo. No lo entendería.

Josep se alejó corriendo mientras el policía le seguía con la mirada. Sonrió satisfecho, pensaba contárselo a su mujer cuando volviese a casa.

Los días pasaban y Josep salía a correr aún con más asiduidad. La gente que poblaba las calles de la ciudad en la madrugada se había acostumbrado a ver a aquel tipo estrafalario que corría en ropa deportiva y con armamento medieval. En un par de ocasiones, le paró una patrulla de policía, examinaron las armas, comprobaron que se trataba de simulaciones, le hicieron unas cuantas preguntas y le dejaron continuar.

Todos los días, a la altura de Crown Alley Passage, el conocido túnel que une Temple Bar con el río Liffey, pasaba frente al viejo vagabundo con quien había compartido unas palabras y un cigarrillo una fría noche de enero, meses atrás. El indigente siempre le gritaba la misma locución que Josep no entendía. Así que le contestaba levantando el brazo con la espada a modo de saludo.

—¡Mátalos, Thorgest! ¡Acaba con ellos! —repetía el viejo.

Josep continuaba corriendo sin saber a qué o quién se refería. No sabía nada de él. Tan sólo que ahora, en el crepúsculo de su vida, su casa era la calle. Aquel viejo túnel de la Crown Alley Street. No sabía que aquel hombre había estado en la cárcel veinte años por asesinato. La década de los ochenta y los noventa para él no existieron. Su celda fue todo lo que vio en aquel tiempo. Estuvo metido en trapicheos importantes y se la quisieron jugar. Pero nadie se la juega al hijo de una viuda con siete hermanos que ha crecido en el norte de la ciudad. Antes de eso ya corría robando bolsos por Temple Bar con su pequeña banda de niños pobres. Y un poco antes, robaba manzanas en la tienda de ultramarinos de los Smith, en la esquina de su calle. Pero incluso mucho antes de todo, se solía sentar en el regazo de su abuela. Aquella que apenas le veía porque no se podía permitir pagar las pocas libras que le hubiese costado hacerse unas gafas. Y así vivía, casi como una invidente sin serlo. Aquella anciana, pobre en recursos y generosa en caricias, le contaba la leyenda del apuesto, valiente y bondadoso Thorgest, Cabellos de Oro, dispuesto a dar su vida por un amigo y que perdió a su querida princesa Eimear, incapaz de salvarla. Ahora, setenta años después, el niño convertido en viejo, convertido también en calle, despertaba de un letargo de toda una vida para volver a su segura e inocente niñez: «¡Mátalos Thorgest! ¡Acaba con ellos!», gritaba mientras cogía la mano de su abuela.

Y Thorgest no le podía escuchar. Llevaba siglos muerto. Pero Josep sí le oía cada mañana. Y corría. Corría imaginando que cientos de hombres lo hacían a su lado. Indiferentes. Ignorantes del miedo. Amantes de la batalla pero respetuosos con el enemigo. Corría con media sonrisa en el rostro, como lo hace quien se sabe dueño de cada paso que da.

Aquella mañana era particularmente fría. Aun así y ya de vuelta de Phoenix Park, tras trece kilómetros, Josep estaba completamente empapado en sudor. El vaho salía de todo su cuerpo en constante choque con la baja temperatura del ambiente. Fue entonces cuando se cruzó con una cara familiar, un hombre de mediana edad, con sombrero y bufanda, a quien casi estuvo a punto de saludar pero no pudo recordar de qué conocía exactamente. El hombre también se quedó mirando, pero eso era natural, Josep tenía un aspecto muy llamativo. El tipo continuó impasible y él estuvo unos metros pensando. Incluso bajó el ritmo de la carrera. ¿Quién era aquel tipo que le resultaba tan familiar? No conseguía recordarlo. No le sonaba del mundo de la arqueología y tampoco de ningún pub. ¿Por qué conocía a aquel hombre, pues? Entonces fue cuando se acordó. El corazón le dio un pálpito. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Se detuvo y miró hacia atrás con inquietud. El sudor era ahora más frío. ¡No podía ser! Era el señor Gual. El dueño de la librería Book’s estaba en Dublín. Y le había visto.

Intentó tranquilizarse. Parecía ser que no le había reconocido. No era de extrañar. Tenía el pelo y la barba mucho más largos y además, lo más importante, llevaba un casco que le tapaba parte de la cara, y la nariz por completo. «Hay dos modos de enfrentarse a un peligro…», oyó decir en una película hacía años, «y la huida ya es una derrota en sí misma». Así que Josep se dio la vuelta y comenzó a correr siguiendo los pasos de aquel hombre, el señor Gual. Desde lo lejos le vio cruzar el río por Fr. Mathew Bridge y adentrarse en Church Street para después girar por Hammond Street, la calle donde se encontraba aquella extraña tienda de antigüedades. ¿Qué pensarían aquellos dos tipos si le viesen ahora vestido así? Casi se le paró el corazón cuando el señor Gual se detuvo frente a la puerta y entró en Matt Johnson Antiques.

Durante varios días no se lo pudo quitar de la cabeza. Esperaba nervioso a que en cualquier momento la policía cayera sobre él. Cada vez que alguien llamaba al timbre pensaba que le había llegado la hora. Pero no ocurrió nada. Así, que tras darle muchas vueltas, concluyó que todo había sido una gran casualidad. El señor Gual debía de haber ido a Dublín por negocios o por vacaciones, pero su visita a la ciudad no parecía tener nada que ver con él.