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El invierno fue duro. No sólo durante la Navidad, también en diciembre, enero y febrero la isla de Irlanda no fue verde sino blanca. Sólo los viejos recordaban algo así. Dublín había vuelto a la normalidad. La gente habitó de nuevo las casas de extramuros. Los Mc Carthey tomaron el relevo en la taberna de El Abdul. A fin de cuentas, ellos eran quienes realizaban casi todo el trabajo. La Linn Snámha Geata se abrió de nuevo. El comercio comenzaba a avivar otra vez la ciudad pero era menor que otros años debido en gran parte al frío.

Thorgest finalmente no fue a parar a la Isla de Man. El rey Sigtrygg le había dado cien monedas de plata como agradecimiento por haberle salvado la vida. Pero en realidad, era una forma de presumir porque acababa de comenzar a acuñar su propia moneda. Con ese dinero en la bolsa, Thorgest no sentía la necesidad de apresurarse en ir a ningún sitio. Antes que nada era un hombre libre. No tenía ninguna prisa en ponerse a las órdenes de nadie y menos aún de un pirata como Brodir de Man o su hermano Öspak. En el fondo, tampoco quería perderse la noticia del nacimiento de su hijo. Se le ocurrió la idea de que quizá Harek estuviese por el sur, en el corazón de Leinster. En medio del invierno más crudo jamás conocido hasta entonces, Thorgest cogió su caballo y salió de la vikinga ciudad de Dublín por su puerta sur, la de San Nicolás. Le esperaba el frío irlandés con sus fieras garras. Y eso es mucho incluso para un nórdico. Ningún hombre de la isla llevaba ya sus piernas desnudas. Unos estrechos pantalones de lino cubrían las del rubio Thorgest. Una piel de alce abrigaba sus hombros y una camisa y una capa de lana le arropaban el cuerpo. Sus gruesas botas de piel impermeabilizadas con grasa de caballo protegían sus pies de la congelación. El équido se abría camino en la nieve con dificultad. La suya era una búsqueda sin prisa. No tenía urgencia por comprobar que su mejor amigo había muerto.

A su paso, las ciudades se le abrían devastadas, ensangrentadas aún por el paso de Murchad. Veía el horror en los rostros de la gente. Los cadáveres se amontonaban fuera de los muros o lejos de los núcleos de casas. No hubo tiempo suficiente para enterrarlos a todos. Además, muchos no iban a ser enterrados. Eran familias enteras. ¿Quién iba a hacerlo pues? Los religiosos, poco a poco, pero no daban abasto. Niños huérfanos corrían por las calles muertos de frío disputando botines con las alimañas. Ancianos abandonados a su suerte resistían en las ruinas de sus casas esperando una primavera que no llegaba. Algunos de ellos podían estar varios días sin vida antes de ser descubiertos. Las ciudades amuralladas, como Wexford, fueron las más perjudicadas. Una vez abatidas las empalizadas, la furia del ejército de Dal Cais era aún peor. Violaban a mujeres y niñas delante de sus padres, maridos e hijos y les obligaban a mirar mientras tanto bajo la amenaza de matarlas si no lo hacían. Eso les excitaba, o les divertía o ni eso. Aun así, los mataban a todos.

En todo Leinster parecía no haber señales de su amigo Harek. Era la única parte del país donde este se hubiese refugiado. En el norte estaba el príncipe Malachi y su nuevo aliado Ivar, el Viejo. Allí sería hombre muerto. Al oeste estaba el reino de Munster. Ningún vikingo que no fuese un traidor a los suyos encontraría refugio allí. Thorgest comenzaba a comprender que nunca volvería a ver a su amigo. Sin embargo, continuaba recorriendo a trote lento toda la costa sur de Irlanda. El hielo anidaba en su barba y sus ojos escarchados recorrían en silencio el maltrecho territorio mestizo vikingo-irlandés.