39

Estaba llegando la Navidad. Realmente, aún faltaba casi un mes, pero a mediados de noviembre Dublín ya se viste de fiesta. Al llegar a casa después del trabajo, con la ropa húmeda como de costumbre, Josep no se acababa de encontrar bien. Se sentía, de pronto, muy decaído y cansado. Se dio una ducha casi ardiendo y se fue a la cama. Durante toda la noche estuvo teniendo pesadillas. Sudores. Frío. Sed. Dolor de cabeza. Fue la peor noche de cuantas recordaba en toda su vida. A las seis de la mañana se despertó por el temblor de sus piernas. Estaba tiritando tanto que no podía parar de rechinar los dientes. Fue temblando hasta el baño y se miró en el espejo. Tenía un aspecto lamentable. La cara blanca. Los ojos hinchados y la frente empapada en sudor. Creía estar cerca de la muerte.

—Tienes la gripe —le decía tranquilamente Kati mientras mordía una tostada una hora más tarde.

—¿La gripe? Esto no es una gripe. He tenido gripe otras veces y no he sentido estar muriéndome. Créeme, estoy muy grave —dijo Josep temblando y con la voz carrasposa.

Kati y Sheelag, otra compañera de casa, rieron.

—No te estás muriendo —insistió ella—. Sólo tienes la gripe. No sé qué tipo de gripe tenéis en tu país pero aquí es así. Algunos ancianos o bebés pueden llegar a morir si sufren complicaciones pero, por lo general, estarás bien en una o dos semanas.

—¿Una o dos semanas? —preguntó Josep alzando la voz para toser acto seguido—. No puedo estar todo ese tiempo sin ir a trabajar.

—Oh, claro que puedes. De lo contrario sí que se te puede complicar.

Josep se sentó a la mesa.

—Ponte algo encima. Te acompaño al centro de salud. Te debería ver un médico. Estás ardiendo —dijo Kati tocándole la frente con los labios.

El médico le recomendó guardar reposo, no salir de casa bajo ningún concepto y tomar jarabe antitusivo, paracetamol, antibióticos y vitamina C. No podría ir a trabajar al menos durante siete u ocho días. Lo cierto era que no se iba a perder gran cosa. En el yacimiento él continuaba siendo la mula de carga y, además, tampoco estaba resultando tan interesante como prometía en un principio. Así que se resignó y se quedó en casa sin protestar. En cuanto comenzó a medicarse, el malestar desapareció. El primer día fue un poco aburrido; estaba demasiado inquieto como para concentrarse en la lectura. Al cabo de dos días pensaba que podía pasar dentro de aquella casa el resto de su vida. Transcurría las horas tirado en el sofá leyendo y aturdido por la medicación. Cada poco se levantaba y comía cualquier cosa sin ningún orden ni sentido, a capricho. Ahora chocolate, ahora patatas fritas. Al cuarto día Kati abrió la puerta del salón.

—Josep, tienes visita, yo me voy a la tienda, ¿quieres algo?

—No. ¿Quién es la visita?

Kati ya no contestó. En su lugar entró por la puerta Sofia.

—Hola, ¿cómo estás?

—¿Qué haces aquí? No esperaba que vinieses —dijo él sorprendido.

—Soy la dueña de la compañía. He de comprobar que estás realmente enfermo —respondió riéndose.

—No te lo tomes a mal, Sofia, pero no hemos hablado en semanas. Tan sólo te has dirigido a mí para decirme: «Josep, haz esto o haz lo otro». ¿Qué coño estás haciendo aquí?

—He venido a follarte.

Esta vez, los dos se rieron.

—Hablo en serio —dijo ella.

—No puedes. Te voy a contagiar la gripe —replicó Josep sonriendo.

—No lo harás si no te beso en la boca.

Cuando llegó Kati, Sofia estaba acabando de abrocharse la chaqueta. Faltó poco.

—¿Ya te vas? ¿Quieres quedarte a cenar?

—No, se me ha hecho tarde. Buenas noches.

Kati entró en el salón donde Josep acababa de taparse con la manta.

—¿Qué ha pasado aquí?

—No tengo ni idea, créeme.

Los días continuaban pasando y Josep se encontraba cada vez mejor. Ya llevaba una semana en casa. Estaba a punto de volver al trabajo. Eran las doce de la mañana cuando sonó su teléfono móvil.

—¿Hola?

—Hola, soy Thomas Scott. Has dejado tu número para que te llame —dijo una voz.

Josep pensó un momento.

—¿Yo? No recuerdo. ¿Thomas Scott?

—Trabajo en el Samuel Beckett Centre, la escuela de teatro. En conserjería me han dicho que querías hablar conmigo.

—Ah, sí, perdona. Me acerqué allí hace un par de semanas. No sabía cuál era tu nombre.

—Bueno, ¿y qué deseas?

—¿Tienes un minuto? ¿Te puedo invitar a un café?

Quedaron en verse en el Café Irie, en Temple Bar. Josep llevaba días sin salir de casa. Al hacerlo se dio cuenta de que todavía no estaba repuesto por completo. Se mareaba un poco aunque todo iba bien. Hacía frío, una niebla férrea lo humedecía todo. Llegó a una fachada pintada de azul en la Fownes Street y subió las escaleras que conducían al primer piso donde estaba situado el café. Los escalones crujían, aquella madera olía a bosque, o quizá fuese el ambientador. Allí se encontró a un tipo rubio vestido con un traje oscuro. Pidió un té con leche y un sándwich y se sentó. Thomas tenía pinta de ser simpático: —Bueno— explicaba Josep tras las presentaciones, —el caso es que ando buscando réplicas de armas medievales. Estuve en un anticuario muy extraño y me dijo que no tenía ni idea pero me habló de la escuela de teatro. Vosotros soléis usar ese tipo de cosas. ¿Me equivoco?

—Vaya, no esperaba que se tratase de algo así. Pensé que eras un productor o qué se yo… —el tipo parecía decepcionado—. ¿Armas medievales…? ¿Para qué las necesitas si se puede saber?

—Si te lo digo, vas a salir por esa puerta.

—Estoy metido en el mundo del teatro. Lo he visto todo.

Bebió un sorbo y continuó hablando al ver que Josep no iba a abrir la boca.

—La verdad es que nosotros utilizamos armas de cartón-piedra y esas cosas. No creo que te sirvan sea lo que sea lo que quieras hacer con ellas.

—Pero, alguien debe de hacer réplicas para películas o cosas así, ¿no?

—No creo que encuentres a nadie que se dedique a fabricarlas.

El tipo movía su café —apenas quedaba un sorbo— mientras pensaba.

—Espera un momento, acabo de recordar una cosa.

Josep le miró extrañado.

—Dave, un compañero del teatro, tiene un hobby un tanto extraño… él y sus amigos se reúnen en el bosque en ocasiones y se dedican a perseguirse unos a otros y pelear vestidos de guerreros. Son una gente muy rara.

—¿Quieres decir tipo paintball pero con espadas?

—Sí, eso es exactamente a lo que se dedican. No se hacen daño, evidentemente, pero vuelven extasiados. Quizá podría pedirle a él algo de material, pero no te va a salir gratis.

—¿Qué quieres decir? Puedo pagar algo si…

Thomas le cortó.

—¿Eres de Valencia, no? ¿Sabes cocinar la paella?

—No fastidies —contestó Josep temiendo lo peor.

El equipo de gente que trabajaban en la escuela había estado actuando en Alicante y se habían quedado encantados con la paella. Si Josep la cocinaba en casa de Thomas, un domingo, este haría lo posible por conseguirle prestado el material. Josep accedió a aquel disparate; llevaba mucho tiempo sin comer paella.