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A finales de septiembre, Murchad ya había conquistado todas las ciudades vikingas de la costa de Leinster… Waterford, Wexford, Arklow y por último la ciudad de Wicklow, que toma el nombre de los montes que se elevan tras ella. El remate final de su epopeya fue la devastación del monasterio de Glendalough. La round tower de treinta y seis yardas de altura, que debía servir para vigilar posibles ataques, no evitó aquel. La comunidad que vivía en torno a estos monjes también sufrió las consecuencias del propósito de Brian de unificar todo el país bajo su mando y el de Dios. Ellos cayeron aun siendo irlandeses y católicos. Las guerras son así. Los hombres son así.

El escaso ejército que lograron reunir Einar, Paul, Yngvar y Bram, obedeciendo las órdenes de Sigtrygg, hizo lo que pudo, pero cuando llegaron noticias de que no esperasen los refuerzos de Dublín la moral decayó. La mayoría de los campesinos que integraban sus filas volvieron a sus hogares, los pocos que quedaban vivos, claro está. Otro gran componente de las fuerzas lo formaban combatientes enviados por Mael Mordha, aunque casi eran voluntarios a título personal. Pero llegó un momento en que incluso estos abandonaron las armas. Los hombres de Einar se adelantaban al paso destructor de Murchad y preparaban las ciudades para su defensa pero no servía de nada. Mil quinientos hombres bien armados pueden destrozar, matar, violar y quemar más allá de lo imaginable. Pero no había maldad en sus corazones. Se sentían con el derecho y casi la obligación de hacerlo. Sus víctimas hubiesen hecho lo mismo en su lugar. Así era el siglo que corría.

Tras aquel sangriento recorrido, Murchad se unió a su padre en el estado de sitio a la ciudad de Dublín. A pesar de que había sufrido bastantes bajas, el ejército que venía del sur de Leinster aún contaba con más de mil hombres, que unidos a las tropas de Brian podían alcanzar una cifra cercana a los tres mil. Aun así, tomar la ciudad continuaba pareciendo una hazaña complicada.

—No podemos atacar sin más —le decía Brian a su hijo—. Debemos tener la certeza de que no nos costará muchas bajas y eso cada día lo veo más difícil. No quiero tener Dublín al precio de perder fuerza militar. Mañana podemos ser nosotros quienes estemos defendiendo nuestra ciudad de Kincora de los enemigos. Esperaremos a que se vean obligados a rendirse. Conozco a Sigtrygg. Es un cobarde pero también es un impaciente.

—¿Y si no se rinden? Puede que tengan abastecimiento de víveres para pasar todo el invierno. Nuestros hombres no soportarán el frío siendo tan disciplinados como hasta ahora. Comenzarán los motines, la apatía, la moral de vuestro ejército decaerá y eso no os lo podéis permitir, padre.

—Bueno, en ese caso nos veremos obligados a volver al castillo de Thomond por un tiempo. Pero no anticipemos acontecimientos. Esperaremos hasta que Dublín caiga. Esos salvajes se matarán unos a otros en cuanto falte la comida.

Los días pasaban y con ellos las semanas, y así un mes y el siguiente. Noviembre se agotaba y el frío comenzaba a ponérselo difícil a los hombres de Brian Boru. La nieve cubría toda la isla de Irlanda. Era uno de los inviernos más fríos que se recordaban, paradojas del destino, tras el verano más caluroso. Los hombres que montaban guardia, tanto a un lado como a otro, lo hacían en torno a un fuego que nunca se apagaba. Dentro de la muralla se comenzaba a mirar toda madera inservible con ojos de necesidad. Empezaba a escasear el combustible. La comida, sin embargo, no iba a faltar por lo menos hasta bien entrado el invierno, si no la primavera. Se encontraban pues ambas fuerzas en un pulso casi estéril.

A mediados de diciembre, en plena tormenta de nieve, con sus soldados ateridos de frío, hambrientos y cansados, Brian Boru decidió volver a Kincora para pasar la Navidad con toda su familia.