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Los días pasaban y Brian y su ejército continuaban acechando la joven y próspera ciudad de Dublín. Aunque el grueso de las tropas estaba asentado en Kilmainham, siempre había un centenar de soldados vigilando cada una de las cuatro entradas de la ciudad, puesto que la quinta, la Linn Snámha Geata, había sido anulada. Ambos ejércitos se mantenían en calma. Rara vez se producía un enfrentamiento e incluso, en algunas ocasiones, entre las almenas y la guardia de las tropas atacantes se mantenían conversaciones. Las pocas bajas que hubo durante aquellos días se dieron entre los hombres de Brian y se debieron en su mayor parte a entrenamientos con arco que hacían los niños vikingos desde las almenas cuando los soldados se distraían. Resultaba dramático para un guerrero morir víctima de las flechas de un niño de siete años que estaba practicando y le utilizaba como diana, pero así era aquella época.

Dentro de la muralla la vida seguía como podía. El aburrimiento y la inactividad hacían que aumentase el consumo de alcohol y por consiguiente las peleas. Tan sólo en una semana llegaron a morir veintidós personas a manos de sus propios vecinos. El comercio, la actividad económica más importante de la ciudad, estaba completamente paralizado. Aunque los Dal Cais de Brian no permitían la llegada y salida de barcos con mercancías, sí que permitían sin embargo escapar de la ciudad a las familias que así lo deseasen. Unas treinta lo hicieron. Se trataba de gente cuyas viviendas se encontraban extramuros y que no disponían de lugares estables en la ciudad donde instalarse. La condición no pactada era que no volviesen a sus antiguas casas fuera de la muralla, sino que abandonasen el reino de Dublín.

Thorgest y El Abdul no se separaban. Como casi todos los hombres de la ciudad, eran obligados a mantener turnos de vigilancia. Una noche, mientras estaban en lo alto de la Tábhairne Fíon Geata, la puerta norte de la ciudad, el musulmán retomó la conversación que abandonaron días atrás, cuando todo comenzaba: —¿Quién?— preguntó El Abdul.

Thorgest le miró sonriendo.

—¿Quién qué?

—¿Quién es la madre de tu hijo? Nunca te he visto hablar con una mujer. Sé que te gusta dormir con ellas y que no pierdes ocasión de hacerlo pero nunca te he visto hablar con ninguna.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Thorgest.

—Me cuesta creer que hayas compartido con una mujer el tiempo suficiente para saber que la has embarazado.

—No es una mujer como las demás.

—Vaya —dijo El Abdul sonriendo—, parece que nuestro guerrero rubio se ha enamorado.

—No me refiero a eso. No es una mujer normal. Es muy bella, sí, y parece que lista pero además es capaz de matar a tres hombres sin pestañear en menos tiempo del que he tardado en decirlo.

El musulmán le escuchaba ya un poco más atento.

—Créeme, El Abdul, no he visto nada igual. Me sacó de entre los cadáveres tras la encerrona de la batalla de Tara. Me alimentó durante semanas y esperó a que me recuperara con el único objetivo de que la poseyera y la fecundara. Se comportó como una niña desvalida para que no la abandonase. Sabía que sólo así conseguiría su propósito. Ahora mi hijo está en su vientre y yo siento que esta isla comienza a hacerme sentir árbol que hunde sus raíces en la tierra.

—¿Y quién es esa muchacha si es que no es tan sólo fruto de tu imaginación?

—La llaman Eimear.

—Bonito nombre.

—Es la sobrina del rey Mael Mordha de Leinster.

El Abdul se levantó del suelo. La oscuridad de la noche impedía ver su rostro pero seguro que era de sorpresa.

—¿La conoces? —preguntó Thorgest extrañado.

—¿Y quién no ha oído hablar de ella en esta isla? No la he visto nunca pero conozco su belleza. También dicen que lucha como un hombre pero no creía que fuese cierto.

—No quieras verte con ella en combate —apuntó Cabellos de Oro.

El viento soplaba fuerte aquella noche de principios de octubre.

—Eres un tabernero, seguro que sabes más acerca de esa mujer que yo.

—Mucho se habla de ella pero no sé hasta qué punto puede ser cierto. Ten en cuenta que casi todo lo que se dice de ti no lo es.

—Dime lo que sepas —insistió Thorgest.

—Se la tiene por sobrina del rey Mael Mordha pero no está muy claro quién es realmente. Lo que sí se sabe es que fue enseñada a luchar bajo la vieja y dura disciplina que era común en la isla hace mucho, cuando se obligaba a las mujeres a acudir al combate.

—¿Cómo dices? ¿Mujeres en la guerra?

—Así dicen que era tiempo atrás. Nadie de los vivos lo ha conocido pero eso cuentan las historias de los viejos. Las mujeres eran entrenadas para luchar y por su mayor agilidad llegaban a hacerlo muy bien. Más importante que levantar una gran espada puede ser saber esquivarla a tiempo.

—¿En qué momento dejaron de hacerlo?

—No sé contestarte. Quizá son sólo historias que cuentan los viejos.

—La verdad es que eso tendría mucho sentido. No he visto a nadie luchar así.

—A la edad de ocho años —continuó El Abdul—, un instructor que había sido guardia personal del rey Murchad Mac Flinn, padre de Mael Mordha, siguiendo las órdenes de este, se la llevó al corazón de los montes de Wicklow, nadie sabe exactamente adónde ni lo que pasó allí durante su severo adiestramiento, pero cuatro años después volvió sola al palacio de Naas a la edad de doce años, convertida en una jovencita. Entonces comenzó su otra instrucción, la de una dama de la corte.

—Creo que tengo una ligera idea de dónde estuvieron escondidos durante esos cuatro años.

El viento continuaba soplando y los dos guerreros miraban el mismo cielo estrellado que se veía desde sus hogares a cientos de millas, miles.