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Tras varias semanas durmiendo en el suelo, Josep por fin iba a tener su propia habitación; un inglés que vivía con Kati se marchaba de viaje seis meses para recorrer Sudamérica. Habían salido con unos amigos a tomar unas cervezas y bailar un poco para celebrarlo. Era sábado por la noche y la ciudad de Dublín, que ya empezaba a vaciarse del tumulto de turistas que todos los veranos la ocupaban como una plaga de langostas, se comenzaba a mostrar tal y como era el resto del año, una urbe en proporción a sus habitantes. Desde las cuatro recorrían los típicos pubs donde solían encontrarse los arqueólogos. Josep intentaba evitar el Porterhouse porque sabía que era fácil toparse con Carlos, ya que los compañeros de Ashbourne continuaban asistiendo allí semanalmente, así que le parecía buena idea dejarse llevar a cualquier otra parte. Habían comenzado la tarde en un pub clásico conocido por ser frecuentado por artistas y bohemios, pero que también era muy visitado por arqueólogos, el Grogans, en William Street. Además, tenía la merecida fama de servir una Guinness muy particular, con un sabor fuerte. El grupo llegaba a alcanzar casi las veinte personas, pero Josep no conocía a más de la mitad. Todos alzaban la voz para contar su propia versión de las historias que eran objeto de risas. En aquel momento era Josep quien gritaba sofocado: —And I said: What are you…?

Justo entonces se abrió la puerta y entró un pequeño grupo de gente. Entre ellos estaba Sofia. Josep no se molestó en ir a hablar con ella, tan sólo levantó la cabeza cordialmente. Las últimas semanas en el yacimiento apenas habían hablado. Ella le había dejado bien claro cuál era su papel en la excavación. El grupo de Sofia tomó asiento junto a ellos. También eran todos arqueólogos. Josep a veces sentía que toda la ciudad lo era.

Todos juntos y cada vez más borrachos iban recorriendo los lugares de costumbre. El siguiente pub fue el Eamon Dorans, en pleno corazón de Temple Bar, donde llenaron al completo la terraza interior. Sofia continuaba sin mediar palabra con Josep. En cambio, parecía no dar tregua a uno de los amigos de Kati, a quien se le veía tan contento que se diría que era la primera vez que hablaba con una chica.

Ya se habían saltado la hora de cenar sin probar bocado. Charlar y beber era suficiente por el momento. Estaban ahora en el Mezz. Como siempre, había una banda tocando en directo. Josep fue al baño. Mientras orinaba jugaba a darle a una botella que navegaba estancada en el meadero y se dio cuenta de lo mucho que había bebido. Estaba acostumbrado a ello y eso hacía que no se le notara demasiado pero la verdad era que le costaba pensar con claridad. Además, el olor a orín y cerveza turbia no ayudaba a mantener las tripas en el sitio. Al salir del baño, el grupo entero había desaparecido. Josep miraba a un lado y a otro pero no conseguía ver a nadie. Las mesas que ocuparon estaban volviéndose a llenar con nuevas personas recién llegadas. ¿Le habían dejado allí? ¿Se habían olvidado de él? Pensaba confuso por el alcohol. Decidió marcharse. Cogió su chaqueta y salió a la calle donde además de los guardias de seguridad había gente esperando para entrar. Una voz le advirtió: —¡Josep! Estoy aquí.

Era Sofia. Por primera vez, desde que se habían encontrado horas antes, le dirigía la palabra. Y estaba sola.

—¿Tienes un cigarro? —le preguntó ella al acercarse.

—Sí, toma, es de liar.

—¿Me lo haces tú? —dijo ella sonriendo con fuerza.

—Claro. ¿Dónde están todos? —preguntó Josep mientras liaba sin siquiera mirar lo que hacía.

—Están de camino a Hogan’s, en el piso de abajo se puede bailar. Es un buen sitio. Yo te estaba esperando. Ellos se han adelantado.

—¿Vamos, pues? —preguntó Josep un poco extrañado.

—Sí, espera un momento.

Josep se dio la vuelta y Sofia se encaramó a él, su lengua se abrió paso entre sus labios como una serpiente y chapoteó en su despistada boca que tardó unos segundos en reaccionar. Lo siguiente fue un espectáculo ridículo y torpe hasta casa de ella. El alcohol puede convertir a una persona en una pobre versión de lo que es, y hacerle creer lo contrario.

La noche fue larga. Reían, se acariciaban, comían, fumaban y volvían a copular. Parecía que no hubiesen estado juntos trabajando durante las últimas semanas apenas sin mirarse y sin cruzar palabra. Allí yacían desnudos como los mejores amantes de la literatura… Tristán e Isolda; Romeo y Julieta; y Josep y Sofia. Cuando el fresco del alba cayó sobre la ciudad les encontró sin aliento.

Por la mañana, Josep despertó el primero. Se quedó inmóvil, en silencio, observando a Sofia. Se preguntaba cuál sería la reacción de ella al levantarse. ¿Se arrepentiría de aquello? ¿Se convertiría en la dura jefa de la empresa que le trataba como si le debiera el favor de haberle contratado? Se incorporó un poco y encendió un cigarro.

Al cabo de un rato ella abrió los ojos.

God moron —dijo en sueco.

Bon dia —respondió Josep en valenciano.

—¿Te apetece un desayuno irlandés completo? —propuso saliendo de la cama.

—Claro. Sería estupendo.

Parecía que Sofia había cambiado por fin de actitud con respecto a él. Lo cierto era que otra cosa hubiese resultado de lo más extraño dadas las circunstancias.

El apartamento de Sofia daba justo al río Liffey. Vivía sola, se lo podía permitir. Estuvieron desayunando y charlando con calma como si se conociesen de tiempo, aunque ninguno de los dos sabía nada del otro: —¿Qué haces aquí? No tienes pinta de ser demasiado feliz— dijo Sofia.

—¿Ah, no? ¿Y qué pinta tiene la gente feliz? ¿Cómo tú, quizá?

—No, yo no lo soy. Si lo parezco, no es cierto.

Un silencio de unos minutos sirvió como aviso de que ninguno de los dos quería profundizar mucho en el otro. Volvieron a la cama por un rato. Al mediodía salieron a comer. Era domingo y todavía hacía buen tiempo. Cambiaron al otro lado del río; se acercaban hacia el centro por Wood Quay. Allí, frente a un enorme edificio gris, ella se detuvo: —Mira, ¿no es horrible?

—¿Qué es?

—Pertenece al Ayuntamiento de la ciudad. Son las Civic Offices. Debajo se encontró hace treinta años el primer y originario asentamiento vikingo de Dublín, es decir, los restos de las primeras viviendas. Se instalaron aquí porque el río Liffey les aseguraba tener de antemano dos lados protegidos, ya que al recibir al río Poddle se formaba aquí un recodo —Sofia se ayudó de las manos para explicarlo—. Los restos que aparecieron se encontraban en una magnífica preservación orgánica debido a que todo había estado casi inmerso en agua. Numerosos depósitos vikingos y normandos de los siglos X, XI y XII.

—Vaya. Es increíble. ¿Y qué ocurrió? —preguntó Josep con interés.

—Hubo mucha controversia en la época. El Ayuntamiento había estado comprando terrenos desde los años sesenta. Cuando dispuso de todos comenzó a excavar y apareció lo que no sospechaban. Hubo una gran movilización ciudadana para impedir que se vaciara el yacimiento y exigir la construcción de un museo aquí mismo para garantizar su conservación. Finalmente, el Ayuntamiento no cedió. Aunque años más tarde admitió el gran error que se había cometido.

Josep miraba el edificio e intentaba imaginar allí el primer asentamiento vikingo.

—Por ese motivo cuando un arqueólogo pasa por delante de las Civic Offices debe escupir en el suelo.

—¿Hablas en serio? No había oído nada de todo esto.

—Pues créeme, todos los arqueólogos de Irlanda lo hacen. —Sofia escupió con fuerza tras decirlo. Josep hizo lo mismo.

El resto del día lo pasaron juntos. Comieron en un restaurante vegetariano, Cornucopia, en Wicklow Street. Charlaron pero sin entrar en temas muy personales y remataron la velada paseando por la ciudad.

Al día siguiente, en el yacimiento, Sofia volvió a su conducta habitual de distanciarse de Josep e incluso no dirigirle la palabra más que para mandarle trabajo. Él no le dio mayor importancia, aunque sintió un poco de pena.