El ejército de barbas, cabellos largos rojizos y piernas desnudas desfilaba en su camino recorriendo toda la muralla de Dublín de oeste a este. La torre de la esquina noroeste fue ignorada por completo. Brian Boru avanzaba sobre su caballo sin dejar de mirar al frente. Los soldados vikingos que se apostaban en las almenas guardaban silencio. El rey Sigtrygg no hizo acto de presencia. Ello le hubiese dado a Brian motivos para pensar que estaba asustado o temeroso. La puerta oeste de la ciudad, la Nua Geata, fue ignorada también. Detrás aguardaban doscientos hombres que la sujetaban con puntales extraídos de árboles cortados tan sólo una hora antes, a toda prisa, una vez que Thorgest dio la voz de alarma. Lo mismo ocurrió con las torres siguientes. A medida que el ejército de los Eóganachta de Munster avanzaba en su camino extramuros, una fuerza de cuatrocientos hombres se movía a su paso en la cara interior de la muralla, preparados para responder al ataque allí donde se produjera. Al igual que la Nua Geata, la puerta de San Nicolás estaba sobreprotegida con otros doscientos guerreros que también la sostenían. Tampoco aquí se detuvo Brian con su ejército. Los hombres, tanto irlandeses como vikingos, ya comenzaban a murmurar y a charlar en voz baja como si de un simple encuentro deportivo se tratase.
El pequeño río Poddle no fue un impedimento para los combatientes de Munster, que lo atravesaron para continuar siguiendo a su rey en aquel silencioso desafío a la muralla de Dublín. También dejaron atrás la pequeña puerta llamada Linn Snámha Geata, que en lugar de verse reforzada con doscientos hombres había sido cubierta por completo con mampostería. Brian levantó en ese momento un poco más la cruz que portaba. Sabía que Sigtrygg aparecería en cuanto llegaran a la altura del castillo, en cuyo interior aguardaban otros cuatrocientos soldados. Y así fue. En la torre suroeste de la fortaleza, en lugar de la guardia que asomaba por el resto de las almenas, tan sólo se encontraba el rey Sigtrygg, también desafiante. Llegado a este punto, Brian Boru detuvo su caballo. Tras él comenzaron a disponerse todos sus hombres.
El Abdul despertó a Thorgest:
—¡Vamos, date prisa! Brian Boru está llegando a las puertas de Dublín. Todas las casas de extramuros ya han sido desalojadas. Tenemos que irnos de aquí.
—¿Irnos? ¿Qué hay de tu negocio? ¿Lo vas a abandonar sin más?
—Los tiempos de paz se han terminado para esta ciudad. Es hora de luchar. Mc Carthey y su familia ya están a salvo dentro de la muralla. Les he dado más de lo que me hubiesen pedido. Con eso podrán montar su propia taberna cuando la cosa se calme.
—¿Luchar? ¿En qué bando vas a luchar, amigo mío, con los irlandeses o con los daneses? Creo que no te has mirado a un espejo últimamente —dijo Thorgest sonriendo—. Eres musulmán; esta no es tu guerra. Ahora eres un hombre libre, no entiendo por qué no vuelves a casa.
—Esta isla tampoco es tu hogar. A ti te esperan en tu tierra, pero yo ya no tengo adónde volver. Tú sin embargo tienes a tu hermana y a tu padre. No hagas que te maten.
—No cometas el error de confundir a tu gente con la mía. Nosotros no cambiamos ni un segundo más de vida por una batalla. Mi padre y mi hermana no querrían verme huir jamás. Y yo moriría antes que hacerlo.
El sonido de los caballos, el roce de las armaduras y los murmullos de ambos ejércitos se apreciaban cada vez más.
—¿Y de parte de quién estás tú? —preguntó El Abdul sonriendo—. Has matado a hombres de ambos bandos, sin distinción, según quién haya pagado por tu espada desde que llegaste aquí, y ahora todos gustarían de verte sin cabeza. Esta que empieza no es guerra de hacer fortuna sino guerra de ideales. Va a ser larga y costosa. No habrá grandes botines que repartir. Tan sólo una isla verde y oscura. Y esta, insisto, no es tu tierra.
Los dos jóvenes estuvieron unos segundos en silencio. El murmullo de ambos bandos continuaba pero ya no iba en aumento.
—Harek ha muerto. Es hora de que vuelvas a casa.
—Querido amigo, en esta isla va a nacer en unos meses mi hijo. Y yo voy a estar aquí para que no le pase nada.
Sigtrygg fue el primero en hablar:
—¿A quién has venido a buscar, Brian, a tu mujer, mi madre, la bella Gormlaith; o a tu hija, mi esposa Slani?
Brian no contestó y ello inquietó a Sigtrygg, quien no pudo aguantar la sonrisa forzada ni un minuto más. Al cabo de unos segundos, que le parecieron horas al rey de Dublín, Brian habló: —Abre las puertas de la ciudad y te dejaré marchar con vida. Puede que incluso te dé una de las ciudades que está conquistando mi hijo Murchad en este momento al sur de Leinster. Si insistes en aliarte con tu tío Mael Mordha no tendré compasión contigo ni con tu madre.
Sigtrygg observó el ejército de Brian. Unos trescientos hombres a caballo y bastantes más de mil sin él pero igualmente bien equipados. Después se dio la vuelta y miró a sus hombres. Los cuatrocientos armados y con mallas protectoras que había en el patio del castillo, los cuatrocientos que venían siguiendo el paso de Brian por dentro de la muralla, los de las almenas del castillo y de fuera y otros tantos esparcidos de forma irregular por la ciudad. Sabía que contaban casi con igual número de hombres. Nadie iba a poder entrar en Dublín en aquellas condiciones. Además, disponía de un arsenal de flechas y lanzas que había sido preparado para partir hacia el sur, así como víveres suficientes para varios meses porque la ciudad ya se había abastecido de los alimentos necesarios para pasar el invierno.
—Este país no te pertenece, Brian. Mi tío Mael Mordha es tan irlandés como tú y mi pueblo se ha ganado tu respeto a fuerza de sangre derramada por ti en tantas otras ocasiones —vociferaba el rey vikingo desde la torre—. Esta ciudad fue fundada por hombres del mar, como nosotros. Por los abuelos de nuestros abuelos, y no nos vamos a marchar. Vosotros, los irlandeses, tenéis fama de ser un pueblo guerrero y valiente pero estáis aún muy lejos de hacer retroceder un paso a uno sólo de mis hombres.
Todos los vikingos del castillo levantaron en ese momento sus armas y gritaron como lo haría una manada de lobos hambrientos. Sigtrygg intentaba infundir orgullo y valor en los suyos. Sabía tan bien como Brian que las batallas no se ganan o pierden de acuerdo a cuántos hombres caen sino a cuántos hombres huyen. Pocas veces se mataba a más de un cuarenta por ciento de oponentes, el resto tan sólo desaparecía.
Brian miraba la muralla como si estuviese buscando un hueco por donde meterse, un punto débil, pero no los había. Tras su marcha triunfal por todo el país en el año 1004 d. C. proclamándose rey absoluto, en la que fue recibido en Dublín con las puertas abiertas —ante la imposibilidad de plantarle cara con una muralla hecha de cualquier manera—, al reforzar la vieja empalizada de madera, el rey Sigtrygg había conseguido construir un muro casi infranqueable. Y también se había provisto de guerreros a sueldo con la destreza suficiente para empuñar dos armas al mismo tiempo y casi ningún escrúpulo para utilizarlas.
—¡Escuchadme, los de ahí dentro! —exclamó Brian—. ¡Abrid las puertas y uníos a mi ejército! ¡Irlanda sabrá recompensaros y yo os prometo tierras y riqueza!
Tras unos segundos de silencio uno de los doscientos hombres que apuntalaban la puerta de San Nicolás cayó abatido; un hacha descomunal le había hecho una brutal separación entre el omóplato y el cuello. Su tórax casi dividido aún se sacudía en el suelo cuando el causante de su mal advirtió dirigiéndose al rey Sigtrygg a voces: —Iba a traicionaros, mi señor, quería abrir el portón.
El resto de hombres que los rodeaban le miraban extrañados. Ellos no habían notado el más mínimo movimiento de aquel que ahora ya no respiraba ni se quejaba. Ni siquiera había abierto la boca. Una voz susurró una aclaración que sólo aquellos hombres más próximos pudieron escuchar: —Mató a su hermano hace un año en Kildare, donde luchaban en bandos diferentes. Se la tenía jurada desde entonces.
Para el resto de los presentes la muerte se debió a lo explicado por el asesino.
—¡Bueno, Brian, parece que nadie más quiere unirse a tus campesinos! —exclamó de nuevo Sigtrygg.
En aquel momento un consejero del rey se acercó a este y le habló en voz baja: —Señor, un par de hombres reclaman entrar en la ciudad por la puerta Dáma Geata para unirse a nuestras fuerzas.
El rey Sigtrygg miró a su hombre de confianza con una cara que no anunciaba nada bueno.
—¿Cómo osas venir a mí con semejante causa en este momento? ¿Has perdido el juicio, Bjorn? Mataría por menos a cualquier otro.
—Señor, uno de ellos es Thorgest, Cabellos de Oro.
El rey abrió sus grises ojos nórdicos.
—Vaya, así que Thorgest —musitó—. ¿Quién le acompaña?
—Es un musulmán que dice ser un hombre libre. Creo que es el tabernero.
—Dejadles entrar pero estad atentos; aunque tenemos a vista a los hombres de Brian puede que haya más escondidos.
Sigtrygg se volvió de nuevo hacia sus enemigos y sonrió. Sentía más fuerte su causa y su ejército si hombres de la fama y la valía de Thorgest se unían a él sin ser reclamados de antemano.
—Brian, coge ese pobre y débil ejército que te acompaña y vuelve a casa. Aquí no tenéis nada que hacer.
Los hombres de las almenas comenzaron a burlarse y a provocar a los soldados de Brian, quienes sabían el gran coste de vidas que les supondría atacar una muralla como aquella, protegida por largas lanzas. El entusiasmo de horas atrás comenzaba a decaer. La paciencia de Brian se agotaba. Sus planes no iban según lo previsto. Tomar la ciudad debía haberse tratado de un simple formalismo una vez que los guerreros de Sigtrygg hubiesen partido hacia el sur de Leinster para defenderlo del ataque de su otro ejército comandado por su hijo Murchad. Pero esa jugada sucia no le salió bien. La verdad es que Brian no era persona de juego sucio. En el año 1002 d. C., cuando marchó a conquistar la ciudad de Tara, capital de Irlanda por aquella época y en manos del príncipe Malachi, monarca absoluto, este le pidió el plazo de un mes para unificar su ejército y poder defenderse. Brian aceptó fiel a la noble tradición irlandesa, así su victoria fue más honrosa aún si cabe. Pero en esta ocasión esa noble tradición había sido olvidada. Seguramente porque si Brian evitaba que corriese la sangre en el castillo de Dublín podría tomar la ciudad sin poner en peligro la vida de Gormlaith, quien a pesar de su edad continuaba siendo la mujer más bella del país, y Brian todavía la deseaba.
La partida estaba en tablas. Brian y sus hombres tomaron el camino de vuelta hacia el bosque de Kilmainham, donde montarían campamento a la espera de organizar una buena ofensiva contra la ciudad. Dublín a su vez se preparaba para una larga y pesada resistencia.