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Los hombres que fueron al bosque de Kilmainham no regresaron. En consecuencia, el rey Sigtrygg ordenó a sus tropas que no abandonasen la ciudad de Dublín. No le agradaba el hecho de aceptar sugerencias de nadie pero sabía que Thorgest tenía razón. Lo supo desde el mismo momento en que este le explicó los planes de Brian Boru. Nadie se atrevería a entrar así en palacio para inventar una historia semejante. La ciudad se preparaba pues para lo peor.

Por su parte, Brian Boru, al recibir las cabezas de los soldados de Sigtrygg, supo que este estaría esperándole.

—No debisteis matarlos. Ahora ya no es un secreto que estamos aquí —dijo Brian.

—No hubo elección, mi señor, se acercaron demasiado al campamento —dijo el jefe de su guardia, aquel hombre tan alto como un roble.

—¿Y también era necesario decapitarlos? No hay nada de honroso en dar muerte al enemigo fuera del campo de batalla. No hay nada que demostrar cortando sus cabezas, pues. Creo que teníais más ganas de matar que de servir a vuestro rey.

Un silencio aterrador acariciaba las copas de los árboles. Los tres hombres que formaban la guardia sabían que las siguientes palabras de Brian podían significar su muerte. Estaba visiblemente molesto.

—Dejad vuestras armas y quitaos las armaduras —dijo.

Los soldados obedecieron. Bajaron de los caballos y se despojaron de sus armas, cascos y distintivos. Ninguno de ellos vaciló o demostró cobardía, aunque los tres sabían que tras hacerlo seguramente morirían y sus armas irían a caer en manos de alguno de los campesinos que formaban el grueso de infantería de aquellas tropas. Brian Boru descabalgó también y les indicó que le siguieran bajo unos árboles. Allí, estuvo unos minutos hablando con ellos y luego, sin mediar palabra, los tres soldados montaron en sus caballos y se fueron al galope. Nadie sabía lo que había ocurrido pero nadie hizo preguntas al respecto. Brian también subió a su caballo. Despacio y sin decir nada, con los ojos arrugados por la edad, iba recorriendo poco a poco y a paso de desfile el largo recorrido en el que sus mil ochocientos guerreros se desplegaban en aquel pequeño flanco de arbolado en medio de tan espeso bosque. Los hombres le miraban a los ojos. La expresión de sus caras transmitía respeto y fidelidad hasta la muerte. Salvo algún ladronzuelo forzado a luchar para enmendar un castigo mayor o los campesinos empujados por la antigua costumbre de formar parte de la reserva militar durante tres años, el resto, la gran mayoría, estaban allí por convicción. Un ejército así haría temblar los cimientos de la misma Constantinopla. Pero no era el caso. La ciudad que les aguardaba sobre aviso era Dublín. Y en sus tripas, el mestizaje de las dos hordas de guerreros más inteligentes, valientes, nobles y asesinos de toda Europa, gaélicos y vikingos, esperaban dispuestos a todo y capaces de ello. Brian levantó el puño y comenzó a hablar mientras cabalgaba ahora ya un poco más al trote: —¡Hijos de Irlanda!— exclamó emocionado. —La ciudad de Dublín nos espera para ser liberada de manos enemigas una vez más —Brian ya la había conquistado simbólicamente en el año 1004 d. C., tras una vuelta triunfante por toda Irlanda con la que se declaró rey supremo—. Matad o morid, pero hacedlo con orgullo.