27

El domingo por la mañana Josep leía la prensa en el porche, en casa de Kati. Su primera noche durmiendo en el colchón del suelo no había sido tan mala pero se había levantado temprano. Era principios de agosto y el barrio de Rathmines estaba en calma. Todos dormían, incluso los olmos que remachaban la calle. En la sección internacional venía una noticia acerca de una ola de calor en todo el Mediterráneo. Se alegró de no estar allí. De pronto comenzó a ponerse nostálgico. Apenas sabía nada de su tío Damián, ni de sus amigos, quienes debían de estar haciéndose muchas preguntas. Algunos mails le iban poniendo al corriente de cosas sin importancia pero no tenía comunicación real con nadie. Era mejor así. Algún día tendría que volver, pero no podía dejarse castigar por algo que no había hecho. Prefería no pensar en ello. En aquella isla cada uno se convertía en quien quería ser porque nadie conocía el pasado de los demás. Josep no quería convertirse en alguien diferente, tan sólo se dejaba llevar. Como un canto rodado. Le tranquilizaba haberse alejado de Carlos, el incidente del pub le podía haber hecho sospechar algo, además del odio que le tenía, pero eso no impedía que supusiese un peligro potencial. De repente, sonó su móvil: —Josep, soy Sean. He hablado con Sofia, la directora de la compañía sueca que se encarga del yacimiento. Me ha costado un poco convencerla pero al final ha consentido. El miércoles comenzamos a excavar; las máquinas están terminando su trabajo.

—De acuerdo —respondió Josep intentando contener la emoción—. ¿Dónde nos vemos?

—¿Conoces la cafetería Simon’s? Está justo en la boca del mercado de la George’s Street.

—Creo que la encontraré.

—A las ocho en punto nos veremos allí.

La mañana continuó a un ritmo perezoso. Cuando Kati se despertó, Josep ya estaba harto del periódico y un poco aburrido.

—Me doy una ducha y nos vamos al centro a comer —dijo.

El lunes y el martes fueron días muy largos. Josep ya se había familiarizado bastante con la ciudad como para dedicarse a hacer turismo y las pocas personas que conocía en Dublín estaban trabajando. Aquel verano era caluroso, y hasta durante la noche, cuando la brisa atlántica peinaba toda la isla, la temperatura era elevada. La mayor parte del tiempo lo pasó en la librería Eason’s, en la O’Connell Street. El martes por la tarde le estaban echando: —¡Vamos a cerrar! ¡Vuelvan mañana!

Josep se dirigió hacia la salida.

—Por ahí ya está cerrado. Salga por la otra puerta.

La otra puerta de Eason’s daba a la Abbey Street Middle, justo al lado del pub Oval. A Josep le sonaba aquel nombre pero no conseguía recordar por qué. Resultaba obvio de dónde provenía; una fantástica galería ovalada sobresalía de la fachada. Eran apenas las ocho y no tenía nada que hacer, así que optó por entrar a tomar una cerveza. No había bebido una en dos días. Era un pub clásico. Gente de mediana edad consumía copas en la barra y también se podía cenar. No había demasiado sitio para acomodarse, así que Josep pidió una Guinness y se dirigió al piso de arriba, donde debía de estar la galería, desde la que presumía que podría observar toda la calle. A medida que subía iba oyendo voces enérgicas, aunque no parecían estar discutiendo, tan sólo hablaban muy fuerte. Una vez arriba, observó a un grupo de personas muy diverso. En aquel momento era un hombre grande con la barba y el pelo cenizosos el que hablaba: —No seáis ingenuos. Todo el debate que se está creando responde a los intereses narcisistas de unos cuantos historiadores. No se ha contrastado ninguna información que demuestre que los vikingos estuvieron en América Central y América del Sur. La única constatación de que disponemos es su presencia en América del Norte y Groenlandia. Todo lo demás es absolutamente falso.

Josep recordó entonces de qué le sonaba el nombre de aquel pub; era donde Kati le había dicho semanas antes que se reunía el Instituto de Estudios Vikingos todos los martes por la noche. Justamente era martes por la noche.

—¿Cómo puedes decir eso? —dijo una mujer de unos cincuenta años con el pelo canoso y corto—. Hay numerosos ejemplos de lazos entre Escandinavia y Sudamérica que no pueden ser explicados de ninguna otra manera. ¿Qué hay de La Pedra da Gavea en Brasil?

—¿Qué es eso? —preguntó un joven vestido con americana y corbata.

—La Pedra da Gavea —continuó la mujer— es una roca que se encuentra entre los barrios de Barra da Tijuca y Sao Conrado en Río de Janeiro. Está a ochocientos cuarenta y dos metros de altura y representa, sin duda alguna, un rostro humano barbudo y con casco.

—Vaya, es asombroso.

—Esa es una interpretación más —matizó el hombre del pelo blanco—. Realmente, a esa roca se le ha atribuido siempre un origen fenicio. Además, no está nada claro que no responda a una formación natural y que la imaginación popular haya querido ver un rostro humano.

—Eso no es así —dijo la mujer un poco más excitada—. En 1839 se hizo la primera expedición geográfica a la piedra y ya entonces se constató una inscripción que se aceptó sin lugar a dudas como fruto de la actividad humana. Inscripción que en alfabeto rúnico habla de la proximidad de una playa con abastecimientos para reparar barcos.

El hombre del pelo blanco soltó entonces una carcajada incisiva. Y añadió: —Esa es la interpretación más interesada que se ha hecho de una inscripción en toda la Historia de la Humanidad. ¿Cómo puedes creerte eso, Pamela? También se ha conseguido ver un texto en lengua fenicia haciendo malabarismos con las grafías y, por último, realizando una lectura al revés, pero eso es rizar mucho el rizo. ¿Por qué motivo iba alguien a escribir una proclama al revés? No tiene ningún sentido. Nadie necesita hacer de difícil lectura una proclama escribiéndola al revés.

—¿Y qué dice, exactamente? —preguntó el chico.

—De las grafías originales se ha llegado a deducir «LAABHTEJBARRIZDABNAISINEOFRUZT» que leído al revés diría algo parecido a «TZUR FOENISIAN BADZIR RAB JETHBAAL». Que se podría traducir como «Tiro, Fenicia, Badezir primogénito de Jethbaal». En el año 856 a. C. Badezir tomó el relevo de su padre en el trono real de Tiro. ¿Es esto una casualidad? Seguramente se le ha echado mucha imaginación a la traducción.

—Quizá se pueda atribuir un origen fenicio a La Pedra da Gavea, pero ¿qué me dices del hecho de que hubiese pobladores rubios y con los ojos claros en el Brasil que se encontraron los colonizadores españoles y portugueses? Eso no pudo ser consecuencia de la llegada de los fenicios a las costas de América porque ellos no tenían estos rasgos característicos. Estos pobladores eran los descendientes de los nórdicos que se establecieron allí mezclándose con los nativos —añadió la señora del pelo corto.

—No debéis olvidar —se animó a participar una joven que estaba comiéndose un plato de pollo al curry con la boca abierta— que hay un sinfín de palabras que no significan nada en las correspondientes lenguas indígenas donde se encuadran y, sin embargo, sí tendrían un significado haciendo una adaptación de cómo se escribirían en alfabeto rúnico; por poneros un ejemplo, Cundinamarca: región colombiana en la meseta de Bogotá, que en danés antiguo significa «frontera del reino de Dane», que como sabéis es Dinamarca.

—Todo eso son pamplinas —acabó zanjando el hombre del pelo blanco—. La arqueología todavía no ha dado ningún fruto que corrobore esa presencia vikinga en Sudamérica. O sea, que no hay nada científico en todo ello.

En ese momento Josep sintió que debía intervenir; carraspeó y dio un paso adelante: —Perdón. ¿Puedo hacer una reflexión en voz alta?

Las doce personas allí presentes se le quedaron mirando extrañadas. Ni siquiera habían reparado en que había un oyente nuevo.

—Sí, por supuesto —contestaron al unísono un par de ellos.

—Bueno, mi nombre es Josep y no sé mucho acerca de los vikingos. Tan sólo lo que he podido ir leyendo de unas semanas a esta parte y no han sido lecturas muy especializadas, la verdad, pero creo difícil que unas personas tan ávidas de nuevos horizontes e ignorantes del riesgo, como fueron los vikingos, atravesaran un océano entero sin saber con seguridad si llegarían a algún lugar o morirían en el mar y, una vez alcanzada esta tierra, no hicieran algo tan seguro como recorrer toda su costa de norte a sur. —Tomó un trago—. Es fascinante todo lo que han dicho desde que he llegado, pero no podemos olvidar el factor humano. Nunca debemos olvidarlo.

El auditorio se quedó en silencio. Mientras recorrían con la vista de arriba abajo a Josep iban pensando en sus palabras. Había dado en el clavo.

—No he querido interrumpir. No sé ni de qué estoy hablando. Pero me parece importante que nos pongamos en su lugar para comprender qué pasó. Y ninguno de nosotros se hubiese detenido sin más. Nadie hubiese renunciado a bordear Sudamérica.

Se quedaron unos segundos en silencio mirándole hasta que uno de ellos que todavía no había abierto la boca dijo: —¿Quién eres tú? Porque obviamente no eres de por aquí.

—Como ya he dicho, me llamo Josep. Soy de Valencia y voy a excavar en el yacimiento vikingo de Temple Bar.

A partir de las diez, los asistentes comenzaron a abandonar la reunión. En media hora tan sólo quedaban allí cuatro personas; el hombre de barba y pelo blancos, que se llamaba Ian; la mujer de pelo corto que fue aludida por el nombre de Pamela; una chica rubia que no había abierto la boca en toda la noche; y Josep. La chica rubia, ahora que el grupo se había reducido tanto y la conversación era más distendida, comenzaba a intervenir. Y parecía que sabía perfectamente de qué hablaba. Ian era profesor de Historia en la Universidad de Trinity College. Se consideraba a sí mismo como un descendiente directo de Brian Boru, ya que se apellidaba O’Brien, que es una evolución etimológica de Brian: —¿Recordáis aquel capítulo de Star Treck —las cervezas que había tomado rematadas por un güisqui de Tullamore le hacían cercanamente simpático— en que Mile’s O’Brien reclama ser descendiente directo de Brian Boru? Yo también lo soy. Todos los O’Brien lo somos. Gaélicos, irlandeses de pura cepa, hijos de la vieja y verde isla que ha soportado y resistido las invasiones desde tiempos inmemoriales. Pero he caído en desgracia y he deshonrado a mis antepasados —respiró hondo y vació el vaso—; mi mujer es una vikinga —«su mujer es de Noruega», apuntó rápidamente Pamela, sonriendo—, mis hijos por lo tanto son Gall-Gael —«niños guerreros vikingo-irlandeses»—, vivo en una ciudad vikinga como es esta y lo peor de todo es que daría mi vida por ver un drakkar remontando las frías aguas del viejo río Liffey.

—¿Cómo te casaste con una noruega? —preguntó la chica rubia, quien parecía no conocer apenas a Ian y a Pamela.

—Fue hace mucho tiempo. Cuando hice mi tesis doctoral. Estuve casi un año excavando y estudiando el yacimiento del pueblo vikingo de Loks en Noruega. Allí la conocí.

—¿Excavabais juntos? Eso no lo sabía —dijo Pamela.

—No, en absoluto —respondió Ian sonriendo—. Ella era la hija de mis caseros. Durante todo aquel tiempo les alquilé una habitación a sus padres.

—Vaya, alquilaste algo más que la habitación.

—¡Te equivocas! —exclamó orgulloso Ian, que parecía estar aguardando una insinuación como aquella—. Durante aquellos doce meses no le toqué ni un pelo a Hanna. ¡Demonios! Ni siquiera le dirigí la palabra. Me comporté como un caballero. En mi última noche allí corría el mes de julio y hacía buen tiempo. Después de la cena, su padre me invitó a una copa en el porche. El verano noruego es lo más bonito que he visto nunca. Por aquel entonces yo fumaba cigarros y le ofrecí uno. Allí sentados, comenzó a hacerme unas preguntas muy extrañas; dónde vivía en mi país, si conservaba a mi familia, cuántas novias había tenido, si había estado en la cárcel… Todo ello me pareció muy embarazoso, pero aún faltaba lo peor. En aquel momento se levantó de la mecedora y llamó a su hija. Hanna se presentó allí tan sorprendida como yo lo estaba y casi tan roja, nadie puede hacerlo tanto como un irlandés. Entonces dijo: «Ya que ninguno de los dos ha tenido el valor de hablar con el otro en un año entero seré yo quien lo haga; si dejáis una palabra por deciros, quizá lo lamentéis toda la vida. El tren nunca da marcha atrás. Voy a acostarme».

—Y ¿qué pasó? —preguntó la chica rubia.

—Que nos casamos.

—¡Eso es muy romántico! —exclamó Pamela.

—No puedo creerlo —intervino Josep—. ¿Os casasteis y ni siquiera os conocíais?

—Te equivocas, chico. Yo la conocía perfectamente. Llevaba un año observándola. Sabía perfectamente cómo caminaba, cómo sorbía la sopa, hasta cómo doblaba su servilleta, lo sabía todo de ella. Soñaba con ella. La tenía tan cerca y tan lejos a la vez, que a veces pensaba que iba a perder la cabeza. Desde mi cama, por las noches, creía poder oír su respiración. En el yacimiento apenas atinaba a responder a las cuestiones del equipo y si me preguntarais ahora cuántas chicas trabajaban conmigo no podría responderos. Tan sólo ella, ella y nadie más desde hace ya treinta y dos años.

Se quedaron en silencio tras aquella aireada declaración de amor.

—Creo que es hora de irme. Mañana tengo que entregar un artículo —dijo Ian como punto y final.

—Yo también me voy. Es tardísimo —se sumó Pamela.

Durante unos segundos, Josep y la chica rubia se quedaron en silencio jugando con sus bebidas. Ambos se sabían examinados disimuladamente por el otro y es duro enfrentarte a examen por una persona que te resulta atractiva. Tal vez si ellos hubiesen sabido que el sentimiento era mutuo hubieran actuado con más naturalidad.

—¿Así que vas a trabajar en el yacimiento vikingo de Temple Bar? —preguntó ella al fin.

—Sí, estaba deseando trabajar con vikingos y he encontrado esta oportunidad.

—¿Nunca antes has trabajado con ellos? —preguntó en un tono que incomodó a Josep.

—No, la verdad es que he leído mucho acerca de todo su mundo pero no he tenido la suerte de… —Josep pensó un segundo y corrigió— bueno, la verdad es que he trabajado en una vikinga descontextualizada de un yacimiento Early Christian. Un esqueleto bastante bien conservado que, sin embargo, no pude terminar de excavar por los prejuicios de un campesino. Esa es toda mi experiencia.

—Ya veo —dijo la chica con una sonrisa peligrosa en la boca.

—¿Qué ocurre? —preguntó Josep, quien se había percatado de que algo pasaba.

—Nada. Tan sólo estaba pensando.

Continuaron hablando durante un rato, hasta que a las once y media, con las mesas recogidas y la escoba en la mano, el barman les pidió que se marcharan.

A la mañana siguiente, Josep acudió puntual a la cita en la cafetería Simon’s. Allí estaba Sean con un grupo de arqueólogos. Se suponía que era gente con mucha experiencia. La mayoría de ellos llevaban años trabajando como directores pero ahora iban a volver a arrodillarse en el sucio barro de Temple Bar. La ocasión lo merecía. Había muchas expectativas puestas en lo que podía aparecer bajo una casa que había estado allí erigida por lo menos durante los últimos tres siglos. Y donde, anteriormente, y con toda seguridad, había sido cubierto el establecimiento de época vikinga y posteriores, lo que garantizaba casi un estado de congelación histórica. En aquella época, Temple Bar estaba extramuros pero ya gozaba de mucha actividad. En realidad, no era más que un camino con casas a ambos lados pero el hecho de que se encontraran fuera de la muralla hacía que quien allí viviera fuese a la fuerza gente diestra con las armas que no conociese el miedo. Además, la única posada de la zona era un trasiego de asesinos, ladrones y héroes. Todo ello prometía ofrecer uno de los yacimientos más interesantes y formadores del verano en todo el país.

Josep pidió un té con leche y se unió al grupo. Allí estaba Anna, su compañera noruega de Ashbourne responsable de que él estuviese ahora en el equipo. En ese momento estaban hablando de la directora de la compañía: —No pensé que fuera tan joven cuando hablé con ella por teléfono la primera vez— dijo una mujer alta y esmirriada como una sombra.

—Lo cierto es que sorprende tanta madurez en una persona de su edad. ¡Podría ser hija mía! —exclamó Sean.

—¿Pero es ella realmente la propietaria? ¿Cómo puede tener tanto dinero? —preguntó casi en tono retórico Anna.

—Ahí está —advirtió uno del grupo reclamando cambiar de tema.

Josep se volvió y allí estaba ella. Era la chica de la noche anterior en el pub Oval. Se quedó completamente petrificado. El tiempo se detuvo, hasta las motas de polvo suspendidas en el aire. No podía ser.

—Hola a todos. Hola, Josep.

—No sabía que os conocierais —dijo Sean mirando a Josep exigiendo una explicación.

—Nos conocimos anoche —contestó ella en tono de reprobación.

Josep todavía no podía articular palabra. Le había confesado a la directora de la compañía sueca para la que iba a trabajar que no tenía experiencia alguna en excavar yacimientos vikingos. Sean le iba a matar cuando se enterase. Él había estado mintiendo por Josep para que le diesen el trabajo. Los dos permanecían en silencio, con los rasgos serios y mirando a la chica. Esperaban un reproche, un tirón de orejas o en el peor de los casos, un despido, si no dos.

—No me preguntaste mi nombre. Soy Sofia. Bienvenido a nuestro pequeño y sufrido equipo de vikingólogos.

—Creía que la directora era sueca —dijo Josep.

—Y lo soy —dijo ella con cierto orgullo.

Josep no tenía un nivel de inglés lo suficiente alto como para discernir el acento. Había dado por supuesto que la chica era irlandesa.

Mientras los demás acababan el contenido de sus tazas y se preparaban para salir, Sofia se le acercó: —¿Sabes que te voy a tener cavando y cargando carretillas de tierra hasta que me canse, verdad? Lo más que te vas a acercar a un esqueleto va a ser al mío para pedirme que te despida.

Josep cerró los ojos y asintió con la cabeza.

Thorgest abandonó el castillo y cruzó la muralla de Dublín por la puerta este, la Dáma Geata. Atravesó el puente que salvaba el río Poddle y continuó caminando. Allí había una serie de casas a ambos lados del camino. Justo donde ahora se encuentra la Dame Street. Nadie en su sano juicio viviría extramuros de una ciudad tan peligrosa como el Dublín de principios del segundo milenio. Pero él iba tras la pista de su amigo Harek; se negaba a creer que hubiese muerto. Al poco, se detuvo frente a una edificación de madera más grande de lo normal y con un gran portón. Era una taberna. Comenzaba a anochecer y no había probado bocado en todo el día. Nórdicos e irlandeses compartían el gusto por la bebida y la comida, aunque fuese tan extraña como la que se podía tomar en la casa de un extranjero. Al abrir el portón, Thorgest echó un vistazo rápido; no quería sorpresas. Todo estaba correcto. Ningún antiguo enemigo ni causa pendiente de justicia le aguardaba en las mesas. La más alta, que se utilizaba para servir la comida y almacenar la vajilla, estaba presidida por un hombre de piel oscura vestido con una chilaba que daba órdenes a otro hombre, a una mujer de mediana edad y a dos chicas jóvenes que, a la vista, parecían integrar una familia. Estos se apresuraban a llevar comidas y jarras de una mesa a otra. Thorgest se abrió camino entre la gente y llegó a la mesa de servir. El hombre de piel oscura se dirigió a él: —Sabía que ibas a venir. Siempre que me duele la herida del costado tú apareces.

—Te recuerdo que te salvé la vida. Deberías arrodillarte como un perro en mi presencia.

En sus ojos rasgados se veía el aprecio que le tenía a aquel hombre. Se dieron un fuerte abrazo y Thorgest recibió dos besos en cada mejilla. Después, el vikingo puso de nuevo la cara seria que le acompañaba desde el alba.

—El Abdul —dijo su nombre como punto y aparte de la alegría del encuentro—, estoy muy preocupado por Harek. Temo que haya muerto.

—Lo sé —respondió el árabe con igual rostro de preocupación—. Creí que podías haber corrido la misma suerte; se dice que no se salvó nadie de la trampa que os tendieron Ivar, el Viejo, y Malachi.

—Es una larga historia… pero quien me rescató asegura que no quedó nadie más con vida.

—Antes de nada, ¡siéntate y come! Más tarde me lo contarás todo. Me alegro de verte, amigo mío —dijo El Abdul.

El tráfico de la mañana era denso. La calle olía a café y goma de rueda. Era temprano pero el sol había salido hacía horas, y la luz bañaba los charcos. Sofia y Sean iban adelantados por la Dame Street. Detrás y formando dos grupos les seguían el resto de arqueólogos, que todavía se ponían al corriente de sus últimas aventuras de trabajo. Al final y observándolo todo sin perder detalle caminaba Josep. Parecía que no iba a disfrutar de la misma confianza que le habían brindado en el yacimiento veintiuno de Ashbourne, donde no tardó en poder trabajar con los esqueletos. Había comenzado con un tropiezo que iba a condicionar toda la excavación. Aun así consideraba que era una oportunidad única para aprender. Ninguna facultad del mundo le iba a proporcionar un conocimiento tan preciso e íntimo del mundo vikingo. Y es que, desde que supo que el esqueleto del yacimiento de Ashbourne era probablemente de una nórdica, su interés por ese pueblo había ido creciendo a medida que lo estudiaba. Ahora iba a meterse de pleno en ello. El yacimiento se presumía como uno de los más importantes de los últimos años.

La cabeza de la pequeña procesión de chalecos reflectantes se detuvo frente a un muro y fueron formando un gran corro en torno a la puerta metálica que separaba la calle, repleta de coches, del pasado más recóndito de la vieja ciudad. El umbral se le antojaba a Josep como una auténtica puerta del tiempo. Se fijó en que para el resto de sus compañeros aquel momento de espera para abrir un candado era una rutina más que cotidiana, pero para él era algo emocionante. Por fin, Sofia abría la reja y comenzaban a pasar de uno en uno. El último, y como iba a ser costumbre para todo, fue Josep. Con un pie dentro y otro fuera, como si estuviese entre dos épocas, se quedó inmóvil. Miró a lo largo de todo el solar que las máquinas se habían encargado de limpiar de escombros tras el derrumbe de la casa de época victoriana y no vio nada. Tan sólo un solar. A su derecha había un hombre de unos cuarenta años que llevaba el pelo precisamente peinado y encoloniado con la ralla a la izquierda y unas enormes gafas de vista. Este miró a Josep en espera de la pregunta que su cara anunciaba: —¿Dónde está el yacimiento?

El hombre repeinado puso cara de extrañeza y contestó muy despacio puesto que advirtió que Josep era extranjero: —Aquí mismo. Esto es el yacimiento.

Josep comprendió en aquel momento que en la excavación de Ashbourne todo estaba ya en marcha cuando él llegó. Nunca antes había trabajado como arqueólogo y aunque había aprendido mucho sobre antropología forense hasta haberse convertido casi en un especialista en tan sólo medio año, la verdad era que no tenía ni idea de nada más. Había sido tan ingenuo de pensar que se iban a encontrar un yacimiento perfectamente definido y no un solar como el que les aguardaba en silencio en las sombras húmedas de Temple Bar. Había mucho trabajo que hacer antes de que llegaran las fotos de la prensa.

La casa contigua al solar, y que era propiedad del Ayuntamiento, se iba a convertir en la base de operaciones. Allí dispondrían la oficina con los hallazgos y también guardarían el equipo y las herramientas. Había una puerta por la que se accedía directamente sin salir a la calle, lo que facilitaría mucho la discreción. Lo primero que hicieron todos fue firmar los contratos de trabajo. Josep advirtió que había una cláusula de no divulgación que también prohibía tomar fotografías. La cosa era seria.

Aquel primer día la tarea consistió en levantar una superficial capa de tierra de unos dos centímetros de grosor con la ayuda de una especie de azadas de mango largo que Josep no había visto nunca antes. El objeto de aquello era adivinar los diferentes tonos de color del suelo que denotarían antiguas estructuras o restos de fuego. Josep no perdía detalle de todo lo que ocurría allí. Pero intentaba disimular su ignorancia. Sofia no le permitiría más déficits de los que ya conocía.

El segundo día la oficina ya parecía otra cosa. Las paredes comenzaban a tener planos colgados y Sofia tenía una mesa llena de papeles. Sean estaba fuera con el resto del grupo pero su trabajo no contemplaba que se manchase las manos. Aun así no dudaba en quitarse la cazadora y sudar veinte minutos rectificando con un pico algún error que hubiese dejado la máquina excavadora. Una vez que la cubierta de dos centímetros de tierra había sido despejada y depositada en lo que comenzaba a ser un gran montículo, llegó el momento de troweling back. Los nueve, contando a Josep, formaron una fila con el torso hacia la pared y, con las paletillas de hoja de cinco centímetros, se dispusieron a levantar de nuevo la superficie pero ahora con un cuidado mayor y consiguiendo más uniformidad y precisión. Se comenzaban a ver claramente algunos trazos. Avanzaban hacia sus espaldas e iban demarcando con la punta de las paletillas las figuras que aparecían tras su paso. Más tarde ya habría tiempo para determinar cuáles de ellas correspondían a vestigios del pasado y cuáles eran simplemente manchas producto de descomposiciones orgánicas o simples efectos de reacciones minerales.