26

Thorgest se alejaba de Naas cabalgando despacio. Estaba orgulloso de haber recuperado su espada y descansaba la mano izquierda sobre ella. Eimear le había obsequiado con un caballo blanco con las crines negras similar al que él tenía y que ella había sacrificado para alimentar a ambos en su extraña convalecencia en las montañas de Wicklow. Había hecho la promesa de volver diez años más tarde pero no estaba muy seguro de seguir vivo para entonces. De todos modos, no tenía por qué deambular por ahí hasta ese momento. Quizá sería buena idea volver a casa por una larga temporada. A lo mejor formar una familia y criar hijos sanos y fuertes. Pero ya tenía un hijo en camino y eso le desconcertaba un poco; no sería inteligente comenzar una cosa sin terminar antes otra. De repente, le vino a la cabeza el recuerdo de su gran amigo Harek. Le costaba aceptar la posibilidad de que hubiese muerto. Habían luchado juntos demasiado tiempo y se había acostumbrado a tener las espaldas cubiertas. Durante medio año, cada vez que miraba hacia atrás, su amigo estaba observándole; llegó a pensar por un tiempo que le enviaba el mismísimo Odín para protegerle. En tan sólo ocho meses le había salvado la vida tres veces. No porque Thorgest no supiera defenderse o hubiese topado con un rival superior, sino porque se exponía demasiado en las batallas. Siempre era el primero en romper filas para correr hacia la línea enemiga y solía luchar con varios adversarios al mismo tiempo. Era como si tuviese prisa. Como si tuviese miedo de no vivir lo suficiente para asesinar al máximo número de enemigos posible. Y tras él, en todas aquellas hazañas, estaba siempre Harek cuidándose de que fuese imbatible. Así fue cómo creció la leyenda de Cabellos de Oro; sin embargo, nadie conocía a Harek, y es que él había querido permanecer en la sombra desde que sus caminos se cruzaran en aquel muelle de Jutlandia.

Thorgest acababa de llegar a puerto proveniente de las tierras más orientales, en Suecia; era mucha la agitación aquel día porque había arribado un gran cargamento de esclavos traídos desde Al-Andalus; una treintena de drakkarshabían atacado la costa y apresado a todo un pueblo. Tan sólo dejaron allí abandonados a su suerte a los ancianos y a los enfermos. Las ya en exceso asaltadas costas más noroccidentales de Europa habían dejado de ser presa fácil y, por ello, la búsqueda de esclavos obligaba muchas veces a desplazarse más al sur, llegando a la Península Ibérica o incluso al norte de África. Pero los esclavos de estas áreas tan alejadas, por norma, sólo eran vendidos para realizar trabajos agrícolas o como mano de obra para muelles y almacenes de grano porque por su tono de piel y cabello tan oscuros no eran bien acogidos para realizar tareas propias del hogar como cuidar de los niños, mantener la limpieza, atender a la mujer de la casa o ser objeto de las necesidades sexuales de toda la unidad familiar. El revuelo se formó debido a que los esclavos de aquel poblado eran particularmente de tez clara, a tener en cuenta por su procedencia. Todos sabían que con esa piel tan poco oscura y tiñéndoles los cabellos de rubio podrían ser vendidos a un precio más alto, tanto como hubiesen podido alcanzar nativos apresados en las costas de Bretaña o Irlanda. El mejor puerto para la trata de esclavos, principal moneda de cambio de los vikingos en la ruta norte del Mar Báltico, era sin duda alguna Haithabu. La venta comenzó por los hombres jóvenes. Al tercer esclavo vendido le siguió uno en especial esbelto, guapo y aparentemente sano. Erika, hija de Leif, quiso comprar este esclavo y ofreció el peso de tres marcos en plata. Pero su marido, que había sido avisado por chismosos de tan descarado acto de desafecto público hacia su persona, apareció con la intención de matar al esclavo, pagando, eso sí, su precio al vendedor. Thorgest miraba la escena con curiosidad pero sin intervenir. Cuando parecía que nada iba a salvar al muchacho de ser partido por la espada de Harald, Harek apareció de entre el auditorio: —Yo iba a comprar ese esclavo antes que tu mujer. Si tienes problemas en casa, te aconsejo que los soluciones pero que no afecte eso a mis intereses.

Harald se apresuró a mirar al comerciante frunciendo el ceño y Harek también lo hizo a modo de amenaza de lo que le pasaría si no corroboraba su historia. El vendedor bajó la cabeza y quedó mirando al suelo; temía a ambos hombres por igual. El esclavo se mantenía erguido y serio. Parecía que entendía perfectamente lo que hablaban aquellos hombres barbudos pero no mostraba tener miedo.

—No oses oponerte, Harek, nadie se pondrá de tu lado. Voy a matar a ese esclavo —dijo Harald sacando su espada de la vaina.

Entonces tres hombres de entre la muchedumbre rompieron filas y se unieron a él desafiantes hacia Harek. Este les sonrió, no parecía temerles. Thorgest miró al cielo y suspiró en señal de resignación; desde pequeño le habían educado para implicarse siempre en las causas nobles. Se acercó a Harek al tiempo que desenvainaba su espada.

—¿Quién eres?

—Me llaman Thorgest, el hijo de Höskuld de Uppland, y voy a salvarte la vida.

Mientras hablaban, siete hombres más que acudían apresuradamente al muelle se incorporaron a la disputa de parte de Harald. Erika, al ver que no obtendría el esclavo de ninguna manera, decidió abandonar la plaza. Le traía sin cuidado lo que le ocurriese a su marido.

—No te metas en esto, extranjero —advirtió Harald.

—Sois once contra dos y todavía tienes miedo. Tu mujer hace bien comprando esclavos. Nadie gustaría de traer hijos como tú al mundo.

Thorgest puso el filo de su espada en el cuello del mercader.

—Abre las cadenas —dijo.

Una vez libre el esclavo, Harek le lanzó un hacha de doble filo, tan popular entre los vikingos. Este la cogió al vuelo y miró a los once oponentes con desafío. Esto acabó de enojar a Harald.

—¡Vais a morir ahora! —gritó.

El más grande de sus amigos, que medía casi siete pies de altura, salió en embestida cortando el aire con un hacha en cada mano. La punta de la espada de Thorgest entró por su boca y salió por su nuca. Un suspiro mudo salió de su garganta. Después se desplomó. Esto consiguió hacer enloquecer al resto, que atacaron con una vigorosidad tal que los tres nuevos compañeros apenas tuvieron tiempo de reaccionar. Golpes de metal, algún quejido contenido y mucha sangre convirtieron el puerto más comercial de Escandinavia en un campo de batalla. Tras unos minutos de duro enfrentamiento, Harald consiguió acercarse al esclavo y le agujereó el costado con la espada. Apenas medio segundo después un hacha empuñada por Harek le separaba la mandíbula del resto del cráneo para siempre. Al caer Harald, los cuatro de sus diez amigos que quedaban en pie se detuvieron. Extenuados, miraron a su alrededor y despacio se fueron marchando en silencio. Aquello era un punto y final. Sin rencores.

Thorgest continuaba su camino hacia Dublín cuando oyó aproximarse unos caballos al galope. En tierras de Leinster no pensó que se tratase de un peligro y no se molestó en ocultarse fuera de la senda. Cuatro caballos montados por nórdicos se acercaron hasta detenerse a su lado. Tanto el rubio como ellos estuvieron unos segundos en silencio observándose mutuamente. Una vez quedó claro que nadie quería problemas, uno de ellos preguntó: —¿De dónde vienes?

Thorgest, intentando no despertar sus sospechas, iba haciendo inventario de cuán armados iban. La verdad era que no les faltaba nada: hacha, escudo, espada, malla de protección y por supuesto casco; no eran guerreros corrientes pero eso ya lo indicaba el hecho de que fueran a caballo.

—Vengo de Naas y me dirijo a Dublín. ¿Quién lo pregunta?

—Me llamo Einar, hijo de Gest de Göthland, y ellos son Paul, Yngvar y Bram.

—Yo soy Thorgest, de Uppland.

—Vaya, somos casi vecinos —dijo—. Un momento, ¿eres Thorgest? ¿Cabellos de Oro?

—Ese es mi nombre —dijo con orgullo.

—Se rumorea que no salió nadie con vida de la batalla de Tara. ¿Cómo pretendisteis tomar una ciudad así?

—No pretendíamos tomar la ciudad. Ivar, el Viejo, nos pidió ayuda para defenderse de Malachi, quien según él planeaba atacar Limerick con el beneplácito de Brian Boru. Así que fuimos juntos a atacar a Malachi para llevar la lucha a terreno enemigo pero, como ya sabréis, Ivar nos traicionó y la batalla fue una carnicería. Supongo que querían deshacerse de un gran número de guerreros extranjeros que seguro acabarían siendo un problema en un próximo enfrentamiento. Lo que significa que Ivar está de parte de Brian Boru y de Malachi desde hace tiempo quizá. Puede que estén planeando una gran ofensiva.

—Y así es. Murchad, el hijo de Brian Boru, está devastando el sur de Leinster con una fuerza de más de mil quinientos hombres. Está a punto de llegar a Wexford y todos los reyes nórdicos de la costa se preparan para resistir en sus ciudades. Wexford, Kilkenny, Carlow… todas corren peligro. Se está formando una gran alianza vikinga para hacerles frente —contestó el que hacía llamarse Bram, que parecía ser el más joven, no tendría más de catorce años.

—Sigtrygg, rey de Dublín nos envía en adelanto a las tropas que está organizando para que alistemos soldados entre los campesinos —intervino de nuevo Einar.

—Tened cuidado. A Mael Mordha no le gustará que andéis escamoteándole campesinos capaces de luchar —advirtió Thorgest.

—No te preocupes. Quizá no seamos Cabellos de Oro pero hasta el chico —dijo señalando a Bram— ha matado a más hombres de los que puede recordar.

—No he querido ofenderos. Os deseo suerte. Yo continuaré camino a Dublín, he de encontrarme con alguien —no desistía en su empeño de comprobar por sí mismo que Harek había muerto—. Quizá cuando lo haga, me una a vosotros en la batalla contra esos malditos Dal Cais.

Los cuatro jinetes se alejaron al galope hasta perderse en la niebla y Thorgest continuó su camino, pero quedó preocupado por si Mael Mordha quizá no estaba al corriente de la incursión de los Eóganachta al sur de Leinster. Por un momento pensó en volver y advertirle, pero ese no era su problema. ¿O quizá sí? Su hijo iba a nacer en el seno de aquel reino y concebido por sangre real, podía ser que aquello le situara en un plano de más implicación en las luchas fratricidas por el poder de la que había sentido hasta aquel momento, cuyo interés sólo había estado motivado por el botín de la victoria. Al fin y al cabo, era por el bien de su hijo. Pero ¿y si en verdad se veía en la necesidad de volver para advertir a Mael Mordha y proteger así a la chica, a Eimear? Por un momento, Thorgest detuvo su caballo, giró la cabeza y miró el trayecto que debería deshacer para volver a Naas. Necesitar a alguien era un precio muy caro que había decidido hacía años no pagar nunca. Miró de nuevo hacia delante y continuó cabalgando.

Al cabo de una hora ya podía divisar Dublín a lo lejos. Fue entonces cuando sintió un murmullo lejano. Al principio pensó que podía tratarse del propio fluir de la ciudad. Einar le había dicho que el rey de Dublín, Sigtrygg, estaba organizando todas sus tropas para enviarlas al sur en ayuda de los reinos de la costa de Leinster, atacados por Murchad. Pero le pareció estar aún demasiado lejos y, además, el ruido crecía a un ritmo mayor del que él se acercaba. En aquel momento cayó en la cuenta de que el runrún venía directo del centro del bosque de Kilmainham. Optó por salir del camino, allí estaba a merced de lo que pudiera suceder. Se adentró en la arboleda y se dejó guiar por el rumor. Al poco tiempo comenzaba a distinguir algunas voces entre tanta algarabía. Parecía que se trataba de irlandeses. Desmontó y ató su caballo a un árbol. Él continuó acercándose despacio. Ya estaba a escasas cincuenta yardas cuando su vista comenzó a distinguir algo. Eran soldados. Cientos, puede que miles de ellos. ¿Podían ser los hombres de Mael Mordha, que no sabría de la incursión de Murchad, el hijo mayor de Brian Boru, por el sur e iban a unirse a las tropas de Sigtrygg? La verdad es que no parecía que fueran a ninguna parte. Estaban parados. Como esperando una señal. Más bien se diría que estaban ocultándose. No parecía lógico que los hombres de Mael Mordha tuviesen que esconderse de aquella manera. ¿Quiénes eran entonces aquellos soldados? No portaban banderas o estandarte alguno. Al menos no eran visibles desde donde observaba escondido Thorgest. Tampoco podían ser los hombres de Malachi porque estos que tenía a la vista iban bien armados y mejor equipados, con protección en su mayoría, y el ejército de Meath era mucho más austero en armamento e integrado en su mayor parte por campesinos llamados a filas. Ningún otro rey irlandés podía convocar una fuerza de combate tal a excepción de Brian Boru, pero sus tropas estaban atacando el sur de Leinster, no podían estar al norte al mismo tiempo. A no ser que el ataque a la costa sur de Leinster fuese una trampa. En aquel momento oyó una voz ante la cual cada uno de los cientos de soldados allí congregados guardaron el mayor de los silencios y el bosque de Kilmainham se convirtió en un cementerio donde no se oyeron por unos segundos ni los pájaros.

—Hombres de Munster —dijo la voz—, la ciudad de Dublín va a caer en nuestras manos. Pero debéis tener paciencia. Tan pronto como sea posible nos pondremos en marcha. Hasta entonces no quiero oír una sola voz o relinche.

Sólo había una persona capaz de pronunciar aquellas palabras y contener a aquel ejército. Brian Boru, rey de Munster, estaba a punto de atacar Dublín. Thorgest se apresuró en volver a su caballo y salir del bosque sin ser visto. Al hacerlo, tuvo que esquivar a un par de guardias que no vio al llegar, uno de ellos era alto como un roble. No hubo problema en hacerse invisible. Tan pronto como salió de entre los árboles se puso a cabalgar al trote hacia Dublín.

Al poco rato estaba llegando a la puerta sur de la muralla. Allí se podían ver los preparativos para la marcha de las tropas. Cientos de soldados se organizaban para partir hacia Wexford con el propósito de unirse a la coalición vikinga y defender Leinster de las tropas de Murchad. Las pisadas habían convertido el lodo de las entradas a la ciudad en un barrizal. Thorgest se había olvidado de Harek; tenía que hablar con el rey Sigtrygg inmediatamente. Se presentó en el castillo: —Debo hablar con el rey Sigtrygg— dijo Thorgest a los guardias de la puerta.

Estos ni siquiera pestañearon. Continuaron mirando al frente. El rubio insistió: —Escuchadme, es urgente que hable con Sigtrygg. Es de vital importancia para la ciudad de Dublín.

Los guardias se cruzaron una mirada pero continuaron en silencio.

—¡Está bien! —exclamó Thorgest enojado—. Sacad las espadas.

Cuando la guardia real se cansó de golpear a Thorgest, le llevaron ante el rey. Lo hubiesen matado pero habrían corrido la misma suerte por tomarle a Sigtrygg su derecho a disponer de la vida de cuantos estuviesen en su ciudad.

—¿Qué ha hecho este hombre? —preguntó Sigtrygg.

—Mi rey, encontramos a los guardias de la puerta del castillo muertos y este joven estaba junto a ellos —respondió uno de los soldados.

—No era mi intención matarles, tan sólo pretendía hablaros. Tuve que esperar a que vuestros soldados me apresaran para poder veros, pero una vez desarmado y maniatado me han golpeado. Los cuatro que lo han hecho morirán en cuanto me soltéis, sabedlo ya de antemano.

—No sé quién eres pero no vas a vivir lo suficiente para matar a nadie más, te lo aseguro —dijo Sigtrygg levantándose de su trono con intención de no perder más tiempo; sus tropas estaban a punto de partir y él había sido entretenido por un percance tan nimio—. Matadlo ya. Tiene pinta de cumplir su palabra. Hacedlo u os matará él a vosotros.

—¡Esperad! —exclamó Thorgest—. Conozco a Einar. Cabalga con Paul, Yngvar y Bram. Todos ellos me han puesto al corriente de lo que pasa en el sur. Por eso he venido.

—Eso no te da derecho a atacar a la guardia real. Tu argumento es muy pobre —dijo Sigtrygg.

—Debía veros de inmediato y no he tenido otra opción. Hay algo que debéis conocer. Brian Boru os ha tendido una trampa.

—Eso ya lo sabemos. Murchad está atacando Leinster. Einar te lo habrá dicho. Ese era precisamente su cometido —dijo Sigtrygg visiblemente cansado de tanto hablar.

—Eso es lo que vosotros debíais pensar… Estáis a punto de mandar a casi todas vuestras tropas hacia el sur a luchar contra Murchad pero seguramente él no se va a quedar para la batalla. Sólo pretende distraeros. ¿Cómo va a enfrentarse a vosotros con poco más de mil hombres? Vosotros y la alianza podéis congregar a tres mil rápidamente, puede que más —Thorgest escupió sangre sobre el suelo; parecía que el rey comenzaba a tomarle en serio.

—Habla. ¿Qué sabes?

—Brian Boru está escondido en Kilmainham con cientos de soldados. Puede que mil quinientos o dos mil. Su intención es atacar la ciudad en cuanto enviéis los refuerzos hacia el sur y quede así desprotegida.

El rey Sigtrygg guardó silencio por un momento. Luego añadió: —¿Cómo sé que no mientes? Acabas de matar a dos soldados. Tu palabra no merece ninguna confianza.

—Enviad unos cuantos hombres a inspeccionar el bosque. Veréis como no regresan —respondió.

—¡Hacedlo! —dijo el rey dirigiéndose a su guardia.

—Respecto a ti, si dices la verdad, te dejaré marchar. ¿Cuál es tu nombre?

—Me llaman Thorgest, Cabellos de Oro para los tuyos.

Las caras de los soldados que le habían golpeado palidecieron de repente. Abrieron su ojos como lo hacen los peces que penden de un anzuelo. Miraron a su rey implorando su ayuda y este, aunque avergonzado de su guardia, dijo: —No vuelvas a tocar a uno solo de mis soldados o morirás.

El joven rubio sonrió.