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Pasaban las semanas y Josep se iba acostumbrando de nuevo a su pequeño dormitorio. Ahora que no hacía vida de pareja dedicaba más tiempo a leer pero también a beber. Había conseguido que llevasen a la Biblioteca Municipal de Ashbourne algunos libros nuevos acerca de las andanadas vikingas en la isla y de momento con eso tenía bastante para seguir conociendo aquellos oscuros tiempos. Los fines de semana, continuaban reuniéndose en Dublín. Ahora tenían la costumbre de hacerlo en un pub llamado Porterhouse, famoso en toda la ciudad por elaborar ellos mismos su propia cerveza. Olía a carne asada y madera vieja. Y había un escenario que se veía desde tres de los cuatro pisos del pub, donde habitualmente actuaban grupos de música tradicional irlandesa. Allí, los arqueólogos pasaban las tardes y noches de los sábados bebiendo, unos por vicio, otros por diversión y también los había que borraban así malos recuerdos de vidas que les perseguían desde cientos de kilómetros. En aquel lugar, todos juntos, hablando en un mismo idioma pero pensando en más de once diferentes, se sentían parte de una gran familia. Cuando el alcohol hacía que sus lenguas se volviesen más torpes y no cupiesen dentro de sus bocas para hablar, lo que acontecía era dejarse llevar por lo que creían que era amor y ni siquiera llegaba a ser buen sexo.

Uno de aquellos sábados en que todos se reunían para beber, habían estado celebrando el cumpleaños de Jennifer, una norteamericana que llegó a Dublín para trabajar como modelo de fotografía artística y terminó sin saber cómo, al igual que casi todos, excavando el pasado de los irlandeses. La chica se había puesto tan borracha que hubo que llevarla a casa. Núria también había bebido bastante y le había dado por hablarle a Josep de Barcelona. El alcohol le hizo recordar su casa y a su gente y hablar de ello sin parar durante casi una hora. Carlos comenzaba a estar molesto, inquieto, y aprovechó una circunstancia casual para boicotear aquel momento tan cercano entre su novia y Josep. Venía de pedir una ronda de cervezas, y se acercó para decirle algo.

—Oye, Josep. No te lo vas a creer. Hay unos chicos de Castellón en la barra. Ven a ver, a lo mejor los conoces, creo que no es una ciudad muy grande, ¿me equivoco?

Josep se alarmó. Sabía que el caso había aparecido en los periódicos. Aunque aquellas personas de la barra no le conocieran personalmente, cosa que era muy probable, podían haber visto su fotografía en la prensa. No podía arriesgarse tanto. Carlos le miraba con las pupilas dilatadas esperando a que le acompañara a la barra para comprobar si conocía a aquellos chicos y poder alejarle, así, de Núria, que en su estado no tardaría ni un minuto en cogerse a hablar con otra persona.

Josep no quería correr riesgos. Debía despejar el problema sin levantar las sospechas de Carlos, de quien no se fiaba. Así que le sonrió lo más que pudo y se levantó ligeramente. Miró hacia la barra del piso inferior y afirmó rotundamente con gran teatralidad: —No. Lo siento. No los he visto en mi vida.

—Oh, venga, desde ahí no puedes saberlo. Vamos a la barra —exclamó Carlos notablemente ebrio. Comenzaba a mostrarse ya sin remilgos.

—No, déjalo. De verdad que no los conozco —respondió Josep intentando disuadirle de tal idea.

—Pero ¿qué te pasa? —insistió molesto.

—Nada —respondió Josep también algo airado—. Ya te he dicho que no los conozco. Déjame en paz.

Acto seguido se sentó y sorbió de su cerveza con disimulo, aunque sabía que Carlos le observaba alterado. Núria, casi ajena a todo esto, retomó la conversación. Entonces, Carlos la cogió por el brazo y la apartó unos metros del resto del grupo. Nadie pudo escuchar lo que decían pero se hablaban con malos modos. Luego cogieron sus chaquetas y se marcharon casi sin despedirse.