20

Parecía que de repente su historia les resultaba más verosímil. Los guardias se habían relajado hasta el punto de volver a sus puestos junto a las paredes. A excepción de los que se llevaron a los dos heridos y el cadáver del tercero. Thorgest ponía cara de sentir su muerte pero nadie parecía reprobárselo, seguramente porque fue en una lucha limpia. No le devolvió la espada a Mac Murrough pero sí permitió que este se incorporara y quedó frente a él mirándole impasible queriendo dar a entender que no le temía. El rey comenzaba a impacientarse y no hacía más que mirar hacia la puerta. Al cabo de unos minutos apareció Eimear. Sus ropas ahora ya no eran los andrajos con que Thorgest la había conocido. Llevaba un vestido de seda blanco con topacios azules adheridos en el escote, y un bonito calzado de cuero. Sus cabellos seguían igual de encendidos en fuego y su piel, ahora limpia y perfumada, parecía poderse comer como una fruta fresca. La cara de asombro de ambos y el cruce de sus miradas hizo desaparecer al resto de presentes incluido el rey Mael Mordha.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella.

—¿Y tú? —respondió él—. Creía que eras una campesina.

—¡Silencio! —gritó el rey—. Explícame por qué conoces a este joven que los guardias interceptaron trepando para entrar en palacio y quién demonios es.

—¿Trepando para entrar en palacio? —preguntó ella mirando a Thorgest.

—Sí —contestó él—, iba tras de ti. Creí que querías asesinar al rey con mi espada.

—¿Al rey?, pero si el rey es mi tío —respondió—. ¿Qué es todo esto? ¿Llevas dos meses preso en palacio?

—Sí —intervino Mac Murrough—, íbamos a juzgarle hoy, ya repuesto de sus heridas. Nos debes una explicación. ¿Qué relación tienes con este vikingo? ¿Y quién es? Has puesto en peligro la vida de mi padre.

—Silencio —exclamó el rey—. Si este hombre hubiese querido matarme ya lo habría hecho. ¿O acaso soy el único que ha visto con qué facilidad ha abatido a tres de mis guardias?

—Señor —dijo Eimear—, este vikingo es Thorgest, conocido entre nosotros como Cabellos de Oro.

—¿Cómo? —exclamó Mac Murrough, que parecía ser ahora más consciente de cuán a punto había estado de perder la vida.

—Vaya, debí imaginarlo —dijo el rey—. He oído hablar mucho de ti y parece que va a ser cierto lo que dicen.

—No lo es —se anticipó Eimear—. No es la bestia que se cuenta en los corrillos. Creedme. Es un vikingo pero no es una bestia.

—Os aseguro a los dos que se me está acabando la paciencia —advirtió el monarca.

Eimear guardó silencio un momento y caminó hasta el centro de la sala.

—Veréis, mi rey —jugaba con la tela de su vestido, seductora, mientras organizaba sus pensamientos—, llevamos mucho tiempo luchando contra el reino de Munster y también contra el condado de Tara. Además, el reino de Leinster está lleno de ciudades estado vikingas como Dublín y Wexford que, aunque siendo aliadas, no están en vuestras manos. Vos, el rey, no podéis ni debéis arriesgar la vida dirigiendo a nuestros hombres en la batalla, y vuestro hijo Mael Mac Murrough es el heredero, tampoco debería exponerse demasiado. Necesitamos un guerrero, un soldado, que estando de nuestro lado sea capaz de enfrentarse a todos los enemigos del reino. Debe ser un gran luchador pero debe ser educado y disciplinado. Debe estar dispuesto a todo por su rey pero también deberá asesorar a este en caso de que su juicio falle.

—¿Y quién va a ser ese elegido? —dijo el rey arrogante y visiblemente molesto—. ¿Este vikingo salvaje?

Thorgest puso la mano sobre la empuñadura de la espada que descansaba en su cinturón. El rey le miró desafiante. Ambos se sentían insultados.

—Dejadme acabar, tío —insistió Eimear—. No hay vikingo más valeroso que Thorgest. Todo cuanto se dice de él son embustes, fantasías de campesinos. Lo pude comprobar cuando convalecía a mi lado en las montañas. Es un hombre noble.

Thorgest levantó una ceja al oír estas palabras de elogio provenientes de la pelirroja. La joven continuaba hablando: —No hay que ser muy listo para darse cuenta de que Leinster es el símbolo de la convivencia entre los dos pueblos, el irlandés y el vikingo. Necesitamos un jefe que una a ambos y pueda ayudar al rey de Leinster a erigirse como rey de Irlanda entera; el sueño de todos los monarcas de la isla.

—¿Crees que yo no soy capaz de ello? —preguntó Mac Murrough molesto.

—¡Cállate! —exclamó el rey—. Continúa, Eimear, pero no tientes mi paciencia.

—Mi sangre de algún modo es noble, ya que soy vuestra sobrina, y además soy una excelente luchadora. Ninguna otra mujer de la isla me ganaría en un combate limpio y más de un soldado de vuestra guardia preferiría antes la vergüenza que enfrentarse a mí.

—Oh, ya veo —replicó Mac Murrough burlón pero notablemente enojado—, tú serás ese ser enviado para conquistar el país de Eire.

Al primogénito no le hacía ninguna gracia quedar en un segundo plano.

—No, os equivocáis, mi querido primo. Yo no busco tal honor. Los hombres jamás seguirían en la batalla a una mujer. Además, yo no soy capaz de movilizar a las fuerzas vikingas, no soy uno de ellos.

El clérigo y el rey se intercambiaron una mirada de preocupación cómplice en aquel momento que pasó desapercibida para el resto de los presentes. Eimear continuó: —Si yo, Eimear de Leinster, pudiera dar a este reino un hijo que fuera medio irlandés y medio vikingo, que heredara mis artes para la lucha y el coraje de los nórdicos para enfrentarse en la batalla y que fuese respetado por ambos pueblos, el ejército que liderase resultaría indestructible y la isla entera sería vuestra, mi rey. La isla entera sería Leinster.

La sala completa quedó enmudecida. Thorgest miraba a Eimear, quien a su vez observaba al rey en un intento por adivinar su pensamiento. El rey echaba el ojo en su heredero para ver su reacción ante lo que sin duda era un insulto a su persona, ya que este planteamiento daba por hecho que él no era capaz de lograr tales propósitos. Mac Murrough, en cambio, dirigía su mirada a Thorgest y se preguntaba por qué no lo había matado él mismo en los calabozos el día que cayó preso. Eso le hubiera ahorrado los muchos inconvenientes que intuía le iba a ocasionar aquel vikingo a partir de entonces. Eimear, al ver que el rey no se alarmaba en demasía, continuó con su intervención: —No quiero poner en duda el poder de vuestro ejército ni el de sus jefes de armas, pero la realidad es que llevamos muchos años envueltos en sucesivas pequeñas batallas que no resuelven nada y nos mantienen en un estado continuo de guerra. Además, ahora que Brian Boru se ha hecho más fuerte y dado que se ha aliado con el príncipe Malachi de Meath, y Leinster ha quedado al margen de tal alianza, debemos pensar en el futuro. Y ese futuro necesita un líder guerrero que luche por este reino bajo tutela real, seáis vos o vuestro hijo quien ostente la corona.

El rey quedó ahora pensativo unos segundos. Y después añadió: —Continúa. ¿Dónde quieres ir a parar?

—Señor… Tío —se corrigió con el propósito de enternecer su corazón—, no hay vikingo mejor dotado para tal fin que aquel a quien temen, desde la costa este hasta la costa oeste y de norte a sur de la isla, todos los hombres, ya sean irlandeses o vikingos. Su leyenda no le hace justicia en cuanto a lo inhumano que se le atribuye a sus hechos pero sí en lo referente a su coraje y valentía.

—Oh, ya veo —intervino el rey—. ¿Estás pidiendo mi permiso para cohabitar con este salvaje y tener un hijo de su sangre?

Thorgest continuaba mirando a la muchacha con una ceja levantada haciendo palpable la desconfianza que le sugería todo aquello, y el resto de la sala, incluido Mac Murrough, atendían a sus explicaciones totalmente expectantes.

—Tenía pensado guardar silencio hasta que naciera el bebé. No es la primera vez que desaparezco durante meses. Pero los hechos han precipitado los acontecimientos y me veo obligada a deciros que ese guerrero, que traerá gloria para nuestro reino y que unirá todas las tierras de Irlanda en un mismo trono y nos conducirá a la paz y la unión entre vikingos e irlandeses, nacerá en siete meses. Así que os ruego que dejéis libre a su padre porque todo cuanto dijo era cierto.

Todos los presentes miraron el vientre de Eimear pero todavía no se advertía evidencia alguna del embarazo.

—¿Cuándo…? —el rey no terminó la pregunta.

—Hace dos meses —respondió ella tajante—. Necesito a este salvaje, como vos lo llamáis, con vida porque es el padre de mi hijo.

El rey miró a su asesor, el clérigo, quien no hizo más que pestañear muy despacio y parecía ser que aquello significaba una aprobación.

—Está bien. Puedes irte, vikingo. Espero que la vida no nos sitúe uno frente al otro en el campo de batalla.

—Espero que no, señor. Sólo una cosa más —dijo Thorgest mirando a Eimear—, dame mi espada.

Thorgest todavía sostenía la de Mac Murrough en su mano.

—No puedo. Mi hijo la necesitará. Sólo si porta tu espada tendrá el respeto y el apoyo que necesitará de tu pueblo.

—No me iré sin ella —dijo el rubio dando un vistazo general a la sala que resultó desafiante.

El rey harto ya de ver sangre se apresuró a ordenar:

—Dásela, Eimear. Obedece.

—Está bien —dijo ella pensativa—. Te daré la espada si prometes venir a buscar a tu hijo dentro de diez años y llevártelo lejos, donde puedas enseñarle todo lo que sabes para después traerlo de nuevo con su madre.

—¿Estás completamente perturbada, pelirroja? —los hombres pusieron las manos en las empuñaduras de sus armas pero el rey levantó el brazo en señal de no intervenir—. No sé dónde estaré dentro de diez años, puede que muerto, seguramente, pero sé que no estaré en esta isla de serpientes.

—Precisamente eso es lo que no hay aquí, San Patricio las hizo desaparecer.

—¿Ah, sí? Pues dime cómo, porque yo veo una.

—Silencio —volvió a enojarse el rey—. He dicho que le des la espada. Y tú, salvaje, no olvides dónde estás.

Eimear salió de la sala y volvió pasados unos minutos; traía la espada en sus manos envuelta en una piel.

—Toma. Es tuya.

—Está bien. Lo haré. Volveré dentro de diez años. Espero que para entonces hayas hecho un buen trabajo y mi hijo sea un chico sano y listo.

Thorgest pensó que no sería tan mala idea poder compartir con un hijo todo lo que su padre había compartido con él antes de que se volviese a casar y tuviera a su hermana Ulva con su segunda esposa.

Era lunes por la mañana y apenas habían comenzado a trabajar cuando Josep llamó al profesor y a Aoiffe, quienes acudieron en seguida al muro junto al que excavaba.

—Mirad aquí —dijo apuntando con el dedo—. Tiene unas marcas en la pelvis. Como si fuesen estrías. No me había fijado hasta ahora.

—A ver —se apresuró a intervenir Aoiffe—, puede que sepamos algo más de tu chica.

El profesor asintió con la cabeza pero no pronunciaba palabra. Aoiffe continuó: —Mira. Las estrías que tú dices están en la cara interior de la pelvis, justo donde nace el músculo aductor mayor.

—No entiendo qué quieres decir —insistió Josep.

—Ese músculo es el que más fuerza hace durante un parto. Tanta, que normalmente suele dejar evidencias como esas. Tu chica fue madre al menos una vez.