Thorgest no pegó ojo en toda la noche. Pensaba en su hermana Ulva y en su padre. Sabía que no todo estaba perdido, pero ¿cómo escapar del palacio mejor protegido de Leinster? No era fácil ni siquiera para Cabellos de Oro. Un guerrero no teme la lucha, sólo teme la vergüenza, y desde luego que él honraría a su familia hasta el final. No obstante, sólo era un muchacho de veintiún años y la noche fue larga y dura. Más que ninguna otra en su valerosa vida. Había amanecido ya cuando acabó sucumbiendo al cansancio y tuvo un sueño ligero que interpretó como un mensaje.
La celda se iba encogiendo cada vez más y el espacio comenzaba a ser el justo para su estatura. Por momentos ya se veía forzado a agacharse a medida que el techo descendía al mismo ritmo que las paredes se acercaban. Cuando estaba ya completamente agazapado en el suelo y el volumen de la habitación era asfixiante, de manera instintiva, llamó a su madre y en ese preciso instante las paredes cesaron su acelerado encogimiento. Tras unos segundos, y esta vez a un ritmo mucho más lento, comenzaron a volver a su condición normal. Una vez el habitáculo tuvo de nuevo sus dimensiones habituales, Thorgest pudo ver a una mujer alejándose despacio a lo largo del pasillo y volvió a llamar: —Madre, ¿eres tú?
Entonces, la figura se dio la vuelta y pudo ver una cara diferente a la que él tan poco recordaba de su madre; era el rostro de Eimear, la irlandesa que le había llevado hasta allí.
—Vamos, muchacho —le despertó el guardia—, es la hora.
Thorgest iba fijándose en todos los detalles durante el trayecto recorrido desde la celda hasta el salón real. Si tenía una sola oportunidad, debería saber aprovecharla, y los palacios a veces eran auténticas ratoneras, podía estar casi tan seguro fuera de este, huyendo, como dentro de él muy bien escondido, al menos durante unas horas. A su paso también fue teniendo en cuenta la posición de algún arma antigua que colgaba de los muros a modo de recordatorio familiar. Seguro que aquellas antiguallas le serían más útiles que sus manos.
Al llegar a la sala, se dio cuenta de que nada de lo que había previsto iba a ayudarle a escapar. Unos veinte hombres armados con espada estaban dispuestos en torno a la pared a lo largo de la estancia, y tras él, la puerta se cerró y dos hombres más la taparon con sus espaldas. Un trono vacío aguardaba al monarca y un silencio monacal hacía pensar que todos aquellos soldados eran estatuas de piedra. Al final se abrió una puerta detrás del trono y apareció el rey Mael Mordha. Tras él iba su hijo Mael Mac Murrough. El parecido entre ambos era asombroso a no ser porque el padre ya lucía una larga cabellera y barba blancas y no rojas. También entró tras ellos un clérigo muy bien ataviado. El rey tomó asiento y el clérigo quedó tras él, en pie. Su hijo, Mael Mac Murrough, se movía por la sala mirando a Thorgest.
—Padre, este hombre ha intentado mataros. La guardia real lo interceptó trepando el muro. Ahora que se ha recuperado de sus heridas podrá afrontar un castigo con dignidad —clamó Mac Murrough vociferando por la sala.
El clérigo se acercó al rey y le susurró algo al oído. Este tras pensar unos segundos dijo: —¿Quién eres? Intenta ganarte mi favor y morirás como un hombre se merece y no como un esclavo. Así que responde, ¿quién te manda?
—A mí no me manda nadie, señor. Vine a esta tierra para hacer fortuna como guerrero, hay muchas manos que pagan el buen uso de la espada —dijo Thorgest en un tono que quiso ser respetuoso.
La situación era complicada para el guerrero. Sabía que no debía desvelar quién era en realidad porque su mala reputación podía llevarle directo a perder la cabeza. Pero, por otra parte, no podía explicar su presencia en palacio sin dar detalles de su convalecencia en las montañas. Mac Murrough se plantó frente a él.
—Mi padre está perdiendo la dureza como un árbol pierde la hoja con los años. Yo no voy a desperdiciar mi tiempo contigo. Sabes que vas a morir digas lo que digas. Hazte un favor y danos motivos para apiadarnos de ti. Sabías a lo que te arriesgabas viniendo a matar al rey. Sé valiente ahora.
—Ya te dije que no vine a matar a tu padre cuando viniste a verme a la celda hace dos meses. Lo cierto es que vine a salvarle —dijo el vikingo sin más ánimo que defender su honor pues daba su vida por perdida.
—¡Continúa! —exclamó el rey desde su trono.
—Señor, vine aquí persiguiendo a una muchacha irlandesa que me robó la espada…
—¿Una muchacha robándole la espada a un nórdico? ¿Qué tipo de hombre eres tú? —interrumpió el monarca de Leinster.
Los soldados rieron.
—No me hagas perder el tiempo con embustes. Sabes lo que va a pasar de todas maneras.
Thorgest quedó en silencio. De nada iban a servirle las explicaciones y, aunque aquel fuese el mismísimo rey del mundo entero, no debía dejarse insultar por nadie. Un guerrero tan sólo tiene su dignidad. Si era la hora de morir, él no iba a hacer esperar a la muerte. Cerró el puño y golpeó lo más fuerte que pudo el estómago de Mael Mac Murrough, que continuaba su paseo circense por la sala. Este cayó de rodillas y sin aliento. A la vez que daba una vuelta sobre su espalda, Thorgest le quitó la espada de la vaina y, con la misma inercia de hacerlo, amputó el brazo del primer guardia que se abalanzaba sobre él. Agachándose al tiempo que cuerpo y acero giraban a una sobre sus pies, sacó las tripas del segundo cuya espada pasó peinando al joven vikingo. Desde el suelo, una patada certera bastó para sacar la tibia derecha de su sitio a otro soldado, que astillada atravesó la carne. Iban tres de tres y los gritos de estos, además del sangriento espectáculo, hicieron dudar al resto, que aunque rodeando al rubio guerrero mantenían las distancias. Thorgest apoyó entonces la espada sobre el cuello de su dueño, Mac Murrough, quien permanecía arrodillado en el suelo intentando recuperar el aliento.
—Señor, estad seguros de que no vine aquí a causar muerte y que no es mi intención hacerlo ahora pero no me dejáis otra salida —dijo el vikingo sin perder de vista a todos cuantos le rodeaban.
Los hombres caídos se quejaban lloriqueando inútilmente porque ninguno de los presentes les prestaría ayuda por el momento.
—Habla de nuevo. Te escucho, hombre del mar —dijo el rey.
—Como os he dicho, vine persiguiendo a una joven que me embaucó para quedarse con mi espada. La seguí hasta palacio y creo tener motivos para pensar que venía a mataros y culpar a mi pueblo de tal crimen. Así que intenté impedirlo hasta que caí preso de vuestra guardia.
—Entonces, ¿si no pudiste impedirlo? ¿Dónde está esa muchacha? ¿Por qué no me ha matado como tú dices que era su intención? —seguía preguntando Mael Mordha mientras su hijo guardaba un resignado silencio.
—Lo desconozco. Sólo puedo deciros que era una joven como nunca había visto antes.
—¿Me hablas de su belleza ahora? —exclamó el rey enojado.
—No me refiero a su belleza, que la tenía, sino a su vigor y fortaleza. La vi matar a tres hombres en unos segundos y hacer huir a otros dos como niños asustados por un trueno. Pero además es de una inteligencia poco normal. Se me presentó como una delicada y asustadiza joven con no sé aún qué propósito y acabó por escapar con mi espada. Es todo cuanto puedo deciros.
El clérigo volvió a susurrar algo al oído del monarca y este añadió: —¿Cómo es esa misteriosa joven de la que hablas? Sólo hay una mujer en la isla que pueda hacer lo que dices.
—Lucía una larga melena roja enroscada en una trenza que se descolgaba por toda su espalda hasta las piernas y tenía la piel más blanca que he visto jamás.
Un pequeño revuelo silencioso se armó entre los soldados de la guardia y Mac Murrough, aunque amenazado por su propia espada, giró el cuello intentando mirar a su atacante. El rey sopló resignado y frunció el ceño.
—¿Cuál es el nombre de esa muchacha? —preguntó.
—Se llama Eimear, o eso me dijo —matizó el guerrero.
El rey se dirigió al clérigo y le ordenó:
—Haz que llamen a mi sobrina ahora mismo.