15

El lunes siguiente un viento fuerte y frío sacudía todas las islas desde las Azores hasta Islandia. Estaban a punto de entrar en el mes de mayo pero aquel tiempo era más propio de riguroso invierno. Remolones por partida doble, comenzar la semana y soportar las adversas condiciones climáticas, los arqueólogos del yacimiento veintiuno se protegían como podían con guantes, gorros y varias capas de ropa. Walker se acercó a la cabina comedor, él normalmente no salía de la oficina y menos aún tan temprano, así que Josep le siguió con la mirada para ver adónde iba. Llevaba una bolsa de muestras en la mano y parecía que había algo dentro. Aoiffe y el viejo Sam estaban juntos cuando se les acercó el profesor. Los tres hablaron unos minutos y luego miraron a Josep. Este se preguntaba qué podía estar ocurriendo.

—¡Josep, ven un momento, por favor! —exclamó Aoiffe.

Josep se acercó temiendo lo peor. Quizá le destinaban de nuevo a la otra área a vaciar tierra del ringfort.

—Verás, chico —comenzó a decir Walker—, como ya sabrás, el sábado pasado vinieron las máquinas excavadoras para ampliar unos metros el yacimiento porque queríamos ver el final de una estructura de piedra que continuaba más allá del linde de la carretera.

—Sí, ya he visto que lo han hecho —respondió Josep.

—El caso es que ha aparecido un esqueleto. Parece que es uno aislado que fue enterrado allí por azar. No creemos que tenga relación con el resto del yacimiento.

—¿Un esqueleto?

—Sí, bueno. De momento hemos tenido mucha suerte y John pudo ver un trozo de pelvis antes de que la máquina lo destrozara por completo. Cabe la posibilidad de que sea un hueso que haya ido a parar allí fruto de un removido de tierra, y no exista ningún esqueleto, pero eso es lo que vas a averiguar tú, Josep —dijo Walker.

Aoiffe, que escuchaba mirando por la ventana como si no prestara atención, se dio media vuelta y añadió: —Debes saber que allí estarás trabajando solo. Si tienes la menor duda deberás venir a consultarnos. No te precipites, porque aunque nos gusta tu trabajo, no olvides que sólo llevas unas semanas excavando esqueletos y aquel de allí afuera, de confirmarse que no es un hueso aislado, podría ser muy importante para el estudio general del yacimiento puesto que estaría desvinculado de la necrópolis.

—Lo que intentamos decirte —continuó Walker—, es que vas a excavar algo que podría no ser más que un hueso perdido, pero también podría tratarse de lo más importante que hayamos encontrado hasta ahora aquí.

El profesor metió la mano en la bolsa, sacó de ella una figurilla muy deteriorada y se la mostró a Josep.

—Parece madera —dijo este.

—Lo es —añadió Walker—, se ha podido conservar relativamente bien gracias a que ha estado todo este tiempo encharcada en el agua que se drenaba por las piedras del muro. Creemos que puede estar vinculada al esqueleto, si es que lo hay.

—¿Qué es exactamente?

—John, que fue quien la encontró el sábado, cree que se trata de una figura de ajedrez. Podría ser la dama —dijo Aoiffe.

—¿Ajedrez? ¿Jugaban al ajedrez los irlandeses del siglo XI? —preguntó Josep.

El viejo Sam, que no había abierto la boca hasta ese momento, dijo con su voz grave y carrasposa: —Ellos no mucho, pero los vikingos sí lo hacían.

—Ahí está la cuestión —interrumpió Aoiffe—, estamos excavando un asentamiento de época Early Christian. ¿Qué hace aquí un posible esqueleto vikingo?

—Bueno, todavía no sabemos siquiera si hay un esqueleto —añadió el profesor Walker—, eso es precisamente lo que vas a comprobar.

Josep les miraba un poco desconcertado. ¿Podía él desempeñar una tarea de tanta responsabilidad? Le asustaba el peso de sus miradas que parecían querer leer en la expresión de su cara si se sentía o no preparado para ello. Pero, por otra parte, le emocionaba el reto y también el hecho de que confiaran en él para afrontarlo. Fuera el viento sacudía los árboles y las lonas con violencia.

—Sólo una cosa —dijo al fin—, ¿me dejáis un encendedor?

Cargado con su equipo instrumental y con un par de cubos, una pequeña pala y una vieja radio, Josep se alejaba del resto de compañeros y se acercaba al linde del yacimiento que había rebasado la máquina excavadora. El aire frío soplaba allí todavía con más fuerza. Hizo bien en coger sus mitones. Se enfundó el gorro de lana hasta abajo y echó un primer vistazo. Un plástico negro bailaba con el viento sujeto por una piedra que evitaba que saliese volando. Sintonizó la emisora nacional de música clásica; el Canon en Re mayor de Pachelbel sonaba con ciertas interferencias. Se arrodilló en aquella postura viciada en la que pasaba la mayor parte del tiempo gracias a los pantalones profesionales con rodilleras incorporadas que había comprado en la tienda de la Jervys Street; «la única del país que los vende», le había dicho John. Sujetó el plástico y quitó la piedra con sumo cuidado. Allí estaba la supuesta pelvis. En aquel momento, solo y pensativo, lio y fumó un cigarrillo observando en silencio. En seguida tuvo la sensación de que no era un hueso aislado fruto de un movimiento de tierra. Era la pelvis izquierda de un esqueleto completo. Estaba seguro de ello.