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La primavera devoraba las calles y las terrazas de Dublín. Los sábados por la tarde todos los compañeros del yacimiento solían reunirse para tomar cervezas en la ciudad. La mañana la dedicaban a comprar libros, música o ropa. Josep había visto recuperada su maltrecha economía y en esta ocasión también acudiría a la cita semanal en la capital, ya que desde su llegada no había tenido oportunidad de volver. Aquel sábado de mediados de abril había dejado a Brigitte durmiendo plácidamente y había cogido el autobús de las nueve camino a Dublín. La noche en el pub Kelly’s fue larga pero él se había retirado pronto porque quería levantarse temprano. Había quedado en reunirse con Kati, aquella chica con quien tomó un té su primera y resacosa mañana en la isla. La media hora de trayecto en autobús desde Ashbourne le pareció un suspiro y antes de darse cuenta estaba ya bordeando el Royal Canal al norte de la ciudad y poco después llegaba por segunda vez en su vida a O’Connell Street. Allí, de nuevo, la multitud cosmopolita navegaba calle arriba y calle abajo. Josep se apeó del autobús y tomó dirección al río. Habían quedado en verse en el Museo Arqueológico, en Kildare Street. Durante las últimas semana había estado profundizando en sus conocimientos sobre antropología forense pero realmente todavía no sabía nada acerca de la Historia de Irlanda y comenzaba a hacerse muchas preguntas.

Se encontraba cruzando el O’Connell Bridge cuando casi es atropellado. Su depredador era un bus turístico de dos pisos, descapotable, disfrazado con motivos vikingos, lo que aseguraba ser un tour muy poco serio. Pero esto hizo que Josep, por primera vez, se preguntara qué tenía que ver Dublín con aquellos invasores provenientes del norte.

Al llegar al Museo Arqueológico se encontró con una gran balaustrada con columnas de orden jónico que fue recorriendo poco a poco. A cada paso descubría que aquel era un país muy involucrado con su historia. Un país de gente que se preocupaba mucho por tener una identidad propia de la cual sentían también como protagonistas a los sucesivos invasores que, atraídos por su calma, habían ido apareciendo y estableciéndose a lo largo de los tiempos.

En aquella vuelta pudo conocer que los primeros pobladores llegaron caminando cuando el continente y las islas británicas estaban unidos y un puente natural hermanaba Escocia e Irlanda. Las islas se habían formado allá por el año 6700 a. C., cuando el tramo que las unía al resto de Europa quedó sumergido. Los pobladores neolíticos, sin embargo, llegaron a Irlanda en barcas de mimbre hacia el año 5000 a. C. y, con toda probabilidad, llevaban consigo sus animales y alimentos. Provenían de Oriente Medio y atravesaron toda la costa mediterránea buscando el lugar apropiado para instalarse, y parece ser que lo encontraron. Más tarde, durante el primer milenio antes de cristo, diversos pueblos celtas llegaron a Europa provenientes de la zona del mar Caspio. Y aunque es imposible negar su influencia sobre Irlanda, serias dudas comenzaban a volar sobre la relevancia real que ello tuvo en la Historia del país. San Patricio, patrón de la isla, llegó en el año 456 d. C. y en poco tiempo consiguió cristianizar a todos los pequeños reinos. Un período de calma que se vio alterado en el año 795 con el primer ataque vikingo a la isla oriental de Lambay al este y la de Rathlin al norte. A partir de ese momento, y durante más de doscientos años, los gaélicos y los vikingos se enzarzaron en una serie de batallas que no siempre tenían dos bandos bien diferenciados, sino que con el paso de los años y debido a uniones matrimoniales, hijos bastardos y actividades mercenarias se iba difuminando cada vez más la pureza cultural de cada comunidad.

Josep estaba allí plantado, absorto, con la cabeza ligeramente torcida y la boca abierta, mirando ensimismado una reproducción en cartón-piedra de un vikingo cuando oyó una voz con un timbre familiar a su espalda: —Lo de los cuernos no es cierto, ¿sabes?

Se dio la vuelta y allí estaba.

—Hola, Kati. ¿Qué tal estás? —dijo Josep alargando la mano hacia ella; la costumbre mediterránea de besar las mejillas ya la había perdido durante ese tiempo.

—Muy bien, cielo. Te digo que los vikingos nunca llevaron cuernos en los cascos o, por lo menos, todavía no se ha documentado un hallazgo que lo constate. Por eso este de aquí no los lleva —añadió ella apuntando con el dedo a la cabeza del guerrero—. Pero es un error muy común.

—Lo sé, la literatura tiene la culpa, y luego el cine, claro.

—Muy bien, buen chico, muy aplicado —respondió ella con sorna—. Vamos, te invito a un café.

Salieron del museo y se dirigieron a la Grafton Street que los sábados por la mañana estaba siempre llena de buskers y paradas de venta de flores. Era todavía temprano pero ya empezaba a llenarse de gente.

—En un par de horas estará intransitable —advirtió Kati—. Mira, en esa pequeña tienda sirven el mejor café para llevar de toda la ciudad.

—¿Y dónde se supone que nos lo vamos a llevar? —preguntó Josep.

—Al parque, por supuesto —respondió ella señalando hacia el final de la calle.

St. Stephen’s Green Park era el lugar preferido por los dublineses para no hacer nada.

—Ven, sentémonos aquí al lado del árbol —dijo Kati, quien una vez más llevaba la iniciativa—. Así podrán pensar que somos novios.

Josep se volvió hacia ella rápidamente levantando las cejas pero ella se apresuró a decir: —Tranquilo, cielo, ya sé que estás con Brigitte, sólo bromeaba. Además, no me gustan los pelirrojos, aquí hay demasiados.

Parecía que las noticias volaban en aquella isla.

—Háblame de los vikingos —dijo Josep zanjando el tema de Brigitte—. ¿Qué sabes de ellos?

—Es mucho más lo que sabemos hoy en día que hace veinte años pero continúan siendo los grandes desconocidos. Hasta hace poco se les consideraba unos desalmados que buscaban botines, sin otro interés que saquear a su paso, violaban y mataban por placer e incluso torturaban al enemigo sin importar edad ni sexo. Durante más de dos siglos hicieron que Europa entera se acostara mirando al mar, siempre temerosa, y rezando por que el horizonte no amaneciese cubierto de velas rectangulares y cabezas de dragón. Lo cierto es que estaban muy adelantados a su tiempo en técnicas navales y de hecho, hoy en día, aún les debemos gran parte de los conocimientos sobre esta disciplina. Tenían un tipo de embarcación diferente para cada ocasión. Veloces para tomar tierra por sorpresa o de gran capacidad y estabilidad para recorrer millas y millas con una valiosa carga. Desde Mesopotamia hasta la costa de Nueva York navegaron ríos y mares sin temer nada ni a nadie.

Las sombras que hacían las nubes se arrastraban por el parque a gran velocidad. Kati descansó unos segundos para beber un sorbo de capuchino y continuó: —Los países que conocemos ahora por escandinavos no existían entonces como tales pero podríamos decir que los pobladores de la actual Suecia viajaron fundamentalmente hacia Oriente. Por los ríos atravesaron primero Rusia y luego el resto de Europa oriental hasta llegar incluso a Egipto. Los noruegos, sin embargo, tras un primer intento por conquistar las islas británicas, Irlanda y la costa de Francia fueron desplazados por los daneses y decidieron buscar nuevos horizontes. Así, que conquistaron Islandia, Groenlandia e incluso Norteamérica.

—¿Estás diciendo que los daneses echaron a los noruegos? —preguntó Josep.

—Sí, claro. Los noruegos fueron los que abrieron la veda del saqueo en Europa. Pero pronto se corrió la voz por tierras danesas de lo provechoso que resultaba echarse a la mar. Así que los daneses, mucho más cómodos que suecos y noruegos, se dedicaron a exprimir al máximo los paraísos cercanos a pesar de que encontraban poblaciones mucho menos pacíficas que las que recibieron a los noruegos al comenzar las incursiones a finales del siglo VIII. Aun así, el pastel de lo que entonces se consideraba el mundo entero quedó estrictamente repartido. De todos modos, debemos tener en cuenta que las flotas estaban organizadas por los nativos de cada puerto pero también se enrolaban personas pertenecientes a otras comunidades escandinavas. No se puede hablar de verdaderas expediciones con carácter nacional, eran simplemente mercenarios muy organizados. ¿Por qué te interesan tanto los vikingos, de repente?

—No lo sé. La verdad es que no lo sé —respondió Josep un tanto pensativo.

—Deberías asistir a alguna de las reuniones que hace el Instituto de Estudios Vikingos —dijo Kati.

—¿Cómo has dicho? ¿Un instituto? —preguntó Josep.

—Sí. Se reúnen todos los martes por la noche en el pub Oval, en la Abbey Street Middle.

—¿Quiénes son? ¿Descendientes de los vikingos o algo así?

—No seas ingenuo, cielo, aquí todos somos medio vikingos. O ¿qué crees que hicieron aquí doscientos años, celibato?

—¿Entonces? —insistió él extendiendo los antebrazos con las palmas de las manos hacia arriba.

—Hay de todo: profesores de universidad, arqueólogos, anticuarios, museólogos… Se reúnen allí y mientras toman una copa discuten sobre los grandes temas que les afectan —dijo Kati con cierto retintín.

—Vaya, hay gente muy rara por aquí —dijo Josep dejándose caer sobre la hierba.

Permanecieron allí un rato en silencio. Josep, tumbado boca arriba lanzaba las bocanadas del humo de su cigarro contra el cielo mientras se perdía en pensamientos de desembarcos y ataques de vikingos.