Las semanas transcurrían y Josep se iba adaptando cada vez más al modo de vida irlandés. Los sándwiches y las chocolatinas conformaban la mayor parte de su dieta y bebía varias teteras al día. Fumaba cerca de cien gramos de tabaco a la semana y todas las noches acudía a Kelly’s a tomar un par de Guinness. Casi nunca iba a Dublín porque aún no había estabilizado su economía. Así que los fines de semana mataba el tiempo leyendo en casa o bebiendo en el pub. En el trabajo no había vuelto a la carretilla. Su jornada se desarrollaba en el área de los esqueletos y cada día iba aprendiendo más el desconocido oficio del arqueólogo. A veces, Aoiffe y su marido le invitaban a cenar en su granja y charlaban durante horas acerca de huesos y músculos y sus patologías. Luego ella misma le acercaba al pueblo con su Jeep. Una de aquellas noches, cuando llegaron a la mansión, Brigitte estaba tomando un té asomada a la ventana, y aunque era marzo caían unos finos copos de nieve. Cuando Josep llegó a su habitación, Tim estaba tumbado fuera. Entró, y antes de que pudiera encender la luz, la voz de Brigitte sonó más dulce aún de lo habitual: —No la enciendas.
La carnosidad de sus labios resultó más envolvente incluso de lo que se intuía al verlos. Y el recorrido que su boca hizo por el cuello de Josep hubiese bastado para hacer promesas incumplibles a cualquiera, pero durante todo el tiempo que estuvieron follando no pudo quitarse de la cabeza a Aoiffe. Por ningún motivo en especial, pero no pudo. Hacia las cuatro de la mañana estaban tumbados en la cama recuperando el aliento con un cigarro.
—¿Cuánto hace que no te afeitas? —susurró Brigitte.
—Desde que vine a esta isla hace ya dos meses.
—Me gusta tu barba. Y tu pelo. Pensé que eras Ted Kenny la primera vez que te vi.
—¿Ted… qué?
—Es un cantante. Está muy bueno. Tú te pareces a él, no tan guapo, pero tienes algo.
—¿Debo dar las gracias?
Brigitte rio con picardía.
—No estás mal, no te preocupes por eso.
Un silencio trajo el cansancio a los cuerpos.
—Será mejor que vuelvas a tu cuarto; Tim te está esperando en la puerta.
—Sí, esta cama no admite compañía… Buenas noches —dijo Brigitte con un beso menos fogoso que apenas si rozó los labios.
Al día siguiente, en el trabajo, todo discurrió normal entre ellos. Había estado lloviendo muy fino todo el tiempo y ello hizo que no se refugiaran en las cabinas. Por lo que anduvieron empapados todo el día. Cuando llegó a casa, preparó una tetera y se metió en la ducha más caliente que pudo soportar. Seven Nation Army en el estéreo a todo volumen no le permitió oír cómo Brigitte giraba el pomo de la puerta del baño. Así que cuando abrió los ojos, se la encontró entrando en la ducha vestida aún con la ropa de trabajo y llena de barro hasta los párpados. Sin decir palabra comenzaron a besarse y a sacarle a ella la ropa empapada de encima.
Poco tardó Josep en mudarse al cuarto de la francesa que pagarían entre los dos. Su habitación quedaba pues disponible. La de Brigitte era de las más amplias de la casa. Poseía cuarto de baño y un enorme balcón con celosía de piedra donde acostumbraban a salir a fumar y tomar té por las noches. La mudanza fue rápida, sólo hubo que cambiar de cuarto la mochila con su ropa y recoger en un abrazo la cantidad de papeles y apuntes de antropología física que poblaban el suelo para lanzarlos a su vez sobre la moqueta de su nueva suite. Sí, realmente algo estaba cambiando en él. Cada vez se parecía menos a sí mismo antes de pisar aquella isla. No sólo en el aspecto visual, con su notable pérdida de peso debido al esfuerzo físico y la mala alimentación, su pelo creciendo descuidado y la nueva costumbre de no afeitarse, sino que también notaba cambios en lo más profundo. Sentía un vínculo extraño con toda aquella gente, con aquella tierra, con aquella lluvia que nunca dejaba de caer.
Una noche serena y fría Josep se puso la chaqueta y caminó directo hacia la calle principal. Allí, frente a la parada de bus, se metió en una cabina de teléfono.
—Tío Damián, ¿qué tal va todo por ahí? Soy Josep.
—Josep, hijo, me has tenido preocupado. ¿Cómo estás? La policía me estuvo haciendo preguntas —repuso con la voz fatigada.
—¿Qué les dijiste?
—La verdad, que no sé dónde estás, que eres un buen chico y que no tienes nada que ver con el robo de ese libro.
—Siento que te hayan molestado, tío Damián.
—No te preocupes, parece que ya se han olvidado de ti. Apareció en la prensa la primera semana, eso es todo. ¿Vas a volver?
—No por el momento. Creo que estoy encontrando mi camino aquí, a tres mil kilómetros de casa.
—No digas más, no quiero saber dónde andas. Puede acabar perjudicándote.
Se escuchó un pitido desde el auricular.
—He de colgar, esto se va a cortar.
—Cuídate, hijo. Tu padre estaría orgulloso de ti.
—¿En serio? Yo no lo creo.
—Escucha, eres un Folch. No lo olvides.
La llamada se cortó y el silencio se hizo más frío y más húmedo de repente.