Cuando la lluvia hacía imposible el trabajo, se resguardaban en las cabinas, a veces durante horas, pero nunca se marchaban a casa antes de las cuatro de la tarde, y mientras, la humedad se abría camino entre la piel y llegaba a los huesos, y los envejecía. Muchos aprovechaban aquellos descansos para ganar algunos euros al póquer o para practicar el ajedrez, juego en el que no había quien desbancara al viejo Sam, un antiguo marinero galés que había pescado atunes por todo el mundo. Era un tipo peculiar; fumaba en pipa y siempre llevaba un gorro de lana oscuro y sucio que olía a perro muerto y que contrastaba con la barba blanca que crecía desaliñada. Se contaba que había dejado el mar porque su hijo se ahogó durante una tormenta. Conoció el miedo, «y ese no es buen compañero en el agua», decía. Algunos se reunían en la garita de las herramientas, donde se permitía fumar, y permanecían allí durante horas recordando historias de otras excavaciones. El resto de la gente se dedicaba a leer en silencio en las cabinas comedor. Dejaban sus botas, mojadas y manchadas de barro, amontonadas frente a las estufas de gas y pasaban las páginas una tras otra. Josep aprovechaba aquellos momentos para desaparecer; en lugar de sentarse con todos los demás, iba a refugiarse al almacén de los hallazgos, donde, rodeado de huesos, cerámicas, piedras y todo aquello que el yacimiento daba de sí, se acomodaba en el suelo, donde pasaba el tiempo leyendo el manual. A veces no entendía alguna palabra y más tarde se acercaba sigiloso a Aoiffe, y tras llevarle una taza de té, le requería su ayuda. Ella estaba fascinada porque sabía que, además de las horas que dedicaba a leer, Josep también pasaba muchas noches casi en vela traduciendo las partes más complejas del manual, cargadas de tecnicismos difícilmente conocidos por alguien no anglófono.
La vida en la casa se hacía más llevadera. Cada día a Josep le molestaba menos el desorden y la suciedad, y eso le daba que pensar. Donncha, Eamon y Fintan iban por libre. Su vida después del trabajo se resumía en fumar hierba y jugar a videojuegos. John pasaba las horas encerrado en su cuarto preparando una tesis doctoral que nadie acertaba a comprender muy bien. Deirdre, por su parte, consumía las tardes fuera. Cuando llegaba a dormir todavía vestía la ropa de trabajo. Brigitte, sin embargo, llevaba una vida un poco más organizada; pasaba las veladas paseando con Tim y, cuando la casa descansaba del ruido de los demás, tocaba el piano de cola que había en el salón, testimonio de la vida familiar pudiente de otros tiempos. La única novedad de la semana era ir a emborracharse al pub Kelly’s los jueves. Todos los arqueólogos del pueblo lo hacían. Llegaban a reunirse hasta cien y cantaban hits por todos conocidos, acompañados de varias guitarras y del violín del viejo Sam. Los viernes, pues, se convertían en días de poca actividad en el yacimiento debido a las muchas bajas que se producían.
Uno de aquellos viernes en que sólo una minoría de los sesenta arqueólogos había acudido a trabajar debido a que la fiesta de Kelly’s se había prolongado hasta muy tarde, Aoiffe se acercó hasta el agujero donde estaba excavando Josep: —Tengo buenas noticias— dijo sonriente y misteriosa.
—¿De qué se trata? —preguntó Josep arrugando el hocico.
—¿Te gustaría excavar en el área de los esqueletos? Es sólo por hoy, el lunes volverás a tu puesto en este puñetero ringfort pero pensé que te gustaría cambiar de aires. Ha faltado mucha gente, tenemos varias fosas a medio destapar y el hombre del tiempo anuncia un diluvio para este fin de semana, por lo que Walker no quiere dejar nada al descubierto.
—¿Lo sabe él? —preguntó Josep.
—Por supuesto, me preguntó si había gente con experiencia y le hablé de ti.
—¡Pero yo no tengo experiencia! —exclamó Josep.
—Bueno, la tendrás al ponerse el día. Vamos.
Josep la seguía por el barro y se preguntaba si sería capaz de hacerlo bien. Una cosa era leer un manual de antropología física, y otra muy distinta, excavar huesos humanos en aquellas condiciones tan adversas.
—Ese es para ti, Josep. Recoge los plásticos y ponte a trabajar. Sólo somos tres —el viejo Sam estaba con ellos— y tenemos tres tipos a los que sacar del hoyo. Y si llueve antes de las cinco, tendremos problemas —dijo Aoiffe.
Josep se repetía en voz baja los pasos a seguir para excavar un esqueleto mientras le quitaba los plásticos de encima: «[…] excavar de la cabeza hacia los pies, del centro hacia los costados. Desenterrar únicamente el cincuenta por ciento superior del hueso para evitar fracturas y dejar la mitad inferior en perfecto contacto con el suelo. Limpiar la fosa antes de hacer la fotografía. Al dibujar, tener en cuenta que el norte ha de coincidir con el croquis general del área. Y, sobre todo, seguir el orden correcto al hacer el levantamiento de los huesos y la posterior distribución en las bolsas de acuerdo con el sistema americano».
—No tienes instrumental de precisión para esqueletos, ¿verdad? —Era más una aseveración que una pregunta.
—Sí tengo —respondió Josep satisfecho como si llevase semanas esperando aquello.
—¿Ah, sí? Veamos qué tienes por ahí —dijo ella esperando encontrar algo inadecuado.
Entonces Josep sacó de su mochila una pequeña caja de herramientas y la abrió. Estaba forrada de terciopelo rojo y ya no contenía llaves o destornilladores. Josep comenzó a enumerar su contenido: —Dos pinceles, uno del seis y uno del doce; dos brochas, del veinte y del veintisiete; una pera clínica para soplar la arena; seis escarbadores odontológicos de precisión; un nivel de agua de hilo y uno de bolsillo; una espátula liff trowel; y unas pinzas de quirófano— dijo Josep desparramando la mirada por aquella caja.
Aoiffe se rio y añadió:
—No sé de dónde has sacado todo eso pero te puedo asegurar que es uno de los equipos más completos que hay en este lugar. Ahora ponte a trabajar, no hay más tiempo que perder.
Josep había prestado mucha atención a los instrumentales que utilizaba el equipo de la necrópolis y aunque Ashbourne era un pueblo pequeño tenía farmacia, ferretería y una consulta odontológica dispuesta a deshacerse de los viejos escarbadores. Quería estar preparado para el día en que pudiera estrenarse con un esqueleto. Ahora, a sus pies, le esperaba un gran reto del que de momento sólo se veía parte del cráneo y algunas costillas.
El día pasó tan rápido como aquellas nubes que desgarraban el cielo empujadas por la borrasca que se acercaba por el Atlántico. Josep ni siquiera hizo los dos descansos para comer. Tampoco fumó porque eso estaba totalmente prohibido dentro del área. Durante ocho horas de arduo y preciso trabajo no levantó siquiera la vista de la fosa. Aoiffe estaba más pendiente de lo que él hacía que de su propia faena pero procuró que no se notase. Le miraba de reojo y comprobaba, a cada minuto, que él parecía saber muy bien qué estaba haciendo. Hacia el mediodía había ido por allí el profesor Walker, quien no dijo ni una palabra, se limitó a observar el trabajo que desarrollaban Sam, Aoiffe y Josep, en silencio. Sintiendo su respiración en la nuca Josep dijo: —Es un hombre. Creo que de unos sesenta años.
A lo que no recibió respuesta alguna, así que insistió:
—Lo digo porque el ángulo subpúbico es de unos cuarenta y cinco grados y según el método de Gardner se trataría de un varón.
El profesor continuó sin decir palabra y Josep se apresuró a añadir: —El estado de obliteración de las suturas craneales es completo; eso nos daría una edad muy avanzada.
A lo que Walker, en la misma línea de aparentar no prestarle demasiada atención, respondió dando media vuelta y se marchó.
A las cinco de la tarde era casi de noche. Los arqueólogos de las otras áreas ya recogían las herramientas y recorrían las pasarelas de madera con las carretillas. Josep guardaba en su correspondiente bolsa de muestras las últimas falanges del pie izquierdo, el derecho ya descansaba en su pertinente lugar en la caja de cartón. El cielo se había vuelto un océano gris y amenazaba inminente la prometida lluvia para el fin de semana. El viejo Sam y Aoiffe cubrían el área con los toldos. Walker se acercaba de nuevo por la pasarela. Josep cerró la caja y rotuló en negro la consigna 210105ASH. Estaba ya muy oscuro cuando el profesor se plantó justo a su lado de manera que los dos quedaban frente a la fosa ahora vacía. Sin mirarse el uno al otro, dijo: —Has hecho un buen trabajo hoy. ¿Te gustaría cambiar de equipo?
—Mi equipo me gusta, pero el trabajo que desempeñamos en nuestra área no tanto —replicó Josep—. Sé que todo es importante pero…
—Ahórrate las excusas, ya te dije que no las necesito, el lunes te quiero aquí, con los esqueletos; sabes bien de qué va esto —le cortó.
Sin añadir palabra, el profesor dio media vuelta y se fue hacia las cabinas, que flotaban como barcas con farolillos entre tanta oscuridad. Sam se acercó y sacó una petaca del bolsillo de su chaqueta.
—Echa un trago, chico.
Aoiffe le miró sonriendo y se marchó sin decir nada. El viejo Sam y él se quedaron echando un pitillo, el primero en horas.