Cuando llegaron a Naas estaba lloviendo. El rubio se cubrió la cabeza, no convenía llamar la atención aunque Leinster fuese el más vikingo de los cuatro condados irlandeses. Naas era la cuna del reino, en manos del rey irlandés Mael Mordha, cuya enemistad con Malachi era sobradamente conocida a pesar de que no hubiese enviado tropas que se aliaran a los vikingos en su ataque contra Tara. Eimear caminaba aprisa por las calles, que corrían como ríos bajo sus pies, y también se había cubierto la cabeza. Thorgest la seguía a una distancia prudente pero ella ni siquiera lo sospechaba. Aun así, parecía que intentaba pasar desapercibida. Miraba a uno y otro lado y caminaba ansiosa, como lo haría un fugitivo. Llegaron a una enorme plaza, St. Corrans Place, donde se estaba celebrando un mercado muy a pesar de la lluvia. La joven atravesó la plaza en dirección a una gran edificación que parecía un modesto palacio. Al llegar allí lo rodeó y entró por la parte trasera donde aguardaba una mujer que le abrió la puerta. Thorgest se quedó un rato esperando. Intentaba aclarar sus ideas. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo. ¿Quién era aquella misteriosa muchacha? ¿Por qué le había robado la espada? ¿Por qué entraba a escondidas en aquel palacio? Volvió al mercado y dio un vistazo general a los mercaderes. Había uno especialmente llamativo porque llevaba el pelo rapado y tenía una enorme panza. El vikingo se acercó a él.
—¿Qué hace un mercader con los cabellos tan cortos como un esclavo? —preguntó Thorgest intentando ganarse su confianza.
—Fui un esclavo. Yo era rey de una isla en el norte. Tus amigos vikingos me apresaron y me llevaron a tu tierra donde me vendieron por cien monedas de plata, pero una noche conseguí escapar y robar un drakkar con el que navegué hasta aquí —respondió el hombre.
—Mientes más que comes —dijo el muchacho sobreactuando—. Nadie pagaría cien monedas de plata por un hombre y menos aún compraría un esclavo tan grueso como tú. Además, no hay nadie en la tierra que no sea vikingo que pueda navegar un drakkar y mucho menos hacerlo solo. Y si conocieras algo a mi gente sabrías que no te conviene reírte de mí, debería sacarte las tripas aquí mismo.
—Sólo estaba bromeando. No pretendía insultaros.
—¿Quién vive en ese palacio? —preguntó apuntando con el dedo.
—¿No lo sabéis? Esa es la residencia del rey Mael Mordha, amo y señor de Leinster.
—Vaya —exclamó el rubio antes de volver la vista de nuevo hacia el edificio—. ¿Y quién tiene acceso a él?
—Nadie, señor. El palacio está muy vigilado desde que Brian Boru de Munster se autoproclamó rey de Irlanda y el príncipe Malachi, tras ofrecer una débil resistencia, se subyugó a su poder, pero Mael Mordha se alzó en rebelión y fraternizó con los vikingos de Dublín —respiró hondo el mercader—. Desde entonces, Mael Mordha siempre va con guardia personal. A pesar de que el matrimonio de Brian Boru con la bella Gormlaith, hermana de Mael Mordha y madre de Sygtrygg, rey vikingo de Dublín, quien a su vez contrajo nupcias con la hija de Brian, había pacificado la región, lo cierto es que ahora el ambiente hostil y de ansias de sangre resulta irrespirable. No, es imposible entrar en palacio sin peligro de muerte para quien ose sólo pensarlo.
Thorgest dio media vuelta y observó la pequeña fortaleza real. Entonces comenzó a comprenderlo todo. Resultaba obvio. La muchacha pretendía matar a Mael Mordha con su espada y culparle así de la muerte del rey de Leinster y con él a todos los vikingos. De ese modo conseguiría dos objetivos, por un lado, dejar el trono vacío, y por otro, la muerte del rey a manos de un vikingo rompería la convivencia pacífica y la unión simbiótica de ambas culturas que se apreciaba en todo el condado de Leinster, donde la sangre gaélica y la vikinga hacía muchos años que se mezclaban y a veces resultaba difícil hablar de pertenecer a una u otra casta. A Thorgest todo eso le traía sin cuidado. No había venido a Irlanda para ayudar a crear un reino ni para establecerse; su único interés era fortuito. Podía buscar riquezas y aprender argucias mercantiles en cualquier otra parte, Bretaña, Gales… sin importarle quién se proclamara rey de la isla. Pero lo que no podía permitir era que se le recordara como aquel que mató a un rey indefenso colándose en su palacio cual vulgar ladrón. No podría volver a casa con su padre y su hermana Ulva con esa vergüenza sobre su nombre por mucha fortuna que llevara consigo. Debía recuperar la espada antes de que alguien la utilizase en su nombre.
—Gracias, mercader. Has remendado tu ofensa —sentenció el vikingo con semblante serio—. Pero escucha una cosa, nadie te comprará telas mientras no te cubras la cabeza, salta a la vista que tienes piojos.
Thorgest rodeó el palacio y llegó a la puerta por la que había entrado Eimear. Parecía infranqueable. Era gruesa como un roble. El joven guerrero miró hacia arriba y no vio ninguna ventana a tiro de cuerda. La retaguardia era insalvable. Se cruzó de brazos y se apoyó contra el muro. Respiró hondo, dio media vuelta y comenzó a subir por la pared. De pequeño lo hacía por las rocosas de los fiordos del norte para ver regresar los barcos cargados de esclavos y plata. La pared estaba resbaladiza pero conseguía ir ascendiendo poco a poco. Debía de estar a unos veinte pies de altura cuando una flecha le atravesó la palma de la mano derecha que en ese momento aguantaba el peso de casi todo el cuerpo. Cayó desde una altura de casi treinta pies y el crujido de los huesos contra el suelo retumbó por todo el callejón.
Al despertar se encontró encadenado a un muro. Se oía pasos que se acercaban hacia la celda. Intentó incorporarse y el dolor le atravesó el corazón. Tenía rotas al menos tres o cuatro costillas debido a la caída. Además de la mano ensartada por la flecha que no podía mover. Se abrió la puerta y entraron dos hombres. Uno de ellos iba bien vestido y tenía el cabello rojo. El otro debía de ser el vigilante porque llevaba en las manos un buen montón de llaves.
—Es este, señor —dijo señalando a Thorgest.
—¿Por dónde trepaba cuando le sorprendisteis?
—Por la parte de atrás. Llevaba un hacha y un puñal —dijo apuntando hacia fuera de la celda.
—¿Por qué has querido matar a mi padre? —preguntó a Thorgest.
—Yo no he querido matar a tu padre —contestó arrugando la cara por el dolor—. Ni siquiera sé quién eres.
—Soy Mael Mac Murrough, hijo de Mael Mordha, rey de Leinster. ¿Quién te manda, salvaje?
—No me manda nadie. Si quisiera matar a tu padre ya serías rey, pero no es esa mi intención.
—¿Cómo te atreves? —dijo dándole un puntapié en la cara que le dejó inconsciente en el suelo—, ocúpate de que no muera —ordenó al vigilante. Y salió de la celda.