9

Cuando Josep despertó, un fuerte dolor le sacudía la cabeza. Se incorporó, había dormido en un sofá. A su alrededor, varios de los compañeros de borrachera yacían en la moqueta unos, en algún sillón otros. Apestaba a alcohol. Todos dormían como niños. Se levantó y fue hacia la cocina donde los platos y vasos sucios parecían un castillo de naipes. Empezó a registrar y encontró unas bolsas de té. Puso agua en el hervidor y lo conectó. Mientras esperaba, metió la cabeza debajo del grifo; estaba helada pero le calmaría el dolor. No sabía de quién era la casa pero de todos modos tampoco recordaba cómo había llegado hasta allí. Desde las habitaciones también se oían ronquidos. Buscó algo de leche en la nevera. Fue inútil, estaba hecha yogur. No había visto al profesor Walker en el salón; debía de ocupar una de las habitaciones. Estaba abriendo y cerrando los armarios cuando una voz le asustó: —¿Qué buscas?

Al darse la vuelta vio a una chica rubia, en pijama y descalza. Formaba parte del grupo del día anterior pero no había hablado con ella en toda la noche. Ahora parecía que estaba en su casa puesto que no la había visto durmiendo en el salón.

—No quería hacer ruido. Sólo estaba buscando un poco de leche para el té —contestó.

—Está en la puerta, la deja allí el repartidor. Coge la tetera y dos tazas y ven conmigo.

Josep obedeció sin dilación. La chica atravesó el salón esquivando a los que yacían en el suelo dormidos y salió por la puerta principal hasta un pequeño jardín. Todas las casas de la calle tenían uno igual. Allí efectivamente estaba la leche. Hacía frío pero no resultaba desagradable.

—¿La traen incluso en domingo?

—Claro que no, esta botella lleva aquí desde el viernes, pero está buena… mira, huele.

Le acercó la botella a la nariz pero Josep le tendió la mano con la taza confiando en el olfato de la chica.

—Me llamo Josep y voy a trabajar con Walker, al que, por cierto, he perdido de vista desde ayer —dijo un tanto inquieto.

—No te preocupes, Walker está en buena compañía pero vendrá a buscarte antes de ir hacia Ashbourne esta noche. Mañana a las ocho tenéis que estar excavando. Yo soy Kati —dijo alargando la mano.

Durante un par de tazas de té, aquella chica le puso al corriente de la excavación en la que iba a comenzar a trabajar al día siguiente. Se trataba de un poblado del siglo VIII situado a dos kilómetros de un pueblo llamado Ashbourne.

Le explicó que Irlanda en aquel tiempo y desde época antigua se encontraba dividida en cuatro grandes territorios. Al norte estaba el Ulster, donde dominaba la familia de los Ui Neill; más abajo y siguiendo la misma costa se extendía Leinster, en manos de los Ui Dunlainge; en el sur de la isla se localizaba el condado de Munster, con el epicentro en Cashel, y dominado por el clan de los Eóganachta; y en la costa oeste estaba el territorio de Connaught, en manos de los Ui Briuin. En cada uno de estos territorios había diferentes reinos que no fueron unificados hasta comienzos del segundo milenio por Brian Boru, miembro del clan de los Dal Cais, rey de Munster y desde el año 1002 d. C., primer monarca de Irlanda. Aun así, la ciudad de Tara era el núcleo del condado de Meath, al norte de Leinster. Había sido un gran centro político, militar y comercial desde tiempo antiguo y en aquella época todavía mantenía privilegios de ciudad-estado bajo el mandato del príncipe Malachi de los Ui Neill del sur.

Kati parecía estar muy bien documentada aunque confesó no ser arqueóloga de vocación. En realidad, había estudiado Arte pero cansada de buscar trabajo en los museos de todo el país se enroló un verano en una excavación y ya iba para tres años. Había leído mucho sobre Historia y especialmente en torno a los celtas. Consideraba que había muchas lagunas sobre el período de las incursiones vikingas porque los monasterios fueron saqueados y el material de los escribanos muchas veces se perdió o se quemó.

—¿Me guardas un secreto? —preguntó la irlandesa con expresión pícara.

Josep frunció el ceño y contuvo una sonrisa entre sus labios. Ella le susurró al oído: —Los celtas nunca invadieron Irlanda. Pero no se lo digas a nadie.

Josep la miró atónito.

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que has oído.

—Es una broma, ¿no?

Ella le miraba con una ceja levantada.

—¿No lo es? ¿Hablas en serio?

Ella continuaba en silencio. Sonriendo de forma apagada.

—No puede ser. ¿Qué hay de todas esas leyendas? ¿Qué hay de vuestra cultura?… ¿Y de vuestra música?

Ella, por fin, comenzó a explicarse.

—Verás, es difícil de creer pero todo eso no es del todo cierto. Sí es verdad, parece ser, que hubo una gran influencia de la cultura celta entre los siglos VI y IV antes de Cristo pero nunca hubo una invasión ni una gran oleada migratoria, tan sólo intercambios comerciales…

—¿Intercambios comerciales? —Josep no daba crédito.

—Sí, comerciantes que a fuerza de mantener contactos con la población gaélica provocaron una intoxicación cultural que cientos de años después fue interpretada gracias a la literatura como una invasión y posterior asentamiento celta en la Isla de Eire. Ten en cuenta que todas las historias que hablan de aquella época fueron escritas muchos siglos después. No hay nada de histórico en ello. Tan sólo literatura épica. En muchos casos, adaptaciones de leyendas o creaciones propias de los amanuenses.

—Pero ¿por qué ahora? Hasta este momento nunca se había dudado del origen celta de los irlandeses.

—El motivo, cielo, es que la arqueología, poco a poco, va desmontando los argumentos en que se había basado esta creencia. Los últimos hallazgos evidencian que no hubo ningún aumento demográfico ni cambio cultural, alimentario o de costumbres funerarias en la época en que se presumía que habían llegado los celtas a la isla. Además, cada vez son más claras las diferencias culturales entre los habitantes de Irlanda en aquella época y el resto de las costas cercanas donde sí se ha evidenciado la presencia y ocupación celta.

—¡Me parece increíble! —dijo Josep al tiempo que tumbaba su taza de un manotazo accidental y el té caliente corría humeante hasta el césped.

—Hay un gran debate interdisciplinar entre arqueólogos e historiadores en torno a esta cuestión. Por no hablar de los intereses económicos y turísticos que se verían afectados de demostrarse que los celtas nunca habitaron la isla del modo que se pensaba hasta ahora. Pero por el momento no es tan grave. Se ha abierto una gran brecha; nada más. Todo está por demostrar. Hasta que se aclare es mejor referirse a esos primeros irlandeses como gaélicos, porque sin duda hablaban el gaélico y pertenecían a esa cultura, provenga de donde provenga.

Continuaron charlando durante un rato, y Josep supo que el yacimiento correspondía a una época en que irlandeses y vikingos luchaban todo el tiempo, pero también firmaban tratados de paz, concitaban bodas y sufrían una mutua y continua intoxicación cultural. Por aquel entonces, Brian Boru se había alzado como rey unificador de toda la isla pero algunos focos de resistencia, como era el caso de Dublín, en manos del rey vikingo Sigtrygg, se mantenían reacios a su control. Aunque las relaciones sorprenderían a cualquiera por lo diplomáticas que resultaban.

A las dos horas apareció el profesor Walker. Parecía fresco como un niño, se diría que no había bebido ni una gota el día anterior.

—Chico, despídete de tu nueva amiguita —dijo con burla.

Josep se ruborizó y ella decidió echarle un cable:

—No le hagas caso, cielo, está celoso.

Ashbourne era el típico pueblo Irlandés tan cercano a Dublín que actuaba como un satélite de esta. Una calle, que era a la vez carretera nacional, lo cruzaba de norte a sur y se convertía, a su paso, en la arteria comercial y social del pueblo, y todo lo demás eran barrios residenciales. En uno de ellos, que tenía aspecto de haber sido construido en los años setenta, el coche de Walker se detuvo ante una gran mansión. En un jardín enorme había tres todoterreno blancos cubiertos de barro. Comenzaba a oscurecer y la humedad trepaba por los bajos del pantalón. Esa misma humedad que tiempo atrás blandía los cuerpos de los pequeños hasta causarles la muerte deshaciéndose en tosidos.

—Aquí tienen una habitación libre. Son compañeros de trabajo —dijo el profesor.

Bajaron del vehículo y se acercaron a la puerta.

—No te dejes asustar por la primera impresión —añadió el profesor llamando al timbre.

—¿Qué quiere decir? ¿Por qué iba a…? —se quedó con la pregunta apelmazada en la boca.

La puerta se abrió y tras ella apareció una joven con el pelo a lo chico.

—Hola, Walker, ¿cómo va eso? —preguntó en un encantador acento francés.

—Hola, Brigitte. Os traigo un nuevo compañero de casa. Ya se lo comenté a John. Es de Valencia y acaba de llegar a Dublín. Encárgate de que se acomode. Yo he de irme —dijo mirando el reloj de su muñeca—. Bueno, chico, nos vemos mañana en el yacimiento. Ellos te llevarán en uno de esos Jeeps. Hasta entonces.

—Hasta mañana, Walker.

Josep mostraba una expresión de desconfianza, se encontraba desubicado.

—No te preocupes, yo me encargo —dijo Brigitte alzando el tono mientras el profesor se subía a su coche.

—Me llamo Josep.

—Hola, Josep. Ven conmigo.

A pesar de la advertencia del profesor, la chica parecía muy normal. Al entrar en el vestíbulo comenzó a comprender a qué se refería Walker. La casa tenía el aspecto de una antigua residencia de familia pudiente, eso se notaba, pero el estado en el que se encontraba era muy diferente. Una gran pila de botas emplastadas en barro y una nube de chubasqueros se amontonaban detrás de la puerta. La moqueta estaba hecha trizas. Continuaron avanzando y la primera impresión iba empeorando a cada paso. Latas vacías de cerveza abandonadas a su suerte. Platos haciendo las veces de cenicero rebosaban llenos esperando a que alguien los vaciara pero daba la impresión de que mientras hubiese alguno limpio en la cocina eso no iba a ocurrir. Llegaron a un enorme salón donde se encontraba un pequeño grupo de personas.

—Mirad, chicos, este es Josep.

Algunas caras le sonaban de la noche anterior pero hoy la expresión era muy diferente; se notaba que había resaca. El que más se esforzó en saludarle levantó el brazo. Realmente era un mal momento para las presentaciones. Fuera, la noche devoraba todo con rapidez. El ambiente caldeado del interior apestaba a rancio. Josep odiaba los domingos, con toda su soledad, y entre aquellas paredes se hacía patente la vida familiar que algún día habían albergado, y visto ahora, con toda aquella chusma, en la que se incluía, arrojados allí como desperdicios de pescado, la situación era de lo más deprimente.

Aparte de Brigitte, en aquella enorme casa vivían siete personas, con lo cual, ahora iban a ser nueve. Además, también estaba el perro Tim, un border collie particularmente blanco con un parche negro en el ojo, que le debía el nombre al famoso cánido de Los Cinco de Enid Blyton. John era el más veterano en la compañía y tenía privilegios por ser el ayudante de dirección de Walker. Era un inglés alto y esmirriado que daba la impresión de ser buena persona. Siempre sonreía mientras escuchaba a su interlocutor como si le diese el sol en la cara todo el tiempo. Halldór y Kata eran una pareja de islandeses. Hacía cuatro meses que habían llegado a la isla porque en invierno resultaba imposible excavar en su país debido al frío. Hablaban poco pero no dejaban de manosearse. El resto eran todos irlandeses: Donncha, Eamon y Fintan que pasaron el rato jugando a la consola y fumando porros, y una chica, Deirdre, que apareció por allí a media noche borracha y drogada como si no hubiese un mañana.

La habitación de Josep era una auténtica ratonera; seguramente por eso estaba disponible. Apenas cabía la estrecha cama individual y el escritorio. La ropa se suponía que no debía salir de la mochila porque no había un armario ni nada parecido donde guardarla. Una pequeña ventana permitía observar en una incómoda posición el back garden. Josep lio un cigarro y le dio lumbre observando la noche. Entonces se dio cuenta de que lo habían acomodado en lo que fuera antaño la habitación de la criada y por un momento se sintió un poco más proletario. De todos modos, no podía esperar más por ciento veinte euros.

El sol todavía se escondía cobarde cuando el perro Tim empujó la puerta y saltó sobre la cama de Josep. Al incorporarse vio a Brigitte que venía tras él: —Lo siento, es que antes este era mi cuarto— se disculpó.

—No te preocupes, ¿qué hora es? —preguntó Josep con la mirada nublada.

—Hora de ir a trabajar, son más de las siete.

—Joder…

La cocina parecía una estación de metro cuando Josep bajó a desayunar. Todos se apresuraban de un lado a otro mientras acababan de vaciar sus tazas, envolvían algún sándwich o se llenaban las manos de chocolatinas y bolsas de patatas. Iban descalzos y a medio vestir. A medida que iban terminando se dirigían al vestíbulo y se ponían la ropa impermeable y las botas, todo ello acartonado en barro seco. Después iban ocupando puestos en los tres todoterreno que aguardaban en el jardín. Incluso Tim ocupó su puesto como copiloto de Brigitte.

—Josep, tú vendrás conmigo —dijo John, quien se puso al volante de uno de ellos.

Salieron los primeros con el resto de asientos libres y se dirigieron hacia el centro del pueblo. Allí, enfrente del supermercado, había un grupo de gente con la ropa cubierta de barro seco y legañas en los ojos. Hacía mucho frío pero estaba despejado. Eso provocaba que la luz se multiplicase. John detuvo el auto y cinco de ellos subieron, tres en los asientos traseros y dos más en el maletero, un chico y una chica. El resto continuó esperando. Durante el trayecto, Josep oyó hablar en castellano a los dos del maletero. A medida que avanzaban entre los campos verdes, se apreciaba que todo estaba completamente encharcado.

—Ha estado lloviendo una semana entera —le explicaba John—. Ha sido duro porque no hemos parado de trabajar a pesar de la lluvia, ya que la autopista se está acercando más aprisa de lo esperado y debemos terminar cuanto antes.

—¿Qué pasará si la autopista llega antes de que la excavación haya terminado?

—Eso no puede pasar. Europa no ha soltado un chorro de pasta destinada a hacer autovías para que ahora los operarios tomen café en la cuneta mientras unos hippies escavan cuatro huesos perdidos.

En cinco minutos dejaron la carretera y torcieron a la derecha por un camino de tierra que recorrieron durante quinientos metros. Al final, llegaron al yacimiento; había más coches aparcados y más gente llegando en otros. Cinco cabinas formaban un pequeño campamento. John le explicó que dos de ellas, las más grandes, servían de refugio para comer y descansar, otra hacía las veces de oficina y había dos más con herramientas y que se utilizaban también para almacenar los hallazgos. Alguna gente se iba acercando a Josep espontáneamente para presentarse. Le llegó el turno a la pareja que iba en el maletero.

—Hola —dijo él, un tipo bien parecido con el pelo hacia un lado—, nos han dicho que eres de Valencia.

—Sí, bueno, de Castellón, mejor dicho, está en el norte —contestó Josep.

—Jo sóc de Barcelona —dijo ella—. Sóc la Núria.

Sus labios parecían dibujados a lápiz.

—Hola, jo sóc Josep.

Josep no pensaba que tardaría tan poco en escuchar hablar en su lengua.

—Se hace tarde —dijo Carlos.

Caminaron juntos hacía el grupo más numeroso. Josep comprendió enseguida que eran pareja. Se turnaban metódicamente para hablar en un proceso perfecto que sólo puede ser adquirido a fuerza de costumbre. Habían venido en verano para aprender inglés y trabajar como camareros en Dublín pero alguien les habló de este empleo y se presentaron sin más. Ya llevaban cinco meses. Josep se detuvo junto a John y les observó mientras se alejaban. Carlos se dio media vuelta sin dejar de caminar. Se miraron unos segundos, parecía que cada uno estaba evaluando al otro. Como lobos macho.

El profesor Walker andaba por ahí dando órdenes a unos y otros. La gente dejaba las cosas en las cabinas comedor y después recogía bártulos en la cabina de las herramientas. Brigitte se acercó a Josep empujando una carretilla con dos picos y dos palas.

—Josep, ven conmigo, te han puesto en mi equipo. Toma, coge esto —le dijo mientras sostenía unos cubos.

En el yacimiento trabajaban al menos sesenta personas y aquel sólo era uno de los tres que había en el pueblo, pero los otros dos estaban gestionados por otra compañía, APS Archaeology Ltd. Casi la mitad del grupo eran irlandeses y el resto, en orden de predominancia, ingleses, suecos, franceses, alemanes, dos australianos, una americana y una japonesa. Era el yacimiento más grande del país en aquel momento. Todo el personal estaba dividido en grupos de siete u ocho arqueólogos. En cada uno de ellos el trabajo era organizado por el supervisor, y a la vez, sus competencias eran supervisadas por John, que actuaba como ayudante de dirección. Por encima de él, el profesor Walker.

Josep siguió a Brigitte a lo largo de unas tablas de madera que hacían las veces de pasarela; sin ellas hubiese sido imposible empujar la carretilla por el barro. Tras ellos iba Tim. A ambos lados, los diferentes equipos ya se disponían a comenzar aunque sin prisa; unos charlaban, otros quitaban los toldos que protegían los hallazgos de la lluvia durante la noche y había quien fumaba mirando al cielo como si intentase adivinar qué tiempo les iba a deparar aquel día. Josep se fijó en un área cubierta por plásticos donde todo parecía estar protegido de forma especial.

—¿Qué hay ahí? —preguntó a Brigitte, que iba delante de él.

—Ahí están los esqueletos. Eso era la necrópolis del poblado.

—¿Vamos ahí nosotros? —preguntó con cierto entusiasmo.

A lo que ella respondió burlona:

—Ni lo sueñes. Acabas de llegar, tendrás que remover toneladas de tierra antes de poder acercarte a uno de esos huesos. Y no todo el mundo tiene esa suerte.

Brigitte continuó caminando pero Josep se quedó unos segundos ensimismado con la mirada hacia los esqueletos que ya comenzaban a ser destapados. Allí descansaban la mayoría mirando al cielo y con la cabeza apuntando hacia el oeste. Algunos estaban muy mal conservados y les faltaban muchos detalles de los huesos. Otros habían conseguido ser excavados casi por completo y los restos más altos, ya casi en suspenso en el aire, hacían un último esfuerzo por mantenerse en su sitio antes de la foto final. Josep se propuso el firme objetivo de conseguir trabajar en aquella zona. Siempre le habían dado miedo los muertos y todo lo que tuviese que ver con ellos, en especial, los cementerios, por eso apenas había visitado la tumba de sus padres un par de veces, pero allí, frente a aquellas fosas, creyó ver historias, vidas enterradas, personas al fin y al cabo.

—¡Josep, venga, ayúdame!

La carretilla se había salido de la pasarela y estaba estancada en el barro. Él observó todo aquello unos segundos más y luego se apresuró a ayudar a Brigitte.

Estuvieron todo el día excavando. Josep anduvo cambiando de la pala a la carretilla y de la carretilla a la pala. La vació unas cien veces y para hacerlo debía subir por una colina artificial que habían formado de tanto sacar tierra y apilarla. El área de su equipo albergaba un antiguo ringfort, una fosa de protección del poblado, y hasta que no hubiesen llegado al borde original de paredes y suelo deberían extraer la tierra sin remedio.