Thorgest abrió los ojos y vio a Eimear moviéndose con sigilo por la cabaña; intentaba recuperar toda su ropa, que yacía esparcida tal y como él la había lanzado al suelo tras arrancársela del cuerpo. Una vez más, por instinto, se hizo el dormido durante el tiempo que la chica necesitó para estar lista. Cuando ella salió de la cabaña, amparada en una encapotada y oscura madrugada de cuento, él la siguió sin hacer ruido a la vez que se iba colocando sus ropas. En cierto momento, ella se detuvo como si hubiese oído algún ruido pero al poco continuó la marcha, y el vikingo tras ella. A las dos horas comenzó a aclarar la mañana y Thorgest se distanció más todavía para evitar ser descubierto, aunque sabía en todo momento dónde se encontraba la irlandesa. Continuaron caminando otras dos horas más.
La posición del sol indicaba que se dirigían hacia el norte, con lo que estarían yendo hacia Naas o incluso hacia Dublín. Le preocupaba el hecho de que les atacaran los bandidos porque entonces debería descubrirse para salir en defensa de la muchacha y no podría averiguar hacia dónde se dirigía, y por qué, tras salvarle la vida, le abandonaba ahora tan aprisa. Pero en aquellos tiempos en que los primeros vikingos llegados dos siglos antes defendían sus propios pueblos de fundación nórdica y los gaélicos irlandeses estaban muy divididos disputándose los pequeños reinos, había bandas de ladrones, a veces mestizas, que poblaban el país, sobre todo el bosque de Wicklow. No dudaban en dar acecho y muerte a quien se toparan en su camino, llevara o no buen botín.
Un hombre apareció derecho junto a un pino, inmóvil y en silencio. Eimear no tardó en verlo y al hacerlo se detuvo. Otros dos hombres le cortaron el paso por detrás y dos más, uno a cada lado, comenzaron a salir de entre la maleza y a acercarse. Thorgest estaba lejos pero podía llegar a tiempo de salvar la vida de la chica, nunca la matarían sin antes violarla y eso le permitiría caer sobre ellos por sorpresa; porque sin su espada necesitaría hacerse con una de las armas de los bandidos antes de que notaran su presencia. El viento parecía haberse detenido para escuchar lo que acontecía.
—Muchacha, puedes ponérmelo fácil o difícil. Pórtate bien y no me hagas enfadar —dijo el hombre que apareció primero.
—No tengo nada que podáis tomar. Dejadme ir.
—Ya lo creo que sí, eres muy bonita. Y muy joven. A lo mejor sin estrenar —dijo el bandido con la cara colorada por la lascivia.
Al oír esto, Thorgest recordó un detalle de la noche anterior; había sangre por todas partes. Ello le confundió más todavía. Estaba absorto en este pensamiento esperando el momento de actuar cuando el ruido de un cuerpo golpeando contra la hojarasca del suelo le hizo volver en sí; el hombre que había hablado caía abatido mientras su cabeza rodaba ladera abajo. Los de ambos lados de Eimear saltaron sobre ella aún desconcertados y encontraron la misma suerte. Una pierna cortada. Una cabeza partida en dos. La sangre y los gritos del recién amputado hicieron que los dos de la retaguardia se quedaran paralizados. Intentaban comprender lo que habían visto pero aun siendo testigos de tal destreza resultaba perturbador que una chica se moviera así con una espada. Un golpe seco silenció el escalofriante quejido. Los otros dos guardaban silencio mientras la observaban, y ella los miraba a ellos, serena, con la empuñadura frente a los ojos y la hoja haciendo ángulo recto con su cuerpo. Entonces, Thorgest, que estaba tan asombrado como los dos bandidos, se fijó en la espada. Se la había ocultado todo aquel tiempo. Debió de encontrarla a su lado en el campo de batalla y se la robó cual vil ladrón. Ya la recuperaría, pero ahora sabía que no debía descubrirse, seguro que la muchacha iba a dar buena cuenta de los dos rufianes ella solita y él podría continuar siguiéndola sin ser visto y desvelar así qué intenciones movían a la irlandesa. Esta comenzó a bajar el acero muy lentamente y los bandidos entendieron que les perdonaba la vida. Así que sin darle la espalda fueron retrocediendo poco a poco hasta perderse en el bosque. Eimear respiró hondo y envainó la espada de nuevo a su dorso, por eso no la habían visto ni ellos ni el guerrero, y siguió su camino hacia el norte. Los dos hombres se daban por afortunados. No sabrían si contar lo sucedido como algo sobrenatural de lo cual escaparon o callar la vergüenza de que una adolescente matara a tres de sus amigos y les dejara marchar a ellos por piedad. No importaba demasiado. No tendrían ocasión. El crujir del cuello del que caminaba retrasado hizo volverse al primero, que recibió un hachazo en el rostro. Quizá Eimear les perdonaba la vida pero el vikingo sabía que un hombre humillado es peor que un jabalí herido.
Continuaron camino y Thorgest no dejaba de pensar en lo que había visto hacer a la irlandesa. Matar a tres rufianes tan hábilmente no era sólo saber luchar, lo cual ya era de extrañar en una mujer, sino que aquella maestría era propia del mejor de sus hombres.
Si se estaban dirigiendo hacia el norte, era probable encontrarse con algunas tropas de Ui Neill; al ganar la batalla se habrían instalado lo más cerca posible de Dublín, aunque no en la ciudad, todavía en manos del rey Sigtrygg. Thorgest se sentía un poco más capacitado ahora que tenía el hacha y el puñal de los dos bandidos pero temía que la joven pusiera a la venta la espada, ¿por qué si no había huido? ¿Qué sentido tenía haberle curado y salir ahora corriendo? ¿Por qué simuló al principio ser tan frágil cuando lo cierto era que luchaba como un auténtico guerrero? Eran muchas las preguntas que se hacía el vikingo y con sus hombres caídos en Tara no podía más que volver a casa o buscar fortuna solo, como hizo antes de llegar a Jutlandia y toparse con Harek. Así que continuó camino tras Eimear hacia Naas, que ya se veía allá abajo en el llano.