Pasaban las jornadas y, mientras, el rubio guerrero se recuperaba. No solían hablar demasiado durante el día. Ella desaparecía unas horas por la mañana y él se dedicaba a hacer ejercicios físicos que le aseguraran una pronta recuperación. Al caer la noche, comían una abundante cena y cada uno de ellos se tumbaba boca arriba en su rincón. A veces levantaban las cabezas y se miraban durante unos segundos para volver más tarde a apoyarlas sobre el lecho.
—¿Qué miras irlandesa? —preguntó una de aquellas noches.
—Nada, creí haber oído un ruido.
—Sí, yo también —contestó él de forma sarcástica, a lo que ella respondió dándose la vuelta.
A menudo, Thorgest se acordaba de su amigo Harek. La irlandesa dijo que habían muerto todos. Seguro que aquella águila pescadora se lo llevó finalmente cielo arriba como en su sueño. Salieron juntos del puerto de Haithabu y desde entonces no se habían separado. El hecho de que la fama de Harek no fuera ni la sombra de la suya se debía sólo a que él intentaba pasar desapercibido. Era como si, de algún modo, se hubiera erigido vasallo de Thorgest y le hubiese jurado pleitesía. Luchaba a su lado siempre dispuesto a morir por salvarle la vida y parecía que así había sido en la batalla de Tara, librada unas semanas antes. Harek, llamado Duv Irrita por los irlandeses debido a su pelo negro como tantos otros daneses de Jutlandia, habría caído en combate. En una ocasión el vikingo insistió: —¿Estás segura de que no quedó nadie más con vida después de la batalla?
—Nadie —respondió tajante—. Ya te dije que los pasaron a todos a cuchillo.
—Pero, lo que no entiendo es cómo fuiste capaz de adentrarte en un campo sembrado de cadáveres y hurgar entre ellos hasta dar conmigo. Y cómo, una vez hecho esto, me pudiste arrastrar sin deshacerte en vómitos hasta subirme a un caballo del que ya no hay rastro y traerme hasta aquí burlando a los bandidos y a los hombres de Malachi. Me pregunto qué pretendes. Y sé que me ocultas algo, mujer.
—Vaya, parece ser que ya no soy una niña, ¿no? Ahora me llamas mujer. Mira, esto lo encontré entre tus ropas. No eres más que un crío. ¿Qué clase de hombre juega con soldados de madera? —preguntó ella alargando el brazo y mostrando unas figurillas talladas con navaja en leña de conífera, tan abundante en Escandinavia.
—No dejas de sorprenderme, pelirroja. ¿De verdad no has visto nunca jugar al ajedrez?
Ella quedó en silencio y se ruborizó:
—¿Ajedrez? ¿Qué es eso? ¿No son soldados como los que utilizan los niños para jugar? —preguntó bajando el tono.
El fuego crujió un par de veces antes de dejar continuar al muchacho.
—Hasta el mismo jefe de Birka juega con sus consejeros más apreciados. El ajedrez es un juego de estrategia militar que despierta los sentidos y refuerza la mente del guerrero. No es un pasatiempo para niños, sino todo lo contrario —afirmó ceremonioso—. Hace falta una gran tenacidad y un conocimiento muy preciso del adversario para ganar, al igual que en una batalla.
—Enséñame —dijo ella—. Puedo demostrarte que no soy tan estúpida como crees.
—Nunca he creído que fueses estúpida —dijo, y se dejó caer de nuevo en su lecho—. A lo mejor mañana te enseño a jugar, cualquier cosa que sirva para ocupar el tiempo.
A la mañana siguiente, mientras la joven desaparecía como de costumbre, Thorgest se empleó en tallar un tablero sobre la mesa de la cabaña. Sesenta y cuatro cuadros de un solo color pero demarcados por la daga del vikingo. Por la noche, después de cenar, comenzó a enseñarle las reglas del juego. Ella aprendía rápido pero ni por asomo conseguía ganar a Thorgest, quien demostraba tener gran destreza. Jugaron una y otra vez.
—¿Por qué es más poderosa la reina que el rey si sois los hombres los que empuñáis la espada? —preguntó la joven.
—Mi querida pelirroja —comenzó con tono cariñoso—, ¿acaso soy yo quien debe hablarte acerca de los poderes ocultos de la seducción de que os servís las mujeres? Tú mejor que yo deberías comprender por qué la reina es más poderosa en este juego de estrategia que se ciñe exclusivamente al enfrentamiento y obvia por completo los entresijos amorosos que tantas batallas ganan o pierden sin derramar una gota de sangre.
Ella acercó su rostro tanto que compartían el aire que respiraban.
—Y tú, cuando seas tan rico y poderoso como has venido buscando, ¿quién será tu reina? ¿Vas a estar siempre plantando batalla al peor enemigo y, sin embargo, huyendo del amor? ¿Qué temes, vikingo? —preguntó ella en un susurro que casi entró por la boca del joven guerrero.
Al ver que Thorgest se mantenía árido ante sus encantos, se levantó de un salto y fue a buscar entre los víveres.
—¿Sabes qué tengo aquí en esta vasija? —preguntó. Thorgest negó con la cabeza—. He estado preparándolo para ti. Es para que te sientas como en casa y te recuperes pronto.
—No puede ser. ¿Es posible que hayas conseguido nabid? Hace mil lunas que no lo pruebo. ¿Cómo es posible? —preguntó sorprendido.
—Lo hice yo misma. Con la mejor miel de la isla.
—¿Es por eso que desapareces todas las mañanas? ¿Hay alguna cueva cerca donde lo conservas fermentando?
—El nabid y también el caballo que nos trajo hasta aquí. ¿O qué crees que comemos cada noche? Lo tengo en una cueva montaña arriba, donde la carne se mantiene fresca, nunca se había conocido un verano tan caluroso. Aun así, no falta mucho para que las larvas de mosca lo pudran por completo —sentenció resignada como quien sabe que se le acaba el tiempo y no ve cumplidos sus propósitos.
Él tomó la vasija en su mano y la alzó al aire:
—Por los amigos que cayeron en la batalla —dijo, y bebió de ella antes de dársela a la joven.
—Por los que vendrán a luchar a nuestro lado —dijo ella. Y bebió.
Thorgest no entendió mucho el significado de aquellas palabras.
—Buen trabajo. Este nabid se puede comparar al mejor de los que he probado.
—Gracias, toma, bebe —dijo ella con malicia—. Esta noche yo seré tu reina.
El hidromiel corría por sus cuerpos y la cabaña parecía más pequeña. Copularon como auténticos animales por todas partes. Se magullaron, se golpearon e incluso a Thorgest se le abrió la herida de nuevo, pero nada parecía importarles. Aquel brebaje les había vuelto locos por completo. Las ropas arrancadas. Literalmente, se estaban comiendo el uno al otro. Las chupadas dejaban cardenales por todo el cuerpo. El nabid era muy conocido en todo occidente por el poder de enajenación mental que tenía en quien lo bebía, y los vikingos lo adoraban. En tal estado de embriaguez, la joven encontró un momento para pensar con claridad y se sonrió; tantas cópulas seguidas no podían fallar. Hacía dos semanas que había manchado de sangre. Todo iba bien. Cuando hubieron agotado hasta la última gota de la vasija y de sus cuerpos, cayeron rendidos y desnudos uno al lado del otro frente al fuego.
—¿Cuál es tu nombre, irlandesa? —preguntó él intentando recuperar el aliento.
—Me llaman Eimear —contestó ella sin sorprenderse de que no se lo hubiese preguntado todavía el tiempo que llevaban en la cabaña.
—Nombre de leyenda, te hace justicia —dijo para sí el joven vikingo.