Un autobús llevó a Josep desde el aeropuerto hasta la calle O’Connell, en el centro de Dublín. La lluvia era caprichosa y aparecía unos minutos cuando menos convenía. Una multitud recorría la acera. Parecía que hubiesen sufrido un proceso de impermeabilización desde niños. Nadie detenía el paso ni modificaba su rumbo porque lloviese. Recorrían aquella calle como gotas que resbalan por un cristal. Había sido tan ingenuo de esperar encontrarse un país poblado por pelirrojos como él, y tenía ante sí el grupo humano más diverso que podía haber imaginado encontrar jamás. Continuó calle abajo hasta llegar al río Liffey, allí se detuvo frente a la estatua de Daniel O’Connell. Josep observaba aquella figura de piedra desde el puente que toma prestado su nombre. Por un momento tuvo la sensación de que el pasado estaba, en aquella isla, más vivo que en ninguna otra parte del mundo. Cerrando los ojos podía oír los cascos de los caballos arrastrando carretas por el pavimento adoquinado de época victoriana. Mirando el río Liffey imaginaba los barcos vikingos remontándolo para llegar a la antigua muralla de la ciudad. Seguro que Oscar Wilde o James Joyce se detuvieron a contemplar las aguas en aquel mismo punto antes de inspirarse en la terraza de cualquier café tomando notas que acabarían desembocando en grandes obras. Todo ello lo transportaba a muchas épocas diferentes de una Irlanda que había imaginado desde niño muy diferente a la que ahora se mostraba ante sus ojos.
Entonces el cielo se lanzó sin avisar sobre la ciudad. Una fuerte lluvia comenzó a disparar ráfagas contra el pavimento, los coches y los escaparates, y Josep corrió a refugiarse bajo el toldo de una tienda. A su lado, tirada en el suelo, había una chica dentro de un saco de dormir del que sobresalía un brazo sucio que sostenía una botella de agua convertida en vaso al haberle extirpado el cuello. La joven repetía con voz de auténtica moribunda: —Some change, some coins left.
Josep hizo como que aquello no iba con él. Lo cierto era que no estaba para andar despilfarrando el poco dinero que le había entregado en préstamo el tío Damián, quien casi había tenido que obligarle a cogerlo. Josep miró de nuevo a la chica del suelo.
—¿Tienes una moneda? —le insistió ella susurrando con cariño, en un patético intento por rescatar algún poder de seducción que seguro le había funcionado en otra época, tiempo atrás, antes de comenzar a pincharse.
Josep no respondía, así que ella se impacientó:
—Vamos, yo te conozco, dame una puta moneda, tío.
A Josep le costaba trabajo entender el inglés macarra de aquella chica.
—Lo siento, no puedo ayudarte —dijo antes de comenzar a caminar bajo el agua con el propósito de cambiar de cobijo.
—Eh, puto Ted Kenny, ¿no me has oído? Dame una jodida moneda… Teddy, eres un bastardo como no me des un puto euro…
Siguió escuchando las voces que daba aquella chica hasta perderse por una calle más estrecha. Josep sabía que era difícil encontrar a una persona en una ciudad de cerca de un millón de habitantes sin pista alguna pero el tal Ciervo era el único transmisor que tenía para dar con el profesor Walker. Con la mochila a cuestas se adentró sin saberlo en Temple Bar, el barrio viejo de la ciudad. A su paso se iba descubriendo una atmósfera muy especial, pavimento adoquinado, restaurantes a rebosar, músicos más o menos agraciados que pedían unas monedas a cambio de un rock sencillo de cuatro acordes y una tonadilla conocida en la voz, muchachas demasiado jóvenes para aquellos afiladísimos tacones. Caminando llegó al corazón de la bestia: la Temple Bar Square. Alguien que intentaba provocar jaleo en un pub vio cómo su cara se partía contra el suelo. Los guardias de seguridad le miraban desafiantes. Se levantó y se marchó. En la esquina, a salvo, gritó algo parecido a ladyboys. Josep continuaba caminando sin rumbo con la ilusión de encontrar al Ciervo por pura casualidad. En aquel punto el gentío ya se hacía pesado, quizá no para andar de copas pero sí para llevar una mochila a la espalda y no tener adónde ir. Podía, eso sí, buscar un hostel o un B&B para pasar la noche, pero eso no solucionaba el problema de dar con aquel tipo y que éste a su vez le pusiera en contacto con Walker. Intentando escapar del bullicio dejó atrás la plaza y torció por una estrecha calle donde pudo leer Eustace Street, y que resultó estar casi desierta en comparación con el resto del barrio, pero al fondo se podía apreciar un pequeño tumulto de gente bajo unas luces. Iba directo hacia allí cuando comenzó a escuchar lo que parecía el bombo de una batería y cada vez más sonidos de instrumentos se iban sumando a un clásico del rocanrol, Johnny Be Good de Chuck Berry. Al llegar, en la puerta del pub se podía leer: The Mezz. Dos tipos enormes ataviados con traje custodiaban la entrada.
—Tengo que registrar tu mochila. No se puede entrar con bebidas o armas —dijo uno de ellos.
Josep les miró en silencio. El otro portero intervino:
—No te preocupes, está bromeando, sí que se puede entrar con armas —y los dos comenzaron a reír.
Josep sonrió sólo por cortesía, no acababa de entender la broma.
—¿Conocéis a un tipo que se llama el Ciervo?
Los dos armarios se miraron levantando las cejas y después negaron con la cabeza. Uno de ellos quiso ser más amable: —No se, tío. Mira adentro. Pregunta a los camareros. Pero, ahora en serio, tengo que revisar tu mochila por si llevas bebida, ¿sabes, tío?— añadió mucho menos sonriente.
—Claro, sólo llevo ropa y libros. No hay problema.