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El avión dio un par de saltos mientras tomaba tierra. El viento y la lluvia fueron los culpables. Josep había evitado mirar por la ventana, tenía miedo a volar y eso le hubiese puesto muy nervioso. Tomó un café en el bar del aeropuerto y decidió no volver a hacerlo, aquello no era café de verdad, más parecía agua con tierra de maceta. Buscó una cabina y marcó el número de teléfono que llevaba escrito en un papel arrugado. Empezó a llover de repente, de forma intensa, y Josep se protegió como pudo con la capucha de la chaqueta. El viento tampoco daba tregua. El aparato comenzó a dar línea de llamada: —Hola, Walker al habla— se escuchaba ruido de ambiente.

—Hola, profesor, ¿me oye?, soy Josep Folch. Debía ponerme en contacto con usted al llegar a Dublín —dijo dando voces.

—Ah, sí. Eres el nuevo, ¿verdad? Verás, ¿conoces The Stag…?

De repente, el barullo ya no se escuchaba.

—¿El Ciervo? ¿Quién es? —preguntó Josep.

No recibió respuesta alguna. Se había cortado la llamada. Decidió volver a marcar pero el papel con el número de teléfono anotado había desaparecido. Miró en un bolsillo y en otro, pero nada. No lo encontraba. Se palpó cada rincón de la ropa y no apareció papel alguno. Se habría volado por el viento. No podía ser, había perdido el único contacto que tenía en el país. Debía comenzar a trabajar en una excavación el lunes y había volado el viernes para salir de Castellón antes de que la investigación policial le causase problemas. Pero resulta que acababa de perder el único número de teléfono que tenía porque los viernes la empresa cerraba las oficinas a las dos del mediodía y por eso le habían facilitado el móvil del director de la excavación, el profesor Walker. Ahora estaba en el aeropuerto y no sabía adónde dirigirse. Y la única pista que tenía era The Stag, el Ciervo.